Pedro Mairal
La distancia entre las generaciones es insalvable. Creés que hablás cara a cara con tu hijo, pero te separan treinta años, estás a tres décadas de distancia de él, aunque lo estés mirando a los ojos. Los años son como kilómetros. La risa puede ser simultánea, pero él se ríe en su infancia y vos en tu adultez. Si tratás de pensar en tu propia infancia y sentís lo lejos que queda todo, esa decoloración de las fotos, el recuerdo borroneado, el eco al fondo del pasillo de la década en que naciste, la ropa extraña que se usaba, los peinados, los modelos de los autos, la publicidad de ese tiempo, la política, los dibujitos animados cuando faltabas al colegio, la televisión de entonces, allá lejos... Esa es la distancia a la que está tu hijo de vos, la perspectiva desde donde te mira. Está viviendo su infancia. Esto que sucede ahora, el kirchnerismo, los Wachiturros, YouTube, Cuevana, la crisis europea, Messi; todo eso no es la actualidad, es la infancia de él y de muchos, es decir, el pasado. Todo esto sucedió hace treinta años, cuando todavía había dos Beatles vivos que venían a tocar a la Argentina de vez en cuando. Tu hijo te llega al hombro, cierra ventanas de Internet cuando te acercás, te dice: “¿qué pasa, pa?” como esperando que despejes la zona, tiene sus propias claves, su propio tiempo, ya le empieza a incomodar cruzar la calle de la mano con vos. Dentro de poco va a empezar el secundario y va entrar en la nebulosa del sueño largo, la fiaca profunda, el estanque privado de su cuarto donde se va a sumergir, protegido por su música y su puerta.
Me acuerdo que, cuando empecé a ir a la facultad, mi padre todavía entraba a mi cuarto para saludarme a la mañana antes de irse a trabajar. Entraba como un terremoto. Petrus, me decía, se acercaba, me agarraba un pie y salía diciendo: ¡Día hábil, día hábil! Me agarraba un pie porque siempre le costó demostrar afecto físicamente; hacerme un cariño en la cabeza hubiera sido demasiado y ya más abajo todo era comprometido para su fobia física, demasiado cargado de tensión erótica, además en la penumbra no se sabe bien en qué posición está el que duerme, dónde tiene el brazo, el hombro, lo único que quedaba librado de toda duda era el pie, y en su apuro matinal mi pie sería seguramente lo que estaba más cerca de la puerta. Así que entraba de golpe, decía Petrus, me agarraba un pie y se alejaba diciendo “día hábil” porque yo iba a la facultad a la tarde y supongo que no le gustaba saber que iba a quedarme durmiendo toda la mañana. Un día me cansé de que me despertara y trabé la puerta. Temprano lo escuché acercarse con esas zancadas largas que heredé y que retumbaban en el suelo. Agarró el picaporte, pero no cedió; volvió a probar. Hizo una pausa. Yo me senté en la cama. Después escuché los pasos que se alejaban. Esa pausa me hizo arrepentirme de haberle cerrado. A partir de ese día y hasta que me fui a vivir solo, aunque nadie tocó jamás el tema, siempre dejé la puerta sin traba, pero él nunca más volvió a entrar a la mañana a saludarme.
Perfil, 26 de noviembre de 20011