24 de octubre de 2006

Rita y Bertoni

por Fabián Casas
El otro día, escuchando hablar a Daniel Bertoni en un documental sobre el Mundial 78 –un documental crítico sobre la utilización del fútbol para ocultar una masacre- me vino a la cabeza la frase de Spinoza: ¿Por qué los hombres luchan por su opresión como si se tratara de su libertad? Spinoza supo contestar con su vida a esa pregunta: se negó a hacerse cargo de una cátedra de filosofía en la universidad de Heidelberg y rechazó además el dinero mensual que el Rey de Francia le ofrecía a cambio de que le dedicara uno de sus textos. Spinoza pensaba y escribía y para poder hacerlo sin interrupciones, no se dejaba seducir por boludeces. Trabajaba puliendo lentes y con eso le bastaba. Tenía una idea central para mantenerse alejado del poder: creía que quienes mandan son impotentes que encuentran una alegría compensatoria construyendo su poder sobre la tristeza de otros.

¿Pero qué decía Bertoni? Cuando le preguntaron si se sentía afectado por haber ganado un mundial organizado por la dictadura militar, contestó: “Yo hacía las paredes con Luque y kempes, no con Videla y Massera”. Lo cual era cierto. Dentro del juego, dentro del perímetro de la cancha, no había militares, pero el cemento con el que se construían sus paredes, estaba pagado por el Proceso de Reorganización Nacional. De modo que Bertoni –y muchos otros- a la hora de enfrentarse con los hechos políticos-con la vida diaria de ese momento- sólo elegían ser futbolistas: hamsters corriendo en sus rueditas en la pecera de vidrio que les construyó el EAM.

Y una idea, así al tuntún, me llevó a otra. La noche anterior al documental del mundial, había estado leyendo un ensayo que publicó Marcelo Cohen en su revista Otra Parte donde da cuenta de un posible mapa de la literatura argentina actual y cita, en el párrafo del comienzo –posiblemente como disparador de su texto- , la polémica que instaló el libro de Damián Tabarovsky “Literatura de izquierda” en un suplemento literario. Así que leí a Cohen y después leí el libro de Tabarovsky... [SIGUE ACÁ]

23 de octubre de 2006

Incluso al culpable


“…la tarea del escritor no consiste en acusar ni perseguir, sino en defender incluso al culpable, una vez que ha sido juzgado y condenado”.

Chéjov


Acá todos sus cuentos en inglés.

21 de octubre de 2006

Los niños cantores de Almagro

Habíamos bebido.

La primera vez

por Pedro Mairal
El jueves metí un golazo. Lo digo sin vanidad, sinceramente, porque es mi primer gol así, lindo, digamos. Los tipos que meten muchos goles no pueden decir una cosa así sin avergonzarse un poco. Y menos escribirlo en un blog. Pero la verdad, que tieniendo en cuenta que hace un año empecé a jugar al fútbol con estas dos piernas ortopédicas que Dios me ha dado de nacimiento, entonces me siento bien diciéndolo: metí un golazo. Creo que me la pasó el comandante, un pase a lo Riquelme, como empujado al medio. Entonces la dejé rodar hacia el área, la toqué apenas. Juan Diego me gritó “jugala acá, Pedro”, pero yo quería probar al arco antes de que me marcaran y la mandé. El Húngaro, que estaba de arquero, quedó petrificado, lo cual no va en desmedro de él, que es un gran jugador y ataja bien. Lo que pasa es que yo soy tan pifiador en el área que el tipo se quedó pensando que me iba a pasar lo de siempre: un semi tropezón, unos repiqueteos atolodrados y un pifff de pelota que sale en diagonal y se va a la mierda con comba. Pero ayer no. Ayer la calcé justo y la clavé en el ángulo. Qué lindo! Y lo hice yo! Creo que pegó en el travesaño, rebotó para abajo y picó adentro del arco. Esos goles que hacen ruido. Juan Diego, lejos de enojarse porque no se la pasé, decretó: “Esto es histórico”. Por eso lo escribo. Porque ayer, a pesar de que perdimos en los últimos dos minutos, me fui a dormir contento, acunado por una sensación de eslogans de autoayuda o de nike como "imposible is nothing" o "sorpréndete a ti mismo", cosas así, porque la verdad que fue una linda sopresa esto de meter a los 36 años mi primer golazo.

Desde Rosario

17 de octubre de 2006

La invitación

por Miguel U.
Supongamos que el mar llegara a Constitución. Que las olas pegaran en una escollera a tres cuadras de Constitución. Que hubiera una peatonal también, con locales de ropa, de souvenirs, y mucha gente, y un tipo que salta sobre vidrios rotos y pide monedas, y parejas viejas con hijos down, y amputados con tarritos pidiendo limosna, y un deambular de domingo en general, chicas con cicatrices, con labio leporino, un tipo con un bracito finito y corto. Y el mar pega contra una playa con espigones. El mar pega a tres cuadras de Constitución, y yo tomo un café en el bar viejo de uno de los muelles que levantaron hace años, cuando llegó el mar. Estoy sentado sobre las olas, las veo pasar, olas negras, fuertes, como si todo el piso se moviera por abajo del muelle, entre los pilotes del bar. Las olas se arman, se encrespan, pegan, pasan. Un mar muerto y potente que llega a la ciudad, hasta los edificios. Se va haciendo de noche, las luces de la costa flotan sobre la superficie cada vez más oscura y aceitosa, y hace frío. El mar llega a Constitución. Es el día de la madre y mi vieja está enferma y no sé qué carajo estoy haciendo acá, solo, en Mar del Plata.

14 de octubre de 2006

Cuando con vos me chocaron sentí lo mismo que sentí con Zama en un tobogán

por Rodrigo

Lo que te voy a contar es casi una revelación que, más que del corazón, emana verdades desde alguna parte del aparato digestivo, como si vivir fuera en su totalidad tragar y digerir, nutrirse o dejar que pedazos de la vida descansen en el cuerpo como huéspedes invisibles. De ahí a sentir lo mismo una y otra vez.

