por miguel u
Después de almorzar en el barrio de La Candelaria, animado por las tres cervezas Club Colombia, a mi amigo Claudio M. se le ocurrió mostrarme los bajos fondos de Bogotá. Bajamos, literalmente, desde las laderas de las montañas por las calles coloniales, atravesamos la plaza Bolívar, donde está instalada la carpa de “el profe” que pide al gobierno que negocie la liberación de su hijo secuestrado hace años por las Farc, y ahí, a dos cuadras del Palacio de Justicia, a media cuadra del Palacio de Nariño, llegamos a la zona que antes se llamaba El Cartucho, y ahora llaman Parque Tercer Milenio.
No sé bien cómo describir esto. Es como si juntaras a dos mil fumadores de paco irrecuperables, al borde de la muerte, y los aglomeraras en un espacio de dos o tres cuadras. Me habían dicho que en El Cartucho sumergían cadáveres en tachos de ácido para hacerlos desaparecer, y que había velorios al aire libre de los que iban muriendo ahí mismo. Lo seguí a Claudio bastante inquieto. “Tú, fresco, Miguel”, me dijo, “no nos va a pasar nada”.
Pasamos frente a unos militares con ametralladora, con cara de “hasta aquí te protejo” y en una esquina entramos al tumulto. Traté de no hacer contacto visual, incluso traté de no mirar, pero no se podía. Aunque cerraras los ojos el lugar te entraba por la nariz, por el olor a mierda, a roña, a basura ácida. Y el ruido era como una superposición de súplicas roncas, de ofertas de venta de todas las pastas posibles, y ladridos y gemidos. Era un revuelto de perros y hombres y mujeres. Un revuelto gris porque la ropa y las caras y las manos y la basura y los charcos tenían todos un mismo color asfalto.
Íbamos abriéndonos paso entre los cirujas que nos querían vender o pedir o hablar, por una especie de pasillo que quedaba entre la gente tirada, fumando o dormida, unos arriba de los otros. Las melenas piojosas, primitivas. Un tipo apartó la lona de una carpa improvisada con maderas y frazadas y adentro había dos cogiendo (digo “dos” porque no sé bien qué vi). En medio de la gente tirada o sentada sobre basura, había un tipo parado, bien vestido, totalmente consumido, el portafolio entre las piernas y fumando una pipa, la cara congelada en una mueca de carcajada muda.
Cerré el paso sin levantar demasiado la vista, siguiendo de cerca la camisa roja que tenía puesta Claudio. Así llegamos a la esquina. Habia más espacio. Un edifico que parecia bombardeado. Un tipo cagando. Otro golpeando un tacho. Empezamos a salir de la zona y respiré aliviado. Cuando estábamos por cruzar la calle, dos tipos de pelo corto, ahí cerca, nos empezaron a mirar. Claudio me dijo “Espera que pasen estos”. Los dejamos pasar. Cruzaron y se nos quedaron mirando. Como veían que no cruzábamos, se fueron. Claudio dijo, Vamos, y después: Espero que no den la vuelta y se nos aparezcan allá más adelante. Yo ya estaba muy arrepentido del paco tour.
No pasó nada pero no sé si era realmente necesario meter el cuerpo ahí. Seguimos caminando por cuadras de talleres mecánicos; “desguazaderos”, dijo Claudio. Después una zona de travestis que asomaban de las puertas de hotelitos y almacenes. Unos con sombra de barba bogotana daban un poco de miedo, otros tenían mejor “lejos”, pero a la luz del sol los esfuerzos de la transformación perdían la eficacia. “Yo me iría yendo al hotel” le dije a Claudio, pero no me dejó, me dijo que faltaba lo mejor.
Después del barrio travesti, empezaba una zona donde había un puticlub al lado del otro y hotelitos donde estaban paradas las mujeres negras y morochas más inquietantes del planeta. “A ver si está Yolanda”, dijo Claudio, “quiero que la conozcas.” Algunas lo saludaban, se ve que conocían ya a este Cucurto colombiano. Él me presentaba “este es Miguel, mi amigo argentino”. Las chicas me sonreían. Seguíamos caminando. “Yolanda está todavía más buena. No sé dónde está” decia Claudio. Entramos a un puticlub medio cerrado, Claudio preguntó algo. No estaba. Había una pasarlea vacía, la música fuerte. Entramos a varios lugares, cada vez más concurridos. En la puerta, los tipos de la entrada nos palpaban de armas. Al final nos quedamos en uno. Sonaba una especie de porno salsa, llena de frases con fluídos y devórame y lléname de no sé qué. Muchas mujeres. Remiseros y taxistas sentados solos en mesitas atornilladas al suelo. Tipos embotados, sentados de a dos o tres, veinteañeros. Esos son sicarios, dijo Claudio siguiendo con el “miedo tour”. Podían ser, no sé.
