Me dijo que le rompió la cabeza cuando iba en la bici. Ella iba con la espalda derechita como una tabla de planchar. Le gritó algo por piola, pero no lo escuchó. Se colgó mirando como quien mira a una hoja en blanco. La sacó a los dos días. Ella era la piba que laburaba en Tercera Docena, pero no tuvo que comerse más de media docena de empanadas; sólo un sábado, nada más que un sábado para ganársela. Yo estuve ahí con él y me reía también de las giladas que decía, campeón. Primero le dijo algo sobre el afiche de Tercera Docena -casi dos metros de afiche, luces de laboratorio- de un pibe que masticaba también una empanada. Él hacía gestos. Ella respondía. Se hablaban con la unidimencionalidad con la que un tipo entiende a una stripper que se saca la ropa, pero sin que corra el dinero. Después empezó a pasar todas las noches para acompañarla a la casa. Eso antes lo hacía la madre. Él tiene toda la pinta. La mina también es linda. Entonces se enamoraron. La madre un ángel.
Los vi en año nuevo abrazándose por el pasto sucio que bordea las vías, perdidos por los últimos cohetes y el gustito pastoso y de madrugada del vino y el asado; él en cuero, ella en todo él, únicos y tan hermosos que hasta parecían haber llegado varios días atrás, tal vez meses. Yo sentí escalofríos. Se besaban neoplatónicos pero por plebeyos y trabajadores eran serenos, luego agnósticos.
Después de casi dos meses, ese primero de enero, era la primera vez que hablábamos y estábamos tan felices y coloridos de vernos que quedamos en ir a un campamento que organizaba un amigo, un campamento en Córdoba con unas treinta personas del barrio.
Las parejas en el campamento se peleaban y parecían coches gasoleros largando humo negro por el caño de escape. Es fácil: basta con imaginar a dos o tres parejas lavando los platos, las manos de la novia en el detergente y el novio al lado sufriendo machista la lepra cotidiana, y otras tres parejas fingiendo estar en la película más cursi y cochina de toda la historia del cine. Ellos no. Ellos le sacaban el corazón, le exprimían el jugo a cada segundo. Mirarlos era imaginarse una ecuación matemática siendo narrada como un cuento por una voz grave y solemne, un tablero de ajedrez arrasado con sólo dos reyes jugando a darse mate o -tal vez más fácil, pero más injusto- escuchar un zumbido constante que no varía de tono ni de intensidad.
Supongamos que el que está tratando de entenderme es una de esas personas que se inclinan a imaginar este tipo de situaciones con explicaciones de dimensiones tímidamente bíblicas, anglicanas y posmodernas. Entonces estaría pensando que todo esto se trata nada más que de mormones, o de extraterrestres, o de idólatras satánicos, o de algún otro tipo de explicación fantástica que no vale la pena seguir ejemplificando. Para nada. Lo primero que hay que descartar es la religiosidad hiperbólica. Ellos explotaban como escopetazos pornosoft todas las noches y yo los escuchaba al lado y deliraba de risa o de algo parecido, pero no me los imaginaba pegándose pedazos del cuerpo con poxipol, cuando transpirados, se sentían rotos de tanto garchar. Tal vez esto hubiese sido lo que él o ella estarían pensando ahora si estuviesen escuchando lo que relato, y pensarlo así, más que confundir, ayuda a entender mejor lo que pasaba de especial con esa pareja.
Yo –fácil- delirando por esa curiosidad que me tiraba cada dos minutos todos los nervios de la médula y al mismo tiempo daba ganas de escupir. Al cuarto día de escuchar los disparos, me atreví a asomar la bochita por el nylon de la carpa de la pareja. Tanto me atreví que pude verlos -apenas cubiertos por una bolsa de dormir- a él arriba de ella moviéndose como si estuviese rompiendo adoquines, y a ella recibiéndolo y apretándolo y dando suspiros largos, con las piernas a lo alto y rígidas como un autoelevador. Miré por unos segundos hasta que alguien –el cobani del camping- me chifló y salí corriendo para el lado de mi carpa.
Al día siguiente todos estaban preocupados por los bolsos. Corrió la bola de que habían personas –lugareños, cordobeses que nos confundían con porteños- que venían desde la sierra a robar bolsos y billeteras. Con esto hay que sumar al amor del resto la paranoia que produce el aburrimiento y la mala leche. Estábamos como en Lost, pero con una dosis de Verano del 98’ que hacía que los días pasaran rengos uno empujando a otro.
Todos así, menos ellos –olímpicos-, que seguían encajando hasta el infinito.