Pedro Mairal
Pensemos en los distintos festejos del gol. El de Maradona, que corría hasta el borde de la cancha y, mirando a la tribuna, hacía ese salto alto con el brazo en pose de trompada contenida, y quedaba así como suspendido en el aire, como Astro Boy. Después en un Mundial el festejo se le deformó con la efedrina y vimos el grito a cámara, desencajado y rabioso, con algo de venganza.
Hay festejos espontáneos: el avioncito, la caída patinando de rodillas, la sacada de camiseta con revoleo, o ese otro que consiste en treparse al alambrado como un hincha más. Después están los festejos menos espontáneos: el gesto de acunar un bebé, los pasitos de samba brasileña, las vueltas carnero, y esos más elaborados, ensayados y odiosos del fútbol europeo: el goleador corre y se tira al pasto en pose de modelo, o el goleador simula que pesca un gran pez y los demás hacen toda la mímica, etcétera.
Lo habitual es que el goleador corra a buscar al que le hizo el pase, se abracen, salten, después lleguen otros miembros del equipo y se tiren encima, y se forme como una pirámide humana que se derrite y se desarma. En general le agarran la cabeza al goleador, con la mano en la nuca, lo aprietan contra la axila, con gran cariño lo protegen, lo esconden, y el goleador parece catar el desodorante de cada uno de los felices, hasta quedar caminando solo, con la sonrisa imborrable.
Cuando se festeja bien un gol, el yo del goleador se diluye en la felicidad colectiva. Su grito se suma al gran grito. Así festeja Messi, abrazado a los demás. Después da gracias al cielo. Los antipáticos festejos de Cristiano Ronaldo, en cambio, son puro yo, su ego lo hace señalarse el pecho, acá estoy yo, calma, calma, dice con la furia en las mejillas.
Perfil, 27 de abril de 2012