La cosa es que yo me fui a vivir a São Paulo cuando tenía 8 o 9 años. Mis viejos se habían separado, y mi vieja, brasilera, quería volver a su tierra y con sus hijos.

Tardamos tres meses para entrar a un colegio nuevo, a unas veinte cuadras de Jaçanã, mi nuevo barrio, al norte de la ciudad de São Paulo.

La mayor diferencia que descubrí entre los colegios de Argentina y Brasil es la indiferencia de los maestros y la amistad de los compañeros. Acá los maestros son impertinentes y los compañeros sentimentalmente impermeables, al menos por un tiempo. La indiferencia de los maestros en Brasil era principalmente porque teníamos uno distinto para cada materia. Por eso no eran tan metidos como los de acá, que son maestros que además de enseñarte, te quieren, y hay que bancárselos así. Vos eso lo sabés.

En mi primer día de clase, un chico petiso me recibió como si yo fuera su mejor archi amigo de toda la vida. Estaba contento porque por fin pudo conocer a un argentino. Me acuerdo que me contó que también conocía a un paraguayo y a un colombiano. No sé porqué me acuerdo de eso.

Te cuento, no te rías, yo casi ni hablaba, no porque no entendía el idioma, sino porque hacía más de un mes que no hablaba con nadie. Estaba realmente enojado con la vida. Quién carajo se creía que era mi vieja para llevarme a esa ciudad horrible.
Todos los brasileros eran como mi vieja. No me bancaba a ninguno, y lo peor, mi desprecio se entendió como timidez. Todos, imaginate, se creían con el derecho de tratar de hacerme encajar comparando los dos países. Y con esto además estaba el fútbol. Una mierda el fútbol.

A pesar de todo, en el cuarto mes de clases, empecé a tener amigos, gente con quién reírme. Principalmente por Zama lo digo. Nos hicimos amigos porque los padres eran espiritistas, como mi abuela, y eso del más allá siempre es algo que acerca gente. Me enseñó un juego para hablar con los espíritus parecido al juego de la copa, pero con un compás. O sea, la cosa se podía hacer en el aula, en matemática.
Jugábamos y nos contábamos apariciones. Yo le contaba las cosas de mi abuela y los sueños que tenía con santos y perros, Zama me contaba las defumaciones que hacían y cómo su hermano había incorporado a su tatarabuelo, que era un esclavo de Angola.




En una de esas estábamos con Zama en clase hablando como siempre de espíritus cuando entró un tipo de traje y una sonrisa de feliz cumpleaños al aula que, después de pedir educadamente permiso, nos invitó a todos a un lugar que se llamaba algo así como “Aqualand” o “Aqualandia”. No me acuerdo. La vuelta es que ese lugar, por lo que dijo, era diez o doce canchas de fútbol de 11 de toboganes gigantes y piletas y no sé cuántos millones de litros de agua. Nos invitaba a ir gratis, y además, nos regalaba un reloj a prueba de agua para probarlo ese mismo día.

Eso era buenísmo. En São Paulo siempre iban personas de empresas a regalarnos yogurcitos, cremas, perfumitos, juegos, remeritas y gaseosas al colegio. Eso era copado, lo gratis siempre es copado.

Otra diferencia con los colegios de Argentina es que en São Paulo no hacían excursiones a museos de no sé qué o campamentos y convivencias. Esto tiene algo que ver con eso de que los maestros no se meten en tu vida y también tiene que ver con que en el cuarto grado habían chicos de trece, catorce y quince años. Yo, que estaba acostumbrado a ir a campamentos y comprar recuerdos, linternas y cantimploras, me emocioné muchísimo; más que mis otros compañeros.
Era como compartir un poco de lo que me gustaba.

Cuando llegamos allá, bueno, te lo digo posta, el lugar era una patria aparte. Los toboganes se mandaban de un lado a otro tragando el paisaje de a pedazos, y el agua desde las pileta, era la miel perfecta que se te metía por la nariz y la oreja. Los trampolines colgaban del sol, cerca de las nubes, y los chicos caían como papel picado, abriendo las manos; asustados y felices. Y la risa, la risa y la risa drogada como el agua, las escaleras color brasil, los nombres desde todas las direcciones como el agua, tan melódicos como el agua, dibujados como el agua; los gritos, algunos llorando envueltos en toallas blancas de hacerles falta una paliza, las filas eternas, las ganas sacudiéndose los micro-pies en la madera mojada y golpeándose la cabeza para destaparse el oído, algunos agarrándose con los brazos cruzados y todos esperando caer de nuevo; caer: todo tal cual se desconoce y se sueña, pero de a muchos y más dulce, como el agua en el dedo más pesado de Dios .


Con Zama empezamos por tirarnos de los trampolines. Nos habremos tirado unas diez veces. Hora y media, entre filas y filas, para caer por segundos y expulsar el alma entre los muelas. Nos resbalamos en las cascadas, en los toboganes abiertos, que eran seis o siete, casi lo mismo, pero con el distintos nombres. Después a las piletas gigantes.

A eso del mediodía salimos con piel de viejo para tomarnos una Coca Cola y comer algo. Nos secamos los pies, entramos al local y paramos en una mesa verde contra un vidrio.

En esa estábamos empezando a hablar de algo, cuando lo vimos: loco, una bestialidad, la mayor atracción de todas, un enorme tubo dorado como una serpiente picando y envenenando pupilas, con mil vueltas y un río interno y chicos con convulsiones, péndulos y piñatas, sacudiéndose los pelos y las manos y casi echando espuma por la boca de emoción.

Hubo un gran silencio en la mesa, una mirada de Cartoon Network y salimos picando a la fila, que estaba a unos veinte metros del barcito.

