Pedro Mairal
Natalia trabajó un tiempo para
mí, como asistente. A veces la extraño. Era hermosa diciendo que
no, que mil disculpas pero Pedro está con muchos compromisos estos
meses y no va a poder asistir, que desde ya muchísimas gracias por
la invitación. Era hermosa con su tono de simpática porfiada,
reclamando pagos atrasados, transferencias demoradas, respuestas
editoriales. Siempre cordial y efectiva, diciendo lo que había que
decir, yendo al punto, sin evasivas ni preguntas tibias. Y sabía
exactamente lo que yo quería, lo que necesitaba. Sabía cuándo
hacerme de escudo protector frenando plomos, pedidos de prólogos,
manuscritos voladores que a veces me rodean en enjambre. Custodiaba
mis horas de escritura como el guardia en la bóveda de un banco. Me
hacía apagar el teléfono, desenchufar internet. Y sabía cuándo
volver a abrir el canal para que yo respondiera finalmente algún
mail, cuándo era de verdad importante que llamara yo mismo por
teléfono y diera la cara en alguna reunión.
La convoqué cuando se me estaba
yendo de las manos mi trabajo con los talleres de redacción para
abogados. Un día me di cuenta de que tenía que negociar un
honorario y la senté a ella a redactar la respuesta intransigente.
Surtió efecto. El curso duraba tanto, era para tantas personas y
costaba tanto. Punto. Sin disculpas ni ofensas ni compadradas. Noté
que lo hacía mucho mejor que yo: no le discutían ni le regateaban,
no le salían con extorsiones emocionales ni precios especiales para
amigos. Era perfecta Natalia, y ordenada. Y así contestaba los mails
(porque se manejaba solo por mail), con una elegancia de azafata
sueca.
Yo le abrí una casilla de correo
y empezó a responder: Hola Esteban, soy Natalia, la asistente de
Pedro Mairal. Quería recordarles que Pedro va a usar el cañón para
el powerpoint, porque tengo entendido que la última vez hubo
problemas con la conexión. Hola Constanza, soy Natalia, la asistente
de Pedro Mairal, con respecto a tu propuesta de aumentar a treinta el
número de alumnos en el curso de redacción, me temo que no es
posible, porque Pedro los hace participar a todos trabajando con
ejercicios y con más de quince personas se pierde la atención. En
todo caso no habría problema en hacer el curso para los otros quince
abogados los martes o los miércoles a la misma hora.
Era un placer patearle los temas
incómodos. Si alguien me llamaba con algún pedido les decía:
mandámelo por mail así se lo paso a Natalia, que ella sabe bien las
fechas. Así empezó. Después, cuando los compromisos de escritor se
me empezaron a acumular, la volví convocar. Ya había dejado de dar
el curso de redacción para abogados, pero se me juntaban mensajes
nuevos y extraños. Es difícil explicar la variedad de propuestas y
reclamos que puede llegar a recibir un autor. Invitaciones a
escuelas, estudiantes de comunicación que tienen que hacer una
entrevista y alguien les dijo que vos sos un tipo bastante abierto,
entrevistas presenciales en un bar, entrevistas por mail, entrevistas
por teléfono, ¿cómo empezó a escribir?, ¿qué autores fueron
influyentes en su formación de escritor?, ¿cómo ve la literatura
argentina actual?, ¿cómo cree que las nuevas tecnologías modifican
el modo en que se consume y producen los textos en la actualidad?,
gente que quiere tomar un café porque te leyó y tuvo mucha empatía
con un personaje que no sos vos, gente que no te conoce y quiere que
le presentes su libro, gente que te conoce y quiere que le presentes
su libro, invitaciones a leer en centros culturales, invitaciones a
congresos, propuestas para ser jurado de concursos de cuentos,
secretarias que piden tu dirección para enviarte la tonelada de
anillados que deben ser leídos en quince días, el fotógrafo que
llama urgente un año después de que fue hecha la entrevista para
hacer las fotos porque se publica la semana que viene, el hijo de
unos amigos que necesita ayuda con una monografía sobre El Quijote,
pedidos de artículos con temas pautados ¿por qué nos gustan las
mujeres maduras?, tesoreras de medios colombianos curtidas por la
indignación a distancia que postergan durante medio año un pago de
400 dólares, organizadoras de festivales que necesitan el pasaporte
escaneado, editores que están esperando los datos biográficos para
la antología, diseñadores que reclaman más pixeles para la foto de
solapa...
Pero Natalia no existe, nunca
existió. La inventé para que me ataje todos esos penales, y mande
los pelotazos para el lado correcto, y así poder escribir. Natalia,
la hermosa Natalia, atajaba muy bien y discernía. Sabía cuándo
decir que sí, que iba, que allí estaría, porque adivinaba mi
intención de aparecer en ese cocktail a emborracharme con amigos, y
sabía cuándo aceptar ir a esa escuela lejana porque había algo que
me caía bien en esos niños haciéndome preguntas inesperadas, y
cuándo tomar un trabajo porque la plata era necesaria para pagar el
arreglo de la humedad de la pared de mi casa, y cuándo comprometerme
con ese artículo sobre el tema que justo me había estado dando
vueltas por la cabeza los últimos meses. Ella me conocía mejor que
nadie. La asistente perfecta: superyoica, lacónica, invisible. No
faltaba nunca, no me cobraba nada, no comía, no lloraba en el baño.
Ahí estaba siempre con lanza y escudo para defenderme. Yo estaba un
poco enamorado de ella. Mi mujer de ese entonces le tenía celos,
incluso sabiendo que no existía. Le consulto a Natalia, le
contestaba yo cuando me preguntaba si el viernes a la noche podía ir
al cumpleaños de su tío.
Sólo ella sabía que Natalia era
inventada. O quizá algún amigo. Los demás no. Y era un placer leer
los mails que le contestaban: Hola Natalia, entiendo la situación,
espero que podamos contar con Pedro el año que viene, muchas gracias
por la respuesta. Estimada Natalia, no hay problema, podemos esperar
el artículo de Pedro unos días más. Natalia, el pago de Mairal
estará disponible a partir del viernes, perdón por las demoras. Yo
me dividía a la perfección: cuando era Natalia era ella, sentada
con la espalda derecha, el pelo atado atrás con una hebilla,
anteojos de secretaria, desapego profesional, eficacia, velocidad
resolutiva. No dudaba y despachaba los temas en diez minutos. Abría
la casilla y contestaba, tipeando rápido, sin faltas de ortografía,
poniendo acentos y mayúsculas, y luchando con una dulzura feroz
contra la burocracia del mundo. Después, cerraba la casilla y volvía
a ser yo, tomando mates lavados cada tres oraciones, todavía en
pijama a las 11 de la mañana, derretido en la silla frente al cursor
que titila al final del párrafo.
Me empezó a ir bien; Natalia me
abría y cerraba puertas, aceitaba mi costado profesional y, como las
invitaciones a congresos y festivales provocan más invitaciones a
congresos y festivales, empecé a viajar mucho, a figurar en listas
de autores jóvenes, a aterrizar en aeropuertos donde me esperaban
con el cartelito de mi nombre para subirme a unas combis suicidas
cargadas de gente con habilidad verbal. Natalia no viajaba conmigo.
Yo me acordaba a veces de ella en la euforia posterior al tercer
wisky, entre los brindis internacionales, a punto de derrapar feo
tras una poetisa yugoslava, y le decía está todo bien, ta todo
bien, y ella me recordaba con su exacta telepatía la entrevista de
la mañana siguiente a las ocho, y la mesa redonda diez y media, y la
visita al monasterio que se iba a poner difícil con la resaca que se
empezaba a vislumbrar. A veces le hacía caso, a veces no.
Una mañana horrible en Bogotá,
sentado frente a una computadora del lobby del hotel, bañado y
pálido y derrotado por el madrugón obligatorio del mundo cultural,
recibí un mail de Natalia. El corazón me bombeó de golpe la sangre
etílica. Mi asistente me decía: Querido Pedro, vos sabés que nunca
me meto en tus cosas, pero creo que estás descuidando tu escritura.
Espero que no te enojes por lo que te digo. Beso, Natalia. Me quedé
petrificado hasta que pensé que evidentemente yo había dejado sin
cerrar esa casilla en alguna computadora y alguien se había metido a
hacerme el chiste. Durante mucho tiempo estuve convencido de que fue
mi ex, pero ella siempre lo negó. No sé qué otra persona pudo
haber sido. A veces pienso que fue Natalia.
La despedí sin echarla. No la
volví a llamar. Redirigí los mails de su casilla a la mía y no
volvió a aparecer. Intenté asimilarla poco a poco, ser Natalia yo,
aprender a decir que no con mi propia cara, a desviar en mi nombre
las distracciones, pero nunca pude hacerlo tan bien como ella y al
final la avalancha de asuntos literarios que no tienen nada que ver
con la escritura me terminó tapando y me entregué de lleno a los
daikiris culturales mientras alguien habla de literatura allá al
fondo. La verdad es que la necesito de vuelta, pero no sé si va a
querer volver. La necesito para que me desenchufe el wifi de la vena
y me ate a la silla de escritor con su lazo de Mujer Maravilla.
"Maniobras de evasión", Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2015