Sobre la novela “Jill”, de Philip Larkin (1922-1985)
Qué pensarían de un tío viejo y solterón que se la pasa diciendo que los libros son pura mierda y que Picasso, Joyce y Miles Davis representan la enfermedad de nuestra civilización? ¿Y qué haríamos si descubrimos que en el cajón de la cómoda nuestro tío impresentable guardaba poemas hermosos que había escrito después de cenar y lavar los platos? Bueno, ese tío existió y se llamó Philip Larkin, tal vez el mayor poeta inglés posterior a Auden, si es que estos podios le sirven a alguien.
Larkin fue un filisteo conservador. Por lo cual tenía pocos amigos y pasó casi toda su vida trabajando como bibliotecario en la universidad de Hull. Solitario, describió su british way of life de esta manera: “Mi vida es tan simple como puedo. Trabajar todo el día. Cocinar, comer, lavar los platos, hablar por teléfono, beber, televisión por las noches. Casi nunca salgo. Supongo que todo el mundo procura ignorar el paso del tiempo: algunos hacen muchas cosas, están un año en California y en Japón el año siguiente, y después está lo que hago yo: hacer lo mismo exactamente todos los días y todos los años. Probablemente ninguna de las dos maneras sirva”. Como un gusano de seda de clase media, segregó unos pocos libros de poemas que hablan sobre la vida ordinaria sin ningún tipo de epifanía: una mujer que hojea su libro de fotos y mira su época de juventud, gente reunida en una iglesia o esperando la muerte en los pasillos de un hospital. Si uno no es un superhéroe, un movilero de CQC o una estrella del rock, puede comprender de qué habla la poesía de Philip Larkin: de la vida que llevamos entre el nacimiento y el ocaso. Por eso sorprendió que la publicación de sus poemas completos se volvieran un hit con casi treinta y cinco mil ejemplares vendidos a los dos meses de publicarse. Su poesía, casi toda traducida en España y que se consigue a veces en nuestro país, fue lo que le dio renombre en el mundo. Pero también escribió sobre jazz y recopiló en un libro sus artículos de diatribas constantes contra el free jazz (“esa estupidez”) y contra la experimentación musical que llegó con Miles Davis, Charlie Parker y John Coltrane. Larkin detestaba la vanguardia porque abría una grieta insalvable entre el artista y el público y que llevó, según sus palabras, a que se “hayan pintado retratos con ambos ojos en el mismo lado de la nariz o escrito novelas caóticas donde los personajes se sientan en cubos de basura”. Larkin sólo quería tener algo para decir y poder contarlo de manera bella y sencilla. Ya muy joven, a los veinte años, escribió Jill (1946), su primera novela, ahora reeditada en nuestro país. Este relato clásico que cuenta la iniciación de un joven en los claustros del Oxford de la Segunda Guerra Mundial, es una buena introducción al mundo de Larkin, una especie de punk verdadero, ya que desde joven lo acosaba la idea de ningún futuro, encarnado en ese momento en las bombas alemanas y posteriormente en la brevedad de nuestras vidas.
