4 de junio de 2013

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por Fabián Casas

Hace ya muchos años, en un poema hermoso que se llama Zona, Guillaume Apollinaire decía: "Estoy cansado de este mundo nuevo". Lo curioso era que el yo que se quejaba de esa modernidad, lo hacía en un poema absolutamente nuevo. Tanto, que sólo unos pocos pudieron percibir su poder renovador en el momento histórico en el que fue publicado. No siempre somos contemporáneos de los hechos. Yo me incluyo entre los muchos que, de haberse encontrado con un mingitorio en una galería de arte, hubiesen meado adentro. Pero ahora estamos con el resultado puesto y sabemos que ese artefacto de Duchamp fue un objeto de ruptura radical. Lo cierto es que si uno se preocupa por informarse, por leer, por estudiar, puede saber, rápidamente, que Duchamp fue muchísimo más que ese mingitorio. Diríamos, como suelen hacerlo los pintores japoneses, que en el trazo de un artista, por más leve que sea, están concentrados todos sus años de estudio, sus experiencias, su vida misma. Acá hay dos cosas que debemos decir rápidamente: por un lado, que el arte es un sistema elitista, que es para pocos. Ni siquiera Adorno y toda su estructura marxista pudieron redimirlo para las clases populares. De todas formas, hay que decirlo, Adorno buscaba la verdad, la verificación de la alienación como modelo afirmativo de su filosofía. La otra cosa que surge es que en la vida cotidiana, las personas ya no tienen experiencia. Si no se tiene experiencia, no se tiene lenguaje, si no se tiene lenguaje lo único que queda parta refugiarnos es la ideología. Y la ideología es como una alacena: ese lugar que cuando uno lo abre sabe que ahí están ordenados los cuchillos, los platos, los vasos, nunca un mingitorio. La ideología sirve para que no pensemos, para que seamos pensados por los que ostentan el poder. Walter Benjamin decía algo muy hermoso: "Para Marx las revoluciones son las locomotoras de la historia universal. Pero quizá en realidad no sea así. Quizá las revoluciones son el momento en que la raza humana que viaja en ese tren empuña el freno de emergencia". Parece contradictorio que un filósofo marxista escriba algo así ¿no? Pero Benjamin y su amiguito Adorno se preocupaban por no comer comida enlatada, se preocupaban por hostigar al devenir de la historia, le miraban los calzoncillos sucios a Kant, a Luckács y a Heidegger. Y pensaban no en la dirección del status quo, sino a contrapelo de los hechos. El artista crea para sí mismo y en esa libertad individual está su aporte colectivo. Existe el fútbol para todos, pero no el arte para todos. Y el mundo nuevo, que agotó a Apollinaire, nos da, día a día, un menú sofisticado de invenciones: no hay vida en Marte pero hay vida virtual. Hace semanas hubo un hecho que ilustra las líneas antes citadas con la precisión didáctica de Plaza Sésamo. Diego Bianchi fue crucificado en las redes sociales porque al explicar una perfomance que él desarrollaba en Arte Ba, dijo que, más o menos, "las personas no queremos ver a los trapitos, los nigerianos que venden relojes". Bastaba ver el video donde él se explicaba para entender que Bianchi sólo se incluía en el relato de manera ingenua. Que podía haber sido políticamente correcto y decir "la gente no quiere ver a estos seres marginales", pero no lo hizo y rápidamente fue censurado por las buenas conciencias que siempre leen de manera literal, sin las inflexiones de la voz. Rápidamente el video se viralizó y la televisión lo replicó hasta el hartazgo como "Arte discriminador". A nadie se le ocurrió buscar quién era Diego Bianchi, cuál era su obra, en el marco de qué contexto se podía ubicar su trabajo estético y político. Si las personas ya no piensan, la televisión mucho menos. Cuando era chico, mis tíos mayores me solían hacer esta broma, me preguntaban ¿sabés el cuento de la buena pipa? Cuando yo respondía que no, ellos me replicaban: yo te pregunté si sabés el cuento de la buena pipa. Y así una y otra vez. No recuerdo otro juego de palabras cuyo remate sea más alienante que este. Casi como un relato kafkiano insertado en un acertijo infantil.