30 de enero de 2007

A dúo


Dicen que estos dos limados, frente a una gran concurrencia de público, cantaron juntos este tango.

22 de enero de 2007

Bajofondo bogotano

por miguel u
Después de almorzar en el barrio de La Candelaria, animado por las tres cervezas Club Colombia, a mi amigo Claudio M. se le ocurrió mostrarme los bajos fondos de Bogotá. Bajamos, literalmente, desde las laderas de las montañas por las calles coloniales, atravesamos la plaza Bolívar, donde está instalada la carpa de “el profe” que pide al gobierno que negocie la liberación de su hijo secuestrado hace años por las Farc, y ahí, a dos cuadras del Palacio de Justicia, a media cuadra del Palacio de Nariño, llegamos a la zona que antes se llamaba El Cartucho, y ahora llaman Parque Tercer Milenio.

No sé bien cómo describir esto. Es como si juntaras a dos mil fumadores de paco irrecuperables, al borde de la muerte, y los aglomeraras en un espacio de dos o tres cuadras. Me habían dicho que en El Cartucho sumergían cadáveres en tachos de ácido para hacerlos desaparecer, y que había velorios al aire libre de los que iban muriendo ahí mismo. Lo seguí a Claudio bastante inquieto. “Tú, fresco, Miguel”, me dijo, “no nos va a pasar nada”.

Pasamos frente a unos militares con ametralladora, con cara de “hasta aquí te protejo” y en una esquina entramos al tumulto. Traté de no hacer contacto visual, incluso traté de no mirar, pero no se podía. Aunque cerraras los ojos el lugar te entraba por la nariz, por el olor a mierda, a roña, a basura ácida. Y el ruido era como una superposición de súplicas roncas, de ofertas de venta de todas las pastas posibles, y ladridos y gemidos. Era un revuelto de perros y hombres y mujeres. Un revuelto gris porque la ropa y las caras y las manos y la basura y los charcos tenían todos un mismo color asfalto.

Íbamos abriéndonos paso entre los cirujas que nos querían vender o pedir o hablar, por una especie de pasillo que quedaba entre la gente tirada, fumando o dormida, unos arriba de los otros. Las melenas piojosas, primitivas. Un tipo apartó la lona de una carpa improvisada con maderas y frazadas y adentro había dos cogiendo (digo “dos” porque no sé bien qué vi). En medio de la gente tirada o sentada sobre basura, había un tipo parado, bien vestido, totalmente consumido, el portafolio entre las piernas y fumando una pipa, la cara congelada en una mueca de carcajada muda.

Cerré el paso sin levantar demasiado la vista, siguiendo de cerca la camisa roja que tenía puesta Claudio. Así llegamos a la esquina. Habia más espacio. Un edifico que parecia bombardeado. Un tipo cagando. Otro golpeando un tacho. Empezamos a salir de la zona y respiré aliviado. Cuando estábamos por cruzar la calle, dos tipos de pelo corto, ahí cerca, nos empezaron a mirar. Claudio me dijo “Espera que pasen estos”. Los dejamos pasar. Cruzaron y se nos quedaron mirando. Como veían que no cruzábamos, se fueron. Claudio dijo, Vamos, y después: Espero que no den la vuelta y se nos aparezcan allá más adelante. Yo ya estaba muy arrepentido del paco tour.

No pasó nada pero no sé si era realmente necesario meter el cuerpo ahí. Seguimos caminando por cuadras de talleres mecánicos; “desguazaderos”, dijo Claudio. Después una zona de travestis que asomaban de las puertas de hotelitos y almacenes. Unos con sombra de barba bogotana daban un poco de miedo, otros tenían mejor “lejos”, pero a la luz del sol los esfuerzos de la transformación perdían la eficacia. “Yo me iría yendo al hotel” le dije a Claudio, pero no me dejó, me dijo que faltaba lo mejor.

Después del barrio travesti, empezaba una zona donde había un puticlub al lado del otro y hotelitos donde estaban paradas las mujeres negras y morochas más inquietantes del planeta. “A ver si está Yolanda”, dijo Claudio, “quiero que la conozcas.” Algunas lo saludaban, se ve que conocían ya a este Cucurto colombiano. Él me presentaba “este es Miguel, mi amigo argentino”. Las chicas me sonreían. Seguíamos caminando. “Yolanda está todavía más buena. No sé dónde está” decia Claudio. Entramos a un puticlub medio cerrado, Claudio preguntó algo. No estaba. Había una pasarlea vacía, la música fuerte. Entramos a varios lugares, cada vez más concurridos. En la puerta, los tipos de la entrada nos palpaban de armas. Al final nos quedamos en uno. Sonaba una especie de porno salsa, llena de frases con fluídos y devórame y lléname de no sé qué. Muchas mujeres. Remiseros y taxistas sentados solos en mesitas atornilladas al suelo. Tipos embotados, sentados de a dos o tres, veinteañeros. Esos son sicarios, dijo Claudio siguiendo con el “miedo tour”. Podían ser, no sé.

Fui a mear. No encontraba el baño. Después descubrí que era una especie de macetro vacío, contra una pared de atrás, pero sin división con el resto del lugar. Se meaba ahí, contra unos azulejos por donde caía una catarata de agua, al lado de una escalera por donde bajaban mujeres. Claudio pidió un anisado o algo así. Después tomamos una ginebra que venía en vasitos de vidrio grueso. Me relajé contra el sillón. Bailaban chicas, en el caño. Hay como un modelo global de movimientos para bailarina de cabaret, un estilo cinematográfico o más bien televisivo que ya se instaló en el mundo entero. Habría que ver dónde empezó. Debe ser gringo, seguro.

Claudio le hizo señas a unas chicas que se acercaron. Les preguntó por Yolanda. No escuché qué dijeron. Una me miraba, me bailaba apenas, se reía supongo de mi cara de extraviado, de extrañado, de extra. Era una negra imposible, con una de esas minifaldas strech, que son como una banda horizontal y corpiño de bikini. Claudio les dijo que se sentaran. Como eran tres, dos se sentaron conmigo. Sus dos culos pesadísimos cayeron a la vez sobre el sillón y el aire acumulado del asiento me hizo dar un saltito. Me rodearon, me hablaban al oído a la vez. Querían una copa. Pedimos más ginebra. “Ahora viene Yolanda” gritaba Claudio por encima de la música.

En qué iba a derivar esto. Estoy con mi pasaporte encima, pensé, me tengo que ir hoy a la noche a Cartagena. Claudio le hablaba a la chica que estaba con él. Le hablaba al oído, la miraba a los ojos. Ella asentía, después le decía a él algo al oído. Se volvían a mirar. Sonreían. Me van a matar, pensé. El mozo que traía las copas me decía cosas que yo no entendía. Había que pagar. Fuimos a medias con Claudio, y él pidió más y tomamos más. Las dos chicas me hablaban al oído “Te vienes conmigo a las piezas” o “Tienes novia en argentina?”, una y una, de un lado y del otro, como le hacen con dos capotes los ayudantes del matador al toro que no termina de morirse. En un momento Claudio me miró y me gritó “Para llegar al paraíso hay que atravesar el infierno, Miguel”. Lo miré riéndose a carcajadas, con su barba y su camisa roja. Es el diablo, pensé, estoy con el diablo mismo. Y recién eran las cuatro de la tarde.

19 de enero de 2007

Entrevista a Selva Almada


Como decís en la contratapa, es cierto que el tema central de Una chica de provincia es la muerte, pero a la vez este no es para nada un libro oscuro. Quizá sí lo sea la última parte, pero los primeros dos -la infancia y la adolescencia- me parecen luminosos, llenos de sensualidad.

La muerte es un tema recurrente en el libro, pero es verdad que tiene un tono distinto en Niños y Chicas lindas. Supongo que tiene que ver con que estos son relatos de iniciación, de descubrimiento. Y los episodios de muerte están narrados desde el lugar de la curiosidad, del asombro. El libro prácticamente abre con un velorio, pero hay un clima festivo, de reunión social, de excusa para juntarse a beber, a charlar… tal vez porque el muerto es viejo y entonces es natural que se muera. Pero también el resto de las muertes que se cuentan en estas dos partes, que sí son muertes trágicas –el Buey Martén que se mata con su moto, el chancho-mascota, la nena atropellada en la ruta, la chica asesinada- en el relato se despojan del drama y prevalece la curiosidad. En familia es bien distinto, aquí hay un solo gran muerto que atraviesa todos los relatos y este muerto es un suicida y el suicidio siempre es algo oscuro y violento… la tragedia del suicida es algo inasible; provoca en los vivos incomodidad, vergüenza, culpa: ninguno de estos sentimientos puede ser luminoso.

Me interesó mucho lo que dijo Laiseca en la presentación, sobre el lenguaje, esa "manera de decir" que tenés, que hace además al universo particular del ambiente entrerriano. ¿Fuiste conciente de eso desde que empezaste a escribir o lo notaste más al venir a Buenos Aires?

Lo fui incorporando con el tiempo. Empecé a escribir ficción bastante tarde, alrededor de los veinte años. Bastante tarde comparándome con escritores que desde chicos saben que quieren ser escritores, digo. De chica me gustaba mucho leer y me destacaba en las composiciones escolares, pero nunca se me ocurrió ser escritora. Yo quería ser periodista. Me parecía que sólo en ese género valía la pena explotar esa “facilidad con las palabras” que mis profesoras de literatura decían que tenía. Por supuesto asociaba a la prensa escrita con un lugar de “verdad” y de “justicia” y entonces era una chica muy seria y preocupada por el mundo. Así que terminé el secundario y me metí en la facultad a estudiar comunicación social. Estuve tres años ahí y un buen día me di cuenta que los problemas del mundo ya no me interesaban tanto, que la mayoría de mis compañeros eran unos imbéciles que querían ser presentadores de noticias en tv y que yo no tenía nada que ver con todo eso. Y en esos tiempos la literatura se me presentó como el sitio más amable donde podía estar y empecé a escribir mis primeros relatos. Con esto iba a que esta “manera de decir” fue apareciendo con los años. Cuando empecé a escribir ficción todavía vivía en Entre Ríos y me daba pánico quedar ensartada en el “color local”, el paisajismo, el regionalismo… a todo eso lo asociaba con mala literatura. Entonces escribía relatos bien urbanos, con personajes bastante neutros. Después vine a vivir acá y conocí a Laiseca y estuve bastante tiempo escribiendo relatos fantásticos, allí empezó a aparecer cierto ambiente que me remitía a la provincia, ciertos mitos rurales que iban metiendo la cola en las historias, algunas palabras y modismos que ya no me hacían tanto ruido como antes, que encima funcionaban en lo que quería contar. Creo que sin darme mucha cuenta fui incorporando todas estas cosas que a él le llaman la atención en mi narrativa; sin querer me fui despojando del prejuicio de ser una escritora de provincias.

El libro tiene mucho de novela. Con una cosa curiosa: la voz narradora es distinguible, se asocia con vos en una primera persona en las dos primeras partes, pero en la tercera, en la parte más dura, de conflictos familiares, ese yo se vuelve medio invisible. Las cosas les suceden más a los otros, y la narradora se trasparenta. ¿Qué te parece que hay en ese distanciamiento? ¿Hay pudor, fue una distancia física, son episodios que vos viviste ya estando en Buenos Aires? ¿Qué pensás de lo autobiográfico o lo confesional que se está viendo en lo que se escribe hoy en día?

Me costó mucho escribir En familia y si no hubiese dado con esa distancia creo que no lo hubiese podido escribir. El primer relato de la serie que escribí es “Las fotos del hijo”. Fue un trabajo de taller. La consigna era reescribir “La pata de mono”… por esa función de disparador que tienen las consignas de taller, terminé escribiendo un relato sobre mi tío y su madre. Hacía quince años que no veía a mi tío y no pensaba nunca en él. Me gustó mucho cómo quedó el relato, la dimensión de personaje que había podido darles a dos personas de carne y hueso. Todavía no había empezado a escribir Niños. Había hecho un par de intentos y lo había abandonado. Quiero decir que no tenía práctica de lo autobiográfico, así que escribir una historia ficcionada sobre la relación de dos personas de mi familia, era medio una novedad y estaba bueno que funcionara como ficción. Dos semanas después de escribir este cuento, mi madre me llamó para decirme que mi tío se había pegado un tiro. Por supuesto, no fue un dato menor y tuve muchas fantasías sobre eso: escribir un cuento, de algún modo revivir, actualizar una parte de la vida de alguien a quien no veía desde hacía años, que pocos días después mi tío se mate para siempre, que nunca leería ese cuento, etcétera. “Las fotos…” quedó ahí mucho tiempo como un único relato con una carga bastante extraña. Mucho después me animé a escribir “El desapego es nuestra manera de querernos”, que parte del relato que me hace mi madre de cómo mi padre le dio la noticia de la muerte de su hermano. Cuando lo terminé y aunque recién retomé el proyecto un año y pico después, pensé que tenía que armarme de valor y escribir En familia. Juntar valor porque iba a ser arduo, porque es duro escarbar en las relaciones familiares, tratar de desentrañar por qué uno es cómo es, cuánto de eso que no nos gusta de nuestra familia está en nosotros. Y después, cuando empecé a escribirlo, empezó a pesarme por adelantado la mirada de los otros, concretamente de mi familia cuando leyera esos relatos. Muchas veces me sentí bastante cínica y odiosa. Supongo que la distancia que propone la voz narradora fue un mecanismo para permitirme seguir adelante. Como estar diciéndome todo el tiempo: esto es literatura, esto es literatura, esto es literatura.

Por otro lado también son los relatos más ficcionales de todo el libro. Yo ya vivía acá cuando el suicidio y cada relato se arma con ciertas cosas que mi madre me cuenta que pasaron a partir de eso, ciertos rasgos de mi familia que yo tomo para construir los personajes, las situaciones que imagino pueden haber sucedido… el suicidio de mi tío no es un tema de conversación en mi familia. Cuando mi abuelo y su mujer estaban vivos, porque no sabían que el hijo se les había muerto y era un secreto, algo en lo que ni siquiera había que pensar por temor a que se te escape en una charla. Ahora ellos también están muertos, mi abuelo murió hace unos meses; pero también ya pasó mucho tiempo desde el suicidio y cada uno tiene otros asuntos… no sé si alguna vez voy a saber qué le pasa a cada uno (sobre todo mi padre y mis tías) con eso.

Con respecto a la inclinación a lo autobiográfico de la narrativa actual, ya me tiene hinchada las pelotas! Es contradictorio que lo diga yo que escribí todo un libro acerca de eso, pero las modas siempre me aburren y cuando en un relato sólo está la anécdota personal, el ombligo del escritor en primer plano, no me interesa. Hasta me parece un poco perezoso: tipo, me encargan un relato para la próxima antología y entonces cuento lo que me pasó con mi noviecito de los trece, o cómo es mi barrio mientras paseo en bicicleta. Yo tengo un concepto tal vez demodé de qué es la literatura. Pasado de moda o tal vez demasiado pedestre: para mí la literatura es trabajo. Punto. Y los escritores que no laburan, que se piensan iluminados por algún rayo misterioso, no me interesan. Y en esta tendencia a lo confesional –en muchos casos- me parece que hay pocas ganas de laburar.

Están muy marcados los momentos de ese tríptico: el deslumbramiento y la amistad de la niñez; la curiosidad y el deseo, incluso la incertidumbre en la pre adolescencia; y el dolor, el silencio y el agobio familiar en la adultez. ¿Lo pensaste así como una estructura o fue algo que se fue sumando? Contame cómo fue el trabajo, cómo fue creciendo el libro y cuánto tiempo te llevó escribirlo.

Lo primero que escribí fue Niños que al principio era una serie de poemas (llegué a escribir dos solamente), lo abandoné mucho tiempo y cuando lo retomé ya fue en prosa. Me llevó bastante tiempo escribirlo porque me costó encontrarle el tono. Mientras iba escribiéndolo, empecé a pensar en una segunda parte que se iba a llamar Chicas lindas. Mi tío ya se había suicidado y también empecé a pensar en escribirlo y armar una trilogía. La idea era editar los tres por separado, aunque sólo edité Niños. Chicas lindas, al final, fue lo último que escribí. Y sí, creo que cada parte está narrada desde estos lugares que vos decís y fue bastante pensado que fuera así… lo de lo familiar creo que trasciende las etapas, para mí es un concepto (la familia) que hay que poner en crisis todo el tiempo.
Y sí, me llevó bastante. Terminé Niños y había escrito este par de cuentos de En familia que te dije, pero a escribir la serie recién empecé a fines del 2006; lo terminé este año que pasó. Lo que más rápido escribí fue Chicas lindas que me llevó un par de meses. Lo que pasa es que siempre me lleva mucho tiempo escribir, soy muy vueltera, corrijo mucho, hago muchísimos borradores del primer párrafo hasta que doy con eso que me gusta llamar “tono”, ahí arranco con un poco más de soltura.

Leí un poema tuyo que se llama Matemos a las Barbies, que acaba de salir en la antología Poetas Argentinas que editó Andi Nachon. A los autores que escriben tanto poesía como narrativa les suelen pedir que se definan, ¿son poetas o narradores? ¿Vos percibís esos dos registros como muy separados o te parece que están cerca? ¿Cómo interviene la poesía en tu prosa? ¿Qué poetas te interesan?

En realidad, yo creo que soy narradora. Me halagó mucho que Andi me incluya en la antología, que le guste este poema a ella que es una poeta muy buena.
Pienso que si hubiese nacido cerca del río, habría sido poeta. Pero me tocó nacer a 30 kilómetros del río más cercano! Tal vez esa sea la distancia entre lo que escribo y la poesía… una expresión de deseo.
Me gustan mucho Durand, Desiderio, López, Bellessi, Clara Muschietti… y este año que pasó tuve la dicha de conocer al maravilloso Osvaldo Bossi, “El muchacho de los helados” es el libro más conmovedor y demoledor que leí en mucho tiempo: Bossi me parece un enorme poeta.

¿Cómo te parece que te influyó esa vinculación con el mundo natural e incluso el pensamiento mágico en tu infancia? (Pienso en escenas como la de los chicos testigos de la matanza de Peludo, el chancho; o esa idea de que hay que quemar el pelo después de cortarlo porque si uno lo deja tirado por ahí se lo llevan los pájaros para hacer nidos y te da dolor de cabeza).

Creo que la infancia y los primeros años de la adolescencia son etapas de experiencia, de descubrimiento, importantes. Por supuesto me di cuenta muchísimo después, creo que cuando empecé a escribir sobre eso, cuando vine a vivir a Buenos Aires y me hice de amigos acá y nuestras infancias habían sido tan distintas, empecé a darle valor o a ver con otros ojos aquellos primeros años de mi vida y a incorporar ese mundo en los mundos que escribo… en los pueblos del interior el pensamiento mágico es parte de lo cotidiano, sobre todo lo era hace 30 años atrás y en familias como la mía o en barrios como el que me crié, de la periferia, de gente simple, obreros. Por ejemplo, de chicos nos llevaban al médico como a cualquier chico cuando nos enfermábamos, pero también íbamos al curandero. Había un curandero, Rodríguez, vivía en un rancho en las afueras del pueblo, era un tipo muy pobre y me daba bastante inquietud porque era un tipo raro, pero dos por tres íbamos a consultarlo por empachos o para que nos cure los parásitos y esas cosas. Mi mamá, que de grande terminó el secundario y se recibió de maestra, hasta el día de hoy sigue cortando las tormentas, por ejemplo. Es algo así: se arma un frente de tormenta y ella la corta clavando un hacha en la tierra, hace dos cortes en forma de cruz y en el segundo corte deja el hacha metida en el suelo, creo que lo repite tres veces, algo así: y te puedo asegurar, porque lo vi cientos de veces, que la tormenta se abre en el cielo y entonces es más suave… otra con el hacha es curar eccemas, que les llamamos “empeines” y supuestamente salen de andar mucho con gatos y perros: entonces dejás el hacha afuera toda la noche, para que le dé el rocío, y a la mañana apoyás el filo húmedo sobre el empeine y así se cura. Cosas así, siempre. Lo único que sí está muy mal visto en mi casa y se considera superchería absoluta es el “mal de ojo” y la “pata de cabra”: esas son creencias de gente bruta que vive en el conurbano bonaerense, dice mi madre!

¿Qué estás escribiendo? ¿Vas a reunir los poemas en libro?

Ahora estoy escribiendo un cuento por encargo, es sobre una chica que se enamora del crack del club de fútbol de un pueblo… y espero empezar pronto a trabajar en una novela. La protagonista es la madre de una amiga; es un laburo que, por lo menos antes de la escritura en sí, será conjunto con mi amiga que tiene que contarme un montón de cosas sobre su madre y su familia. Una mujer que manejó una curtiembre en Pompeya en los años 60 y 70, una jugadora empedernida, que murió el año pasado… realmente un personaje, con anécdotas muy divertidas, muy alocadas… una tipa que vivió como se le dio la gana.
No creo que vaya a editar poesía, hace mucho que no escribo nada. Pero con Julián López tenemos hace tiempo el proyecto de un libro juntos, que se va a llamar “Los iracundos”… tal vez con él me anime a entrarle a la poesía.

Traffic


Por Rodrigo (de Fideos con manteca)

Primero, primera. Apretando a fondo el acelerador para que arranque, porque tarda -es a gas la chata. Tratar de no pisar la bolsa de basura. Mirar para atrás y no pisar al tapicero, que es uruguayo, hincha de San Lorenzo, de panza como una bandera, que pregunta cosas de mi vida porque es un tipo cochinamente indiscreto: también su señora, y su hija, gordita quinceañera y trola, muy trola; y el hijo, que se parece a Ariel Ortega y se llama Ángel: con él jugaba a la pelota cuando era pibe, después se metió en cosas raras, cayó en cana y se enfiló cuando le llenó la panza de huesos a una rolinga –típico- burra de tetas grandes. Después pisar a fondo, para que inyecte bien el gas. Llegar a Moyano y mirar a los costados, a los dos, a pesar de que sea contramano, porque como dijo mi viejo, tengo que manejar por mí y por los demás; esquina, donde todos pasan rápido, que a veces cuando paso caminando me hace pensar –demasiado- que tendría que tirarme para que me atropelle un auto así recibo una indemnización, así tengo algo de plata, para no sé, irme a vivir, ponele, a La Pampa. Doblar en Misiones. Mirar para la otra mano, otra vez: hay una loma de burro y la gente se apura, y tratan de pasarse, y siempre se ponen en esa esquina; también yo me mandé en contramano, en una vuelta cuando estaba aprendiendo a manejar: venía por San Martín y lo vi a mi viejo que cruzaba la vía, y lo saludé, y me mandé sin querer, y casi choco. Pensar que allá a lo lejos, donde se ve la estación de servicio, vive Laura, la que me bailaba y cantaba Gilda en el curso. Cruzar la vía y pensar. Repetir varias veces: no mirar mucho a los costados porque los cachetazos de culos que se recibe cuando se pasa por Ciudad Jardín pueden ser peor que el alcohol al volante. Darle gas hasta la plaza del avión. Frenar cuando salen los autos del Norte, de donde a su vez salen las madres –de esas que dan ganas de hablarles de cerca, de manotearlas, de hacerles un hijo, aunque sea con un bocinazo o una grosería desde la ventanilla. Agarrar por Balbín –en Ciudad Jardín está la sede del UCR, como un chiste, en Tres de Febrero- hasta la Sevel, que ahora es Peugeot-Citroen, donde gran parte de los papás laburaban (cuando iba al colegio) hasta que los rajaron a todos cuando la cosa cambió de dueño, lo mismo con la Goodyear, en Hurligham, donde trabajaba el papá de Cristian, que tenía una Play Station, y la madre del Uruguay, que me hipercalentaba. Pasar por la casa de Julia, la minita que tenía el papá que era comunista (todavía en Ciudad Jardín), y que era un aparato de mogólica, evitada por los chicos y agraviada por las chicas, pero que para mí -que miro con cariño- tenía lindas gambas, como para dedicarle una paja de vez en cuando, siendo estéticamente incorrecto y totalmente vanguardista, experimentando. Doblar en Perón –resaca-, hasta la otra gomería. Escuchar a Miguel, cordobés de Moreno, sin tonada, que grita “¡qué haceeeeeeeeee amigo Rodrigo!”. Hacer que busco algo debajo del asiento. Mover un poco el brazo. Evitar todo movimiento brusco que me haga hacer algún tipo de fuerza. Pensar en cosas como “Raid”, “Pumper Nick”, “gota de agua”, “Kasparov”, “brea”, “legos”, “mi abuela”, “el trabajo en negro”, “Alfonsín”, “fideos al pesto”, esperar, esperar a que se me afloje la verga que la vengo arrastrando dura como una trompada desde Marconi.

15 de enero de 2007

Young Entrepreneur in Publishing

The British Council is looking for a new Young Entrepreneur in Publishing
IYPE is an exciting opportunity to engage with young entrepreneurs who are pushing forward publishing and to work with them on this and other British Council projects in future. The award seeks to identify and nurture this next generation of leaders in the local industry, supporting them in their promotion of the best in national creativity, and linking them with the UK at this key stage in their development.
British Council Argentina will select a candidate to participate in the International Young Publishing Entrepreneur (IYPE) Award 2008. The selected candidate will have the opportunity to do a 10-day tour of the UK publishing industry including meetings in London, Essex and Edinburgh, as well as participating in the London Book Fair. All costs will be covered by the British Council.
Candidates should be:
Aged between 25 and 35
Already working within the publishing industry in Argentina
Through their character, drive and abilities demonstrate their potential to be a future leader of the sector in their country
Able to communicate fluently in English.
The participant should not primarily be an academic, writer, author or poet.
Selection Process in Argentina
1. Interested candidates should complete the application form and send it via email to application@britishcouncil.org.ar no later than Thursday 31 January 2008 at 1600.
2. The short listing selection will be done on Friday 1 February and short listed candidates will be contacted on the same date to attend the interview.
3. Final interviews will be held at the British Council office on Monday 4 February 2008. The name of the selected candidate will be available from the British Council’s webpage as from 5 February.
Award
The winner of the International Young Publishing Entrepreneur Award 2008 will be announced at a ceremony at the London Book Fair. The prize comprises a financial reward of £7500 and a stand at the London Book Fair 2008.
For further information visit the British Council’s website or send your enquiry to application@britishcouncil.org.ar
Kind regards,
Cecilia Fernandez
Projects Manager
T + 54(0)11 4114 8600 (general)
T +54 (0)11 4114 8648 (directo)
BCTN 202 8648
F +54 (0)11 4114 8649
cecilia.fernandez@britishcouncil.org.ar

Accidentes

Lamberti cuenta una vida de Perfectos accidentes ridículos en tribunas, piletas del club, heladeras vacías, alambrados de canchas de paddle, techos, portones, caballos, perros, cuchillos...

11 de enero de 2007

Este viernes 12 de enero

A las 19 hs en el Jardín Botánico de la Ciudad de Buenos Aires, preguntale todo lo que quieras al gladiador de Celina, al flaneur del futbol 5, al animador de fogones a lo largo de la patria toda, al vendedor de objetos maravillosos, al cantante de la marcha peronista en los techos de los vagones que viajaban al sur cargados de mochileros místicos, Juan Diego Incardona.

10 de enero de 2007

Entrevista a Daniel Durand

por Pedro Mairal
De chico una vez en Entre Ríos saqué un pescado monstruoso, moteado, de aletas con púas que se abrían en abanicos. Es una vieja del agua, no se come, me dijeron y me lo hicieron tirar de vuelta al río. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de la ansiedad de las librerías, me topé con un libro que se llamaba "Vieja del agua". Era de Daniel Durand y hablaba de las vacaciones de su infancia cuando se quedaba sumergido en el río mirando una vieja del agua mientras afuera llovía y lo buscaban. Después conseguí "El cielo de Boedo" donde Durand, en el cuelgue de la flotación contemplativa, habla de los cielos cambiantes con sus desplazamientos de nubes. En el 2006 salió en la editorial Mansalva "El Estado y él se amaron", un volumen que reúne varios de sus libros de lo que él llama "El ciclo segoviano". Cuando hace unos meses Damián Riós me lo presentó a Durand en una lectura, le dije que aunque yo no era periodista tenía ganas de hacerle algunas preguntas. Me dijo que sí. Acá está el resultado.

4 de enero de 2007

La textura de lo real

“Una vuelve a recordar que era parte de aquella vida y de esta vida que volvía a vivirse. Una vuelve a sentarse en la mesa donde se había sentado, la misma silla que ahora parece más cómoda y gastada. Te acostás en tu cama compartida con tu amor tantas veces pero parece distinta. Lavás los platos con tus manos torpes porque te pasaste tantos años lavando vajillas y vasos de plástico y ahora el vidrio y la loza te parecen tan pesados y frágiles.”

(por Ramona Leiva, columna Vivir afuera escrita por personas que vuelven a sus casas después de pasar por la experiencia de la cárcel, en Fanzin 31, Ezeiza, dic 2006)

"Tampoco nunca nos habló de la guerra. Sus anécdotas eran vagas, divertidas. Historias sobre carreras de piojos entre los presos, sobre falanges de los dedos que le faltaban atribuidas a la erosión que le provocó jugar a las bolitas. Sólo una vez de grande lo escuché contar una historia de la guerra. Una mujer en agradecimiento le regaló una zanahoria, que él tuvo que machucar con una piedra para poder comer porque había perdido todos los dientes por el hambre". (por Tatiana)

Me obsesiona lo que tienen en común estas dos citas: la textura de lo real, los detalles que no se pueden inventar o que son difíciles de inventar (en este caso, la sensación torpe de las manos al volver a lavar cosas de vidrio después de años de cárcel; o tener que machucar una zanahoria para poder comerla porque uno perdió los dientes por el hambre). Observaciones muy puntuales de la experiencia. Actos personales, íntimos, de la vida cotidiana, pliegues del pensamiento o del recuerdo, detrás de los cuales se notan, se adivinan tragedias sociales enormes como la guerra entre países o la vida dentro del sistema carcelario. La verdad, la tragedia, parece salir a la luz a través de esos detalles que parecen casi insignificantes. Pero está toda la guerra ahí, todo el encierro.