Fui a mear. No encontraba el baño. Después descubrí que era una especie de macetro vacío, contra una pared de atrás, pero sin división con el resto del lugar. Se meaba ahí, contra unos azulejos por donde caía una catarata de agua, al lado de una escalera por donde bajaban mujeres. Claudio pidió un anisado o algo así. Después tomamos una ginebra que venía en vasitos de vidrio grueso. Me relajé contra el sillón. Bailaban chicas, en el caño. Hay como un modelo global de movimientos para bailarina de cabaret, un estilo cinematográfico o más bien televisivo que ya se instaló en el mundo entero. Habría que ver dónde empezó. Debe ser gringo, seguro.
Claudio le hizo señas a unas chicas que se acercaron. Les preguntó por Yolanda. No escuché qué dijeron. Una me miraba, me bailaba apenas, se reía supongo de mi cara de extraviado, de extrañado, de extra. Era una negra imposible, con una de esas minifaldas strech, que son como una banda horizontal y corpiño de bikini. Claudio les dijo que se sentaran. Como eran tres, dos se sentaron conmigo. Sus dos culos pesadísimos cayeron a la vez sobre el sillón y el aire acumulado del asiento me hizo dar un saltito. Me rodearon, me hablaban al oído a la vez. Querían una copa. Pedimos más ginebra. “Ahora viene Yolanda” gritaba Claudio por encima de la música.
En qué iba a derivar esto. Estoy con mi pasaporte encima, pensé, me tengo que ir hoy a la noche a Cartagena. Claudio le hablaba a la chica que estaba con él. Le hablaba al oído, la miraba a los ojos. Ella asentía, después le decía a él algo al oído. Se volvían a mirar. Sonreían. Me van a matar, pensé. El mozo que traía las copas me decía cosas que yo no entendía. Había que pagar. Fuimos a medias con Claudio, y él pidió más y tomamos más. Las dos chicas me hablaban al oído “Te vienes conmigo a las piezas” o “Tienes novia en argentina?”, una y una, de un lado y del otro, como le hacen con dos capotes los ayudantes del matador al toro que no termina de morirse. En un momento Claudio me miró y me gritó “Para llegar al paraíso hay que atravesar el infierno, Miguel”. Lo miré riéndose a carcajadas, con su barba y su camisa roja. Es el diablo, pensé, estoy con el diablo mismo. Y recién eran las cuatro de la tarde.
No sé bien cómo describir esto. Es como si juntaras a dos mil fumadores de paco irrecuperables, al borde de la muerte, y los aglomeraras en un espacio de dos o tres cuadras. Me habían dicho que en El Cartucho sumergían cadáveres en tachos de ácido para hacerlos desaparecer, y que había velorios al aire libre de los que iban muriendo ahí mismo. Lo seguí a Claudio bastante inquieto. “Tú, fresco, Miguel”, me dijo, “no nos va a pasar nada”.
Pasamos frente a unos militares con ametralladora, con cara de “hasta aquí te protejo” y en una esquina entramos al tumulto. Traté de no hacer contacto visual, incluso traté de no mirar, pero no se podía. Aunque cerraras los ojos el lugar te entraba por la nariz, por el olor a mierda, a roña, a basura ácida. Y el ruido era como una superposición de súplicas roncas, de ofertas de venta de todas las pastas posibles, y ladridos y gemidos. Era un revuelto de perros y hombres y mujeres. Un revuelto gris porque la ropa y las caras y las manos y la basura y los charcos tenían todos un mismo color asfalto.
Íbamos abriéndonos paso entre los cirujas que nos querían vender o pedir o hablar, por una especie de pasillo que quedaba entre la gente tirada, fumando o dormida, unos arriba de los otros. Las melenas piojosas, primitivas. Un tipo apartó la lona de una carpa improvisada con maderas y frazadas y adentro había dos cogiendo (digo “dos” porque no sé bien qué vi). En medio de la gente tirada o sentada sobre basura, había un tipo parado, bien vestido, totalmente consumido, el portafolio entre las piernas y fumando una pipa, la cara congelada en una mueca de carcajada muda.
Cerré el paso sin levantar demasiado la vista, siguiendo de cerca la camisa roja que tenía puesta Claudio. Así llegamos a la esquina. Habia más espacio. Un edifico que parecia bombardeado. Un tipo cagando. Otro golpeando un tacho. Empezamos a salir de la zona y respiré aliviado. Cuando estábamos por cruzar la calle, dos tipos de pelo corto, ahí cerca, nos empezaron a mirar. Claudio me dijo “Espera que pasen estos”. Los dejamos pasar. Cruzaron y se nos quedaron mirando. Como veían que no cruzábamos, se fueron. Claudio dijo, Vamos, y después: Espero que no den la vuelta y se nos aparezcan allá más adelante. Yo ya estaba muy arrepentido del paco tour.
No pasó nada pero no sé si era realmente necesario meter el cuerpo ahí. Seguimos caminando por cuadras de talleres mecánicos; “desguazaderos”, dijo Claudio. Después una zona de travestis que asomaban de las puertas de hotelitos y almacenes. Unos con sombra de barba bogotana daban un poco de miedo, otros tenían mejor “lejos”, pero a la luz del sol los esfuerzos de la transformación perdían la eficacia. “Yo me iría yendo al hotel” le dije a Claudio, pero no me dejó, me dijo que faltaba lo mejor.
Después del barrio travesti, empezaba una zona donde había un puticlub al lado del otro y hotelitos donde estaban paradas las mujeres negras y morochas más inquietantes del planeta. “A ver si está Yolanda”, dijo Claudio, “quiero que la conozcas.” Algunas lo saludaban, se ve que conocían ya a este Cucurto colombiano. Él me presentaba “este es Miguel, mi amigo argentino”. Las chicas me sonreían. Seguíamos caminando. “Yolanda está todavía más buena. No sé dónde está” decia Claudio. Entramos a un puticlub medio cerrado, Claudio preguntó algo. No estaba. Había una pasarlea vacía, la música fuerte. Entramos a varios lugares, cada vez más concurridos. En la puerta, los tipos de la entrada nos palpaban de armas. Al final nos quedamos en uno. Sonaba una especie de porno salsa, llena de frases con fluídos y devórame y lléname de no sé qué. Muchas mujeres. Remiseros y taxistas sentados solos en mesitas atornilladas al suelo. Tipos embotados, sentados de a dos o tres, veinteañeros. Esos son sicarios, dijo Claudio siguiendo con el “miedo tour”. Podían ser, no sé.
Fui a mear. No encontraba el baño. Después descubrí que era una especie de macetro vacío, contra una pared de atrás, pero sin división con el resto del lugar. Se meaba ahí, contra unos azulejos por donde caía una catarata de agua, al lado de una escalera por donde bajaban mujeres. Claudio pidió un anisado o algo así. Después tomamos una ginebra que venía en vasitos de vidrio grueso. Me relajé contra el sillón. Bailaban chicas, en el caño. Hay como un modelo global de movimientos para bailarina de cabaret, un estilo cinematográfico o más bien televisivo que ya se instaló en el mundo entero. Habría que ver dónde empezó. Debe ser gringo, seguro.
Claudio le hizo señas a unas chicas que se acercaron. Les preguntó por Yolanda. No escuché qué dijeron. Una me miraba, me bailaba apenas, se reía supongo de mi cara de extraviado, de extrañado, de extra. Era una negra imposible, con una de esas minifaldas strech, que son como una banda horizontal y corpiño de bikini. Claudio les dijo que se sentaran. Como eran tres, dos se sentaron conmigo. Sus dos culos pesadísimos cayeron a la vez sobre el sillón y el aire acumulado del asiento me hizo dar un saltito. Me rodearon, me hablaban al oído a la vez. Querían una copa. Pedimos más ginebra. “Ahora viene Yolanda” gritaba Claudio por encima de la música.
En qué iba a derivar esto. Estoy con mi pasaporte encima, pensé, me tengo que ir hoy a la noche a Cartagena. Claudio le hablaba a la chica que estaba con él. Le hablaba al oído, la miraba a los ojos. Ella asentía, después le decía a él algo al oído. Se volvían a mirar. Sonreían. Me van a matar, pensé. El mozo que traía las copas me decía cosas que yo no entendía. Había que pagar. Fuimos a medias con Claudio, y él pidió más y tomamos más. Las dos chicas me hablaban al oído “Te vienes conmigo a las piezas” o “Tienes novia en argentina?”, una y una, de un lado y del otro, como le hacen con dos capotes los ayudantes del matador al toro que no termina de morirse. En un momento Claudio me miró y me gritó “Para llegar al paraíso hay que atravesar el infierno, Miguel”. Lo miré riéndose a carcajadas, con su barba y su camisa roja. Es el diablo, pensé, estoy con el diablo mismo. Y recién eran las cuatro de la tarde.