Habremos estado otra hora y media para subir y cuando llegó el momento, casi sin pensarlo, nos abrazamos amagando al supervisor de caídas (pierna con pierna, cabeza con cabeza, brazo con brazo, dedo con dedo), respiramos hondo y nos tiramos juntos. Y lo mismo que sentí cuando el agua pasaba expulsándonos como a un torpedo, lo sentí aquella vez cuando nosotros dos, yo de acá y vos de Moreno, por la ruta, la Márquez, hasta el puente, después de la fiesta, en Morris, un sábado; cuando nosotros, digo, visibles e invisibles por los autos, viajando cerca del arroyo de Morón, casi en Hurlingham, recorriendo paisajes medievales; cuando vos coronada por la luz eléctrica, yo echando palabras como palitos de la selva por mi boca a tu cara que reía y afirmaba, que hacía lo que necesitábamos. Cuando yo llevándote, entre la tercera que salta y la cuarta que no, derecho a Podestá, a Pérez Galdós, cuando yo llevándote entre los pozos, la brea y el polvo y la tierra, en quince minutos llegamos, en quince, te dije; me tocás y vas a tirarme eterno y cósmico por la ventana, en quince, voy a caer como un cascotazo desde el puente a la otra ruta, que pasa por abajo, que viene del lado de San Isidro, José León Suárez, Villa Ballester, Campo de Mayo, Villa Bosh, Martín Coronado y va a Tessei, negra y verde por los perros: sentí lo mismo ahí, che, cuando por esa se vino sacadísimo un pistolita en un Ford Taunus rojo que llegaba tratando de pasarnos y nos puso en la puerta izquierda; cuando mi cabeza se hizo concha contra el panel, que se reventó; lo mismo cuando las llantas se iban para adentro con el vidrio que se partía pero no se rompía, y tu pie bailable en ocho contra el asiento, que se doblaba, por mis piernas contra tu estómago y el chocolate que te brotaba por la boca; tus ojos que se llenaban de tierra y venas a lo Molina Campos y miraban al forro del Taunus, que salía disparando por el parabrisas como Superman.

A Zama y a mí nos expulsaron del paraíso en ambulancia.

12 de octubre de 2006

La prueba de vida

por Ana Agote

-No lo reconozco para nada-, dijo papá inspeccionando un dedo morado que le habían enviado los secuestradores de Agustín como prueba de vida. -Para nada-, repitió.
-Pero Don Marcelo, ya le mandamos la oreja, ahora el dedo, no nos queda nada para mandarle-, dijo la voz del teléfono.
-Entonces no pago. Si ustedes creen que ese dedo hinchado y esa oreja sangrienta son pruebas de vida están muy equivocados. Y no crea que me lo tomé a la ligera. Agarré la oreja con la punta de los dedos enfundados en un guante de goma, porque cabe destacar que la mandaron toda ensangrentada y sucia (y no lo digo enojado porque ¿qué podían hacer ustedes? gente sin educación) y se la probé a, uno por uno, todos mis hijos. La sostuve contra su oreja, un poco más arriba para ver las dos y comparar cómodamente, para ver si se parecían pero ningún parecido. En el turno de Martina, mi hija del medio, vimos un pequeño parecido, debo reconocerlo, pero no podemos asegurar que sea la oreja de Agustín.
-Papá callate,- gritó Martina- te estás yendo por las ramas. Se van a hartar de escucharte.
-Callate mocosa-, dijo papá. -Como le iba diciendo-, siguió por teléfono, -no fue mala voluntad pero realmente no encontramos ningún parecido. Y la verdad es que no creo que pueda seguir mandando estas pseudo pruebas de vida porque con el aire y los microbios llegan hinchadas, moradas e irreconocibles.
A mamá se le escapó un gritito.
-Tranquilizate vieja,- dijo papá.- Lo que yo creo, -dijo al teléfono, -para ser justos y para que las dos partes sepamos que el negocio es limpio, es que lo deberían mandar a Agustín directamente. Ahí sí sabríamos que es él.
-Pero Don Marcelo, ¿cómo se lo vamos a mandar a Agustín? Es nuestro rehén, si se lo devolvemos no cobramos nada.
-Mire usted, como se llame, ¿acaso no le demostré entereza, integridad mientras negociamos?
-Eso es verdad pero de todos modos ¿cómo cobramos una vez que le devolvemos el pibe?
-Usted tiene mi palabra. Usted me lo manda, yo lo inspecciono y se lo mando de vuelta. Después pago el rescate pero, eso sí, hay que descontar los daños que le hayan causado.

Se ve que a los secuestradores les pareció justo porque dijeron que al día siguiente lo mandarían. Era un sábado 23 de septiembre y hacía frío. Todos nos levantamos temprano. Creo que nadie durmió. Lo traerían a las 11 de la mañana. Yo me maquillé para que me viera linda. Eran las 12 y no llegaba. Empezamos a preocuparnos.
Cayó Rodolfo, el primo de papá, que viene todos los sábados. Papá se había olvidado de avisarle de que no viniera pero una vez que estaba en casa le ofreció un clarito y preparó el copetín. Papá también se preparó un clarito.
-Mejor no tomes papá, me animé a decirle.
-Mirá linda-, me contestó- no se puede confiar en la gente que no toma y yo necesito sembrar confianza en esta gente.
Papá y Rodolfo comían, chupaban y conversaban. Nosotros no podíamos hacer nada. Estábamos sentados en el living mirando la nada. Pasaron las 2, 3 de la tarde. Papá se fue a dormir la siesta y Rodolfo dijo gracias y se fue. A las 5:17 en punto llegó un auto. Ya nadie se asomó a la ventana, ya lo habíamos hecho más de cuarenta veces durante el día y no queríamos otra desilusión. Oímos pasos que caminaban hacia nuestra puerta. Nadie se movió. Sonó el timbre. Se levantó Marcelo y todos lo acompañamos con la mirada.
-¡Agustín! -gritó y lo abrazó y lo besó.
Agustín entró y nos vio a todos sentados.
Una bincha de toalla blanca, un poco manchada de sangre, le cubría las orejas. Guardaba las manos en los bolsillos. Mamá lloró un poco. Se quedó parado y nosotros sentados. Marcelo lo abrazó. Yo me levanté y le di un beso. De a poco todos hicieron lo mismo.
-Qué suerte que estás bien Agus-, le dijo Marcelo.
-¿Quién te dijo que estoy bien?- preguntó él.
-Bueno, ya sé, quise decir a salvo.
-¿Y quién te dijo que estoy a salvo?
Papá bajó de su cuarto.
-¿A verlo?- dijo. Le agarró el mentón y lo inspeccionó de un lado y del otro. - ¿A ver la mano?- Agustín sacó la mano del bolsillo y se la mostró. –Claro, no era el anular, como me dijo el secuestrador, era el índice, por eso no lo reconocí, - se disculpó. -Cómo no iba a reconocer el dedo de mi propio hijo. Lo abrazó. –Estás muy bien, -dijo. -Ahora podés volver.
-No, -dijo Marcelo, -ahora que se quede, ya lo tenemos, ¿para qué lo vamos a devolver?
Pero papá dio un discurso insoportable y destacó que él tenía palabra, que se la había dado a los secuestradores que, pobres, que no eran malos sino que no habían tenido las mismas oportunidades que nosotros y que no eran educados, que eso se notaba en la forma de hablar, en la forma en que nos habían enviado las pruebas de vida, pero que si nosotros, que teníamos educación y principios, mentíamos ¿qué quedaba para el resto? Él había dado su palabra y estaba dispuesto a cumplirla. Agustín lo interrumpió y se despidió de todos. Todos lo abrazamos. Cuando me saludó a mí, tenía el cuello mojado. Marcelo lo acompañó hasta la vereda. Se subió a un auto. Una vez que arrancó, Agustín sacó el brazo por la ventana y saludó.



***


Ana Agote nació en Bs. As. en 1967. Publicó en 2003 el libro de cuentos Otonio (Ciudad de Lectores).

Te juro que no sé en qué estaba pensando


10 de octubre de 2006

Vamos a tomar un vino



PALOMAS EN PRIMAVERA


En la explanada encandilada
de la primera luz rasante, en fría primavera,
multitud arrullante de pesadas palomas
sobre el borde ascendente del día
picotean el adoquín brillante, hora mojada,
arrítmicos oráculos.

Generoso es el cereal del cielo esta mañana,
y entusiasta y cruel el buche tornasol
de las gordas lujuriosas y aladas;
desde viejísimas cornisas húmedas y blanqueadas
descendidas,
ojo funesto, fijo y rojo,
primas híbridas del cuervo y la gallina.

Poderosa será la luna esta jornada,
denso y adverso el hado,
y remota, inasible la vida, como tantas veces
en esta ciudad abstraída y difusa
en que un agua invisible degrada
al verídico aire terso de acústico sol de danza.

He cruzado en medio de la pereza impura
y la sonora gula de las palomas;
y descreyeron de mí, átonas y ajenas,
como si el transparente, o el ya muerto,
despojado de furia o apagado de sino,
pasara sin su sombra, con apenas un aire que el sol remueve
esponjando sus plumas y sus piojos.

Y sin embargo, aún digo "buenos días"
como quien puede,
fingiendo tener cambio.

Y entonces ya es el día
y las palomas
despaciosas remontan
un condenado barrio del bajo cielo,
trazando círculos de azul y gris rutina.

César Mermet
1975


¿César quién?

Eloísa la bostera?

Eloísa Cartonera se mudó a La Boca.
Nueva dirección:
Brandsen 647 - a metros de la bombonera.




8 de octubre de 2006

su sexo de pestañas nocturnas parpadea

De pie como un cerezo sin cáscara ni flores,
especial, encendido, con venas y saliva,
y dedos y testículos,
miro una niña de papel y luna,
horizontal, temblando y respirando y blanca,
y sus pezones como dos cifras separadas,
y la rosal reunión de sus piernas en donde
su sexo de pestañas nocturnas parpadea.

(de Material nupcial, Residencia en la tierra)

Y algunos todavía creen que el gran Pablo es sólo autor de unos cursis poemitas de amor.

Acá, las obras completas de Neruda on line.

7 de octubre de 2006

S’amor non è, che dunque è quel ch’io sento? (CXXXII, Petrarca)

por Rodrigo (Fideos con manteca)


Hay una propaganda de Axe, el nuevo, el doble, la breve y superlativa mina de la cabina telefónica. También está la de Nivea Body, la de Ibu Evanol, las del jabón en polvo Drive (las libres), las potables de Sprite, Coca y Pepsi; están las turras de las cervezas y el Baileys, las del chocolate (todas, acá es cuestión de la piel); y una mortal es la de una mina dándole Danonino a un crío mientras él se toca una lastimadura o algo así. Hay otra grosa, nacional pero buena, la de Criollitas: primero los dedos lacónicos, las manos para la manteca, después la galletita, el cuerpo, después la cara y las mechas volando, chinita, la cortina, el chuchillito, todo amarillo, jetona, con vos nos vamos a sacar las ganas, todos vamos, a vos en una F-100, que te dejás ver tanto y que no te quejás y nos purgás, a vos que estás echando chispas, todos vamos aplaudiendo; tu voz será chiflido fulgoroso y tus gomas de acero una calle inmensa, también tu patio rubio anglicano, valle de pardos y cabezazos. De una vez por todas, nadie leerá más esa poesía en AM. Nadie. Nadie más mirará esos Simpsons. Nadie. Nadie más tocará esas guitarras. Nadie. Nadie más hablará de las canciones que ni siquiera son dignas del pronombre. Allá vamos todos, todos los que entren, para hacerle frente, para pasar el rato. Después están las de los autos negros monógamos (por el adulterio), las de los antiácidos lascivos y las aspirinas con un montón de perras saltando en bombachas de algodón; están las historias cortas, como la de mina de la oficina que sólo consigue que se enamoren de ella cuando se pone una crema en los rulos o aquella mina que sólo logra que su novio se quede a comer cuando toma un Armonil, creo; después está la del flaco y la flaca (dos historias en dos propagandas) ególatras que piensan que son cuatro. Me gusta cuando están bien vestidas, me gusta que la belleza sea una cuestión de piel, y que la piel haga juego con el vestido y las luces y las narices, y que el vestido sea suave y brillante, que las cosas así son geniales, sí, que las cosas brillen y sean suaves.

4 de octubre de 2006

Corre la voz

Por Funes

En una media mañana Mogólica, una de las tantas estrellas maradonianas alumbró generosa los altosbajos botines aguerridos guachos de tiempo (Iorio). Para ese hombre gastado de cuarenta y cortos, para el fumador compulsivo sin medias, el casi hombre de casi treinta, unotro pelado voraz de quién sabe cuántos y el Obelix de los sueños bloggers, la estrella maradoniana encandiló al perfecto ganador y dio lugar a la sorpresa, a la sombra, a la morochez de unotro equipo inasible, irrespetuoso, sospechado y sospechoso, envidiado y bautizado como El Equipo de los Sueños o Los Sin Techo.

Estos hombres, cinco valerosos hombres, distraídos en su genialidad irreverente (perdón pero me sale así), lograron el acople abrupto, la montura silenciosa de un búfalo desconsideradoarrebatadoenojado.

Este admirable despliegue de locura y, de a ratos, ceñido control de las emociones, logró un objetivo absurdo increíbleterrible en el criollo lenguaje del violento fútbol de hoy; romperle el culo a un equipazo.

La cosa fue breve, de apenas una hora (como lo bueno; que siempre se toma en frasco chico) por lo que escribir al respecto suena insolente. Pero aquí estamos, poniendo el pecho gayfriendly a los balas.

Igual que en su primera presentación contra el equipo de Vladimir, en aquella filosa Siberia como fondo de pantalla, los cinco desamparados del fútbol arrancaron ganando un enfrentamiento que sonaba épico y, cual otrora, suicida. Los Sin Techo, arremangados sin timidez para su labor, concentrados desde el minuto cero hasta el minuto golvamoscarajoterminó siempre tuvieron en mente un solo objetivo: morir con la sombra puesta.
Los Sin Techo se saben menos o, jugando; más negros, más sombra, más temibles. Los Sin Techo nunca sobraron al rival pero tampoco lo sobaron. Con un esfuerzo descomunal del internacional Samu Etoó, el fumador descalzo, descomprimiendo la presión sobre el (Inte) Lingenti Alex y el cerebro del equipo, mal llamado Willies, el partido se resolvió en los primeros dos minutos del comienzo. El goleador Intempestivo, oculto en sus cuarenta y cortos, hizo gala de su botín experimentado y puso lo justo y necesario para mantenerse arriba en la tabla de goleadores, arriba en una luminosidad cero, de equipo oscuro, misterioso.

El encuentro fue parejo, el rival atrevido y las medias tintas, un deseo incumplimentado (?) para los más cansados. Se corrió y mucho. Se metió y mucho. Se gritó y mucho. Apenas dos laterales, varios palos y un manopanza sospechoso intentaron opacar una media mañana media épica.
El prejuicio de pensar que Los Sin Techo son un equipo mediocre los transforma, a estos desamparados, en envidiables señores callados pero no sumisos, samuráis peligrosos de una esencia inmejorable; gen-ialidad inconseguible en una Europa Nacional Socialista ávida de un Messías.

¿Habrá revancha? Por supuesto que no. Porque Los Sin Techo también son prejuiciosos. Porque no quedan afuera de ese mezquino sentimiento. Y porque si jugamos de vuelta, nos ganan.
Pero los resultados, tickis mías, los resultados hablan por sí solos:
efectividad 100%
dos jugados
dos ganados.

¿Quién sigue?

3 de octubre de 2006

La importancia del deporte

por Pedro Mairal
El jueves pasado cumplí 37 años y la gente que no me conoce me ve y cree que todavía no pasé los 30. Siempre tuve este desfasaje entre mi cuerpo y mi edad. Ahora ya no me molesta, incluso me alegra porque veo a mis amigos quedándose pelados, echando panzas y canas mientras yo sigo como Dorian Gray, escondiendo un cuadro que envejece por mí.

Crecí con ese desfasaje. No me acuerdo de haber sido distinto antes. Siempre me sentí chiquito, más flaco, más petizo que los demás, menos peludo, menos hombre. Era el segundo de la fila; el primer puesto lo tenía un amigo que en ese tiempo todavía no era un futuro coordinador de ongs a lo ancho del planeta sino uno de los pocos tipos a quien yo no tenía que mirar para arriba para hablarle.

Estábamos siempre ahí adelante, mientras se izaba la bandera, en el patio, en esas filas que nos ponían tan en evidencia todas las mañanas. ¿De dónde habrá salido esa costumbre de poner a los chicos en fila por orden de estatura? ¿Era para que quedáramos prolijos? ¿Cómo no se daban cuenta de que era como ponernos por orden de peso, del más flaco al más gordo, o por orden cromático, del más rubio al más morocho, del albino al africano, pasando por todas la gamas. Nadie lo veía mal. Era lo más natural del mundo. Los más petisos íbamos adelante, primeros. Los más altos atrás. Y no se discutía.

Debe ser una cosa militar, medio obsesiva con la prolijidad. Una especie de orden primitivo. Como ordenar los libros en la biblioteca por color. Pero a mí me parecía ideado para humillar a los más bajos. Quizá sería para vernos mejor desde el frente y controlarnos. Yo me vengaba mentalmente ordenando en mi cabeza a los profesores por orden de estatura. El director, el Lic. Chiampiti era el más bajo. Me imaginaba todo el secundario en fila mezclado con los profesores por orden de estatura y el Chiampiti casi con nosotros delante de todo y en seguida la profesora de química y después el de matemáticas al que le decíamos el Pollo. No servía para nada ser el primero de la fila, no ofrecía ningún beneficio. Uno de mis primeros cuentos, que por suerte se perdió, era sobre un tipo traumado que, en la fila del cine o del banco, obligaba a la gente a ponerse por orden de estatura. Un loco que entraba con un arma y en vez de robar los ordenaba a punta de pistola. Hacía eso y se iba para que a los más petisos los atendieran primero.

Es difícil idear formas del orden todavía más humillantes para escolares: quizá ordenarlos por coeficiente intelectual, por ejemplo, o del más rico al más pobre. A eso no se animaron. Ahora que lo pienso, como todo sistema efectivo, el orden de estatura se establecía casi solo. Me suena mucho la frase “señores se ubican acá en una sola fila por orden de estatura”, me parece haberla oído varias veces. Pero creo que ya lo hacíamos automáticamente: los más altos iban empujando hacia delante a los más bajos; en los casos de altura empatada se ponían espalda con espalda y un tercero arbitraba.

Me acuerdo de llegar después de cada verano al primer día de clase y tener la esperanza de estar más alto, la sensación de que había pasado tiempo y que quizá había crecido en esos tres meses; y toparme en el patio con unos tipos medio irreconocibles, mis amigos deformados por las hormonas, con la voz cambiada, huesudos, altos, muy altos, con una seguridad y una fuerza que a mí no me habían sido dadas. Creo que por eso me obsesionaba la serie de televisión “El increíble Hulk”, la veía todas las tardes y soñaba con ser Bill Bixby que le advertía “No soy yo cuando me disgusto” a la gente que lo ponía nervioso; soñaba con pegar el estirón ahí delante de todos en medio de la clase, romper la camisa, los pantalones, con músculos, con mucha fuerza, hacerme hombre de golpe, asustando a todos, inquietando a las chicas, y salir corriendo del colegio ya como el fisicoculturista Lou Ferringo, gruñendo, en cuero, descalzo, pero sin estar pintado de verde.

Siempre tuve que conformarme con este crecimiento imperceptible, esta especie de invariabilidad. Y la altura no fue lo peor. Lo peor fueron los pelos, la ausencia de pelos, los años de lampiño. Esas comparaciones de vestuario, esa preocupación. Mirar a los otros y mirarme. Y preguntarme cuándo, cuándo me iba a tocar a mí, cuándo sería mi turno de ir caminando hacia las duchas desnudo y con aplomo, usando la toalla no para taparme como una nena sino para ir pegándole latigazos en el culo a los distraídos, desfilando mi pelambre, mi sombra de mamífero sexual. Yo me cambiaba apurado, medio sentado, ocultando mi lampiñismo. Cuando volvíamos de un partido, me mojaba la cabeza en los lavamanos para que los profesores creyeran que me había bañado y me ponía los pantalones con las costras de barro en las rodillas. No iba a las duchas, me volvía a casa mugriento pero invicto de las burlas.

Todo era un poco así en el colegio. Cuatro divisiones con 25 alumnos cada una. Cien chicos y chicas por año. Quinientos en todo el secundario. Era sólo cuestión de pasar inadvertido. Me hice campeón en eso. Era como el juego del quemado donde un tipo se paraba en el medio de la cancha de básquet y empezaba a desnucar a los otros a pelotazos y los desnucados pasaban a su bando y se dedicaban a desnucar a más y más gente. Yo me perdía en el tumulto, me hacía invisible. Camus decía que el fútbol le enseñó todo lo que necesitó aprender en la vida. A mí me pasó lo mismo con el quemado. Por ahora vengo zafando. Aunque sé que el pelotazo final algún día me lo van a dar. Soy el último desesperado corriendo en pantalones cortos, en invierno, sabiendo que la pelota de básquet lanzada con saña por esos compañeros sedientos de sangre va a llegar y va a doler como trompada contra la espalda, contra la cara, contra el muslo congelado.

Incluso yo jugaba al rugby así. En mi primer día de rugby a los ocho o nueve años, la pelota voló por el aire, a mí se me ocurrió atajarla y un batallón de hiperactivos con botines de tapones de aluminio se me vino al humo; me chocaron y me aplastaron en el piso. A partir de ese momento, para mí, la regla número uno del rugby pasó a ser: “manténgase lo más lejos posible de la pelota”. El secreto entonces era simular que hacía el esfuerzo, que la buscaba, que me metía. Era una actuación muy fina: todos jugaban al rugby, pero yo en cambio actuaba que jugaba. Era más difícil. En cierta forma tenía más mérito. Era una simulación pero no había que sobreactuar porque se podía notar. Había que encontrar un equilibrio, meterse pero llegar justo tarde, cuando la pelota ya estaba saliendo de la pila de gente. Arrojarse sobre la montonera pero cuando ya no había muchos más jugadores para que te cayeran encima. Estar muy atento, anticipando la jugada para correr hacia el otro costado como esperando un pase que no se daba pero que se podría haber dado. Tenía que adivinar lo que podría haber sido pero no era, moverme en esa orilla. Era un juego secreto, de supervivencia, que yo jugaba dentro del gran juego. Igual que ahora, supongo, ahora que en este juego enorme de la adultez practico este otro juego paralelo, casi invisible, de la literatura, simulando que trabajo, simulando que sí, que soy un hombre con currículum que paga impuestos, pero soy torpe y no me creo nada y sé que están a punto de aplastarme y anticipo, esquivo, hago como que corro con todos, pero siempre me siento al margen, soñando otra cosa, nunca me creo la vida, ese juego tan raro que practican los demás.

No puede ser



El otro día le dijeron al Sr. de Abajo "Tu blog es todo culos", a lo cuál él respondió "Sí. Pero es a todo culo". Así que, para estar a la altura de la respuesta, va la prodigiosa Agus Keyra bailando en "la escasez de un jumper azul casi inexistente".

Dice que se viene el volumen 3

*
por Ramón Paz


ricardo conoció a una morochaza
y se mudó a su culo de por vida
la morocha le dio la bienvenida
y él tuvo entre cachetes nueva casa
lo fue a buscar la esposa le gritaba
que bajara de ahí no seas pendejo
yo quiero en este culo hacerme viejo
le contestaba él y se quedaba
lo buscaron los suegros y un bombero
sus amigos del club sus ex maestras
y el tipo ni siquiera daba muestras
de quererse bajar de ese trasero
hoy sigue acomodado entre los bifes
la negra y él parecen muy felices


*
www.pornosonetos.blogspot.com

2 de octubre de 2006

1 de octubre de 2006

Antología En celo - Asado

[arriba: Diego Grillo Trubba, Maximiliano Tomas, Marina Mariasch (con Eugenio Bruzzone en brazos), Hernán Arias, Juan Terranova, Natalia Moret, Mariela Ghenadenik, Gabriel Vommaro, Josefina Licitra, Pedro Mairal, Alejandro Parisi. abajo: Joaquín Linne, Pablo Ali, Glenda Vieites, Félix Bruzzone, León y Benita Llach]










Camarón Y Paco De Lucía (1976) - Bulerías

Rita y Bertoni

por Fabián Casas


El otro día, escuchando hablar a Daniel Bertoni en un documental sobre el Mundial 78 –un documental crítico sobre la utilización del fútbol para ocultar una masacre- me vino a la cabeza la frase de Spinoza: ¿Por qué los hombres luchan por su opresión como si se tratara de su libertad? Spinoza supo contestar con su vida a esa pregunta: se negó a hacerse cargo de una cátedra de filosofía en la universidad de Heidelberg y rechazó además el dinero mensual que el Rey de Francia le ofrecía a cambio de que le dedicara uno de sus textos. Spinoza pensaba y escribía y para poder hacerlo sin interrupciones, no se dejaba seducir por boludeces. Trabajaba puliendo lentes y con eso le bastaba. Tenía una idea central para mantenerse alejado del poder: creía que quienes mandan son impotentes que encuentran una alegría compensatoria construyendo su poder sobre la tristeza de otros.

¿Pero qué decía Bertoni? Cuando le preguntaron si se sentía afectado por haber ganado un mundial organizado por la dictadura militar, contestó: “Yo hacía las paredes con Luque y kempes, no con Videla y Massera”. Lo cual era cierto. Dentro del juego, dentro del perímetro de la cancha, no había militares, pero el cemento con el que se construían sus paredes, estaba pagado por el Proceso de Reorganización Nacional. De modo que Bertoni –y muchos otros- a la hora de enfrentarse con los hechos políticos-con la vida diaria de ese momento- sólo elegían ser futbolistas: hamsters corriendo en sus rueditas en la pecera de vidrio que les construyó el EAM.

Y una idea, así al tuntún, me llevó a otra. La noche anterior al documental del mundial, había estado leyendo un ensayo que publicó Marcelo Cohen en su revista Otra Parte donde da cuenta de un posible mapa de la literatura argentina actual y cita, en el párrafo del comienzo –posiblemente como disparador de su texto- , la polémica que instaló el libro de Damián Tabarovsky “Literatura de izquierda” en un suplemento literario. Así que leí a Cohen y después leí el libro de Tabarovsky.

El ensayo de Cohen tiene la particularidad de dividir en tuppers, para guardar en el frizer y comerlos cuando se pueda, a determinados escritores que divide en determinadas categorías: prosa de estado, hiperliteratura, infraliteratura, afroliteratura, etc. El ensayo, escrito en una prosa florida y seductora –Cohen es un maestro de la lengua- abunda en tecniquerías y párrafos que parecen aniquilarse en sí mismos a medida que se los lee. Suele pasar hasta en las peores familias. Cuando un gran escritor no tiene nada que decir, se enamora de su facilidad y se saca los tapones de los oídos para dejarse llevar por el canto de las sirenas. Pero en las noches argentinas, lo que se escucha ahora son las sirenas de los patrulleros. Cohen, al igual que Bertoni, hace su trabajo dentro de la literatura. Es un escritor. Tal vez un Gran Escritor. De hecho, su último libro dice en el cinturón de castidad que le puso la editorial: la última novela del mejor escritor argentino. ¿Y qué puede decir un Gran Escritor Argentino? Cosas de un Gran Escritor Argentino. Su texto es un paneo metafísico por un panorama donde la escritura es sometida a un ordenamiento para tranquilidad de todos (prosa de estado, hiper, infra, etc), mientras el gran ojo en el cielo, el ojo del demiurgo las contempla y ordena en su cerebro argentino cargado de terrores. Hay algo en Cohen, a la hora de dividir a los escritores en castas, de funcionario de aduana de los Estados Unidos. Este pasa, este es un poco sospechoso, este tiene un turbante. Todo esto aderezado con una seriedad que envidiaría el mismísimo Ernesto Sábato. Freud se preguntaba ¿por qué este hombre está haciendo esto? Lacan, en cambio, decía ¿para quién lo está haciendo?

El libro de Tabarovsky me pareció notable por varias razones. Primero, porque nunca me reí tanto leyendo un libro de crítica. Uno de los programas que se plateó César Aira, lo concretó Tabarovsky: escribir un chiste. Un chiste muy bueno es Literatura de Izquierda. De esos que uno memoriza y que corre a contarle a sus amigos en la primera sobremesa que encuentra (de hecho, yo hice eso con el libro de Tabarovsky, se lo recomendé a todo el mundo). Hay algo en la prosa de Literatura de Izquierda que lo vuelve liviano, aunque planteé un combate: de un lado, los escritores del mercado, los que hacen bien los deberes o los que quieren ser famosos, estrellas de rock, etc; y del otro, los que no escriben para nadie, los escritores sin público. Tabarovsky, a diferencia de Cohen, es honesto: ya que va a entrar a diseccionar, pone nombres y apellidos y no se esconde en categorías para no malquistarse con nadie. Pone en primer plano la dudosa categoría del gusto. Gelman diría: ¡Hurra, al fin nadie es inocente! Igual, los nombres que el autor distribuye en uno y otro bando no me parecen importantes para la discusión, simplemente son los que le gustan y los que no. Lo más interesante es que tantoTabarovsky como Cohen siguen hablando de literatura, aunque el primero pareciera querer llegar –vía Deleuze- hacia una desintegración, el punto de fuga que la conecte con la vida. Un- más – allá- de- Bertoni.

Sin embargo, hay algo que no me parece productivo en la crítica de Tabarovsky a la manera de escribir de los escritores que él denomina serios, es decir, los que no “enloquecen” al lenguaje y se afirman en modelos clásicos. No veo que haya que estar en contra de ningún escritor, en contra de ninguna forma narrativa, en contra de ninguna manera de venderse como escritor. Se le puede robar a todos, se puede aprender de todos. En su casita de Aberdeen, donde vivía de manera muy pobre, Kurt Cobain tenía muchas mascotas. Había, entre otros, un conejo y un gato. El gato se empeñaba en fornicar con el conejo. A Cobain le causaba risa imaginarse qué podría salir de esa unión. A mí también. Lo que quiero decir es que esa manera de purificar la escritura, de conseguir que el galgo salga con las orejas ornamentales y que no haya que cortárselas, no conduce a nothing. Se termina replicando el modelo que se quiere atacar. Imaginémoslo: una mañana nos despertamos y estamos rodeados por super escritores de vanguardia, que le hacen trampas a la lengua, que escriben de atrás para adelante, que se citan mutuamente, se reproducen en antologías incomprensibles, y que logran que, al lado de ellos, Beckett parezca Tinelli.

Tanto el periodismo como la academia necesitan clasificar, ordenar, digerir y escupir por el recto los excrementos. El excremento es la literatura. Y nuestros problemas empezaron cuando nos vimos obligados a esconder la mierda. Ahí entramos en la cultura, las restrospectivas, Kuitca en el Malba, las mesas redondas, las ferias del libro, los suplementos de cultura, etc. La literatura es una imagen de pensamiento que nos impide escribir. Es un clishé dentro del mundo de los clishés. Y como clishé sólo sirve para deterner, estancar, enfermar. Un escritor sin público se plantea Tabarovsky como el escritor de izquierda. Pero ahí sigue la engañosa dualidad culposa del progresismo. Algo de lo que carece, por ejemplo, el peronismo. La derecha sabe lo que tiene que hacer con el poder. El progresismo ambiciona el poder pero utiliza cosméticos para que se le note poco. Y lo cierto es que uno escribe con alguien, en el medio de todos, cruzándose con estéticas y propuestas diferentes, ampliando su paleta de colores, se escribe inspirado por los que no escriben y sólo narran de manera oral, como en el sermón de la montaña. En cada bar, oficina, dormitorio o plaza, hay alguien relatando el gran sermón de la montaña, sólo hay que tener el oído atento y el estado de atención para hacerse escribir. Somos narraciones de la vida. Cuando el relato se estanca, nos enfermamos y morimos.

Siempre, en vez de Duchamp, Duchant. Y como le dijo Alí a Frazier después de una mutua golpiza descomunal: Joe, ¡ahora somos libres!

Hace poco se me rompió un zapato. No recordaba que existiera un zapatero cerca de mi casa. Igual salí a buscar uno. A las dos cuadras lo encontré. La zapatería era increíble. Había olor a cuero, la estufa estaba encendida y el cono de luz de la mesa de trabajo del zapatero inundaba todo con su calidez. El hombre tendría unos sesenta años y me dijo que estaba en esa cuadra desde hacía veinte, que había visto crecer a muchos de los chicos del barrio. Me llamó la atención que nunca había notado el negocio –pese a pasar seguido por ahí- hasta que lo necesité. Me di cuenta que el que hace bien su trabajo es invisible. Que no tiene que salir a buscar a nadie porque el que lo necesita llega. En la cultura de la exposición, la invisibilidad es un don.

En estos precisos momentos hay un escritor sin público de verdad. Se llama David Jerome Salinger. Según dicen, se pone un overol y dedica gran parte de sus mañanas a escribir historias de la familia Glass. Tiene ya cuatro libros en una caja fuerte. Está escribiendo una hagiografía.

Cuando Kurt Cobain alcanzó el nirvana y se pegó un tiro, su mejor amigo y compañero de grupo, leyó esto en su funeral: “Kurt tenía una ética arraigada en el pensamiento propio del punk rock: ningún grupo es especial, ningún músico es el rey. Si tenés una guitarra y mucha alma, meté ruido y tomátelo en serio, porque sos una super estrella. Tocá los tonos y los ritmos que son universales para toda la humanidad. La música. Vamos, utilizá la guitarra de tambor, descubrí un ritmo y dejá fluir tu corazón. Kurt nos hablaba al nivel del corazón”.

Dos sugerencias de las artes marciales:
Uno. No pasarse la vida quejándose de que el suplemento x es el verdugo de la lengua, que no te publica, que siempre publica a otros, etc. Hacer el medio que uno necesite para lo que se quiera decir. Y, en vez de utilizar una retórica de rechazo (“yo ahí no publico porque etcétera, etcétera”), aplicar la lógica del yudo: utilizar la fuerza del más fuerte. Hacerle trampas a los medios, utilizar su poder industrial de difusión para traficar información. Saber que estás en la Matrix, pero intentar que te sea funcional. ¡Nada de llorisqueos! Ya hemos repetido hasta el cansancio lo que dijo Rolando de hacerle trampas a la lengua, y lo que dijo Marcelo y sampleó Deleuze de que el escritor crea un lenguaje propio dentro de un lenguaje. Creemos los medios, utilicemos los medios que ya están, abandonemos esa estupidez de que alguien nos está haciendo algo, de que somos víctimas de la Prosa de Estado. Nadie le hace nada a nadie. O como le decía Don Juan a Castaneda: nadie le hace nada a un guerrero.

No le pidamos peras al olmo: el Papa no puede aprobar el aborto porque es el gerente de contenidos de la Iglesia Católica y labura de eso.

Dos. El kata es una combinación de posturas del karate de defensa y ataque. Es meditación en movimiento. Yo sé hacer dos. La Heian Shodan y la Heian Nidan. Me gusta eso, parecen servir para atacar y defenderse pero en la práctica sirven para meditar. Yo me armé una kata literaria: está compuesta por estos manifiestos a los que veo como movimientos para meditar y crecer, para producir vida.

1) La Carta a la Dictadura Militar, de Rodolfo Walsh.
2) El Escritor argentino y la tradición, de Borges.
3) El prólogo de Gombrowicz a la edición del Ferdidurke argentino.
4) El prólogo a Los Lanzallamas, de Roberto Arlt.

En karate existen muchas katas, creo que cada uno, a lo largo de su vida, debería armar las que se le canten.

Con la primavera llegó a mi vida un regalo de Dios que se llama Rita. Tiene tres meses. La otra noche estábamos en el parque y se puso a cavar un pozo, lo hacía con un convencimiento milenario, lo hacía con el corazón de la especie. De esa manera me gustaría escribir.