“Cuando me gradué, en 1943, sabía que no podía alistarme porque me habían declarado no apto, ni enseñar porque tartamudeaba, y en el servicio civil me rechazaron dos veces, de modo que pensé que no tenía nada que hacer así que me quedé en casa y escribí Jill”. Larkin fue amigo de Kingsley Amis –el papá del “uruguayo” Martin– y de John Wain, con quienes formó un grupo poético conocido como The Movement, que impactó en la poesía inglesa de los 50. A ambos escritores los había conocido en Oxford. Y es esta casa de estudios el escenario donde se narra el calvario que sufre el joven John Kemp –un alter ego de Larkin– cuando tiene que, becado, dejar su pueblo y a sus padres para ingresar en un colegio tradicional. La novela está escrita –como buena parte de su poesía– en una tercera persona bastante intensa, esas terceras personas que siguen al héroe como el defensor al delantero cuando se viene un corner. Una tercera persona que nos involucra en toda la estructura de la novela, en cada uno de los personajes que desfilan por ella: Christofer Warner, el compañero de pieza salvaje y engreído, o el profesor Crouch, que decide que Kemp es su alumno más brillante para después aburrirse de él y dejarlo casi de lado para casarse y emigrar. Kemp es un perdedor. Tímido e irresoluto, no logra que lo acepten entre el grupo de amigos que se la pasa tomando cervezas de bar en bar. Entonces, decide crear una chica imaginaria a la que le escribirá cartas. La llama Jill. Y la va macerando nítida en su cerebro a medida que la fragilidad de su vida social se vuelve evidente. A nadie le interesa estar con Kemp salvo que lo utilicen para pedirle plata o algún favor ocasional. Uno ha conocido muchos de estos Kemp a lo largo de su vida, uno ha sido el mismísimo Kemp buscando favores entre la gente que nos cae simpática y recibiendo a cambio una patada en el culo. Por eso nos mimetizamos con su destino –Larkin trabaja con maestría esta sección del relato–, esperando que algo o alguien le cambie la cara y el rumbo a ese loser abominable. Entonces aparece Jill. La chica que él había inventado sale de su mente y se pasea por la calle. Es de carne y hueso. Y peor aún, Jill es la prima de la novia del compañero de habitación de Kemp. El encuentro es inevitable. Kemp la aborda en un colectivo. Titubea, se ruboriza, no puede soltar palabra.
Paremos acá. Quiero contar algo que me pasó cuando iba leyendo este pasaje central del relato. Me acordé de Délfor Medina, un actor amigo de mi viejo que terminó teniendo una heladería por Congreso y presentando bandas de garage. Hace muchos años, él pasó una temporada en la costa con mi familia, de vacaciones. Délfor era un hombre alto y musculoso, tanto que en el ambiente le decían “el grandote”. Ese verano –yo tenía doce años– solíamos ir todos a playas alejadas. Y fue en una de esas tardes cuando el grandote se decidió a aleccionarme sobre las mujeres. Me dijo que la pinta era lo de menos. Que, textual, “si uno tiraba un buen bocadillo, caía la princesa de Mónaco”. Me acuerdo perfecto de esa frase que se volvió como un axioma. Cuando lo vi a mi hermano más chico le conté lo que me había dicho Délfor: que no había que preocuparse por la pinta, que un buen bocadillo podía con todo. Rápidamente entre mis amigos del barrio empezó a circular la buena nueva de “el bocadillo de Délfor”. En una escena clave de Belleza americana, la película de Sam Mendes, un freak que persigue a una chica está mirando un video que él mismo filmó y donde una bolsa de papel posesionada por el viento se mueve de un lado a otro y él, en estado hipnótico, le dice a la muchacha lo que reamente ve en esa imagen: la soledad del mundo, la belleza abandonada de la vida, etc, etc, todos bocadillos de Délfor que se clavan en el corazón de la niña quien, impresionada, sólo atina a agarrar la mano del chico que hasta segundos atrás le parecía un pelmazo. Larkin también debe haber tenido la redención del bocadillo de Délfor. De hecho, su segundo libro de poemas –The Less Deceived– está dedicado a Mónica Jones, una mujer de hermosura demoledora que fue su pareja y que aparece en una foto de su biografía que alguna vez vi en una mesa de saldos en Londres. ¿Habrá podido Kemp con Jill? ¿Largó al final el bocadillo de Délfor? La respuesta, amigos, está soplando en el viento.
(Publicado en Perfil, Cultura, domingo 13 de abril.)
Qué pensarían de un tío viejo y solterón que se la pasa diciendo que los libros son pura mierda y que Picasso, Joyce y Miles Davis representan la enfermedad de nuestra civilización? ¿Y qué haríamos si descubrimos que en el cajón de la cómoda nuestro tío impresentable guardaba poemas hermosos que había escrito después de cenar y lavar los platos? Bueno, ese tío existió y se llamó Philip Larkin, tal vez el mayor poeta inglés posterior a Auden, si es que estos podios le sirven a alguien.
Larkin fue un filisteo conservador. Por lo cual tenía pocos amigos y pasó casi toda su vida trabajando como bibliotecario en la universidad de Hull. Solitario, describió su british way of life de esta manera: “Mi vida es tan simple como puedo. Trabajar todo el día. Cocinar, comer, lavar los platos, hablar por teléfono, beber, televisión por las noches. Casi nunca salgo. Supongo que todo el mundo procura ignorar el paso del tiempo: algunos hacen muchas cosas, están un año en California y en Japón el año siguiente, y después está lo que hago yo: hacer lo mismo exactamente todos los días y todos los años. Probablemente ninguna de las dos maneras sirva”. Como un gusano de seda de clase media, segregó unos pocos libros de poemas que hablan sobre la vida ordinaria sin ningún tipo de epifanía: una mujer que hojea su libro de fotos y mira su época de juventud, gente reunida en una iglesia o esperando la muerte en los pasillos de un hospital. Si uno no es un superhéroe, un movilero de CQC o una estrella del rock, puede comprender de qué habla la poesía de Philip Larkin: de la vida que llevamos entre el nacimiento y el ocaso. Por eso sorprendió que la publicación de sus poemas completos se volvieran un hit con casi treinta y cinco mil ejemplares vendidos a los dos meses de publicarse. Su poesía, casi toda traducida en España y que se consigue a veces en nuestro país, fue lo que le dio renombre en el mundo. Pero también escribió sobre jazz y recopiló en un libro sus artículos de diatribas constantes contra el free jazz (“esa estupidez”) y contra la experimentación musical que llegó con Miles Davis, Charlie Parker y John Coltrane. Larkin detestaba la vanguardia porque abría una grieta insalvable entre el artista y el público y que llevó, según sus palabras, a que se “hayan pintado retratos con ambos ojos en el mismo lado de la nariz o escrito novelas caóticas donde los personajes se sientan en cubos de basura”. Larkin sólo quería tener algo para decir y poder contarlo de manera bella y sencilla. Ya muy joven, a los veinte años, escribió Jill (1946), su primera novela, ahora reeditada en nuestro país. Este relato clásico que cuenta la iniciación de un joven en los claustros del Oxford de la Segunda Guerra Mundial, es una buena introducción al mundo de Larkin, una especie de punk verdadero, ya que desde joven lo acosaba la idea de ningún futuro, encarnado en ese momento en las bombas alemanas y posteriormente en la brevedad de nuestras vidas.
“Cuando me gradué, en 1943, sabía que no podía alistarme porque me habían declarado no apto, ni enseñar porque tartamudeaba, y en el servicio civil me rechazaron dos veces, de modo que pensé que no tenía nada que hacer así que me quedé en casa y escribí Jill”. Larkin fue amigo de Kingsley Amis –el papá del “uruguayo” Martin– y de John Wain, con quienes formó un grupo poético conocido como The Movement, que impactó en la poesía inglesa de los 50. A ambos escritores los había conocido en Oxford. Y es esta casa de estudios el escenario donde se narra el calvario que sufre el joven John Kemp –un alter ego de Larkin– cuando tiene que, becado, dejar su pueblo y a sus padres para ingresar en un colegio tradicional. La novela está escrita –como buena parte de su poesía– en una tercera persona bastante intensa, esas terceras personas que siguen al héroe como el defensor al delantero cuando se viene un corner. Una tercera persona que nos involucra en toda la estructura de la novela, en cada uno de los personajes que desfilan por ella: Christofer Warner, el compañero de pieza salvaje y engreído, o el profesor Crouch, que decide que Kemp es su alumno más brillante para después aburrirse de él y dejarlo casi de lado para casarse y emigrar. Kemp es un perdedor. Tímido e irresoluto, no logra que lo acepten entre el grupo de amigos que se la pasa tomando cervezas de bar en bar. Entonces, decide crear una chica imaginaria a la que le escribirá cartas. La llama Jill. Y la va macerando nítida en su cerebro a medida que la fragilidad de su vida social se vuelve evidente. A nadie le interesa estar con Kemp salvo que lo utilicen para pedirle plata o algún favor ocasional. Uno ha conocido muchos de estos Kemp a lo largo de su vida, uno ha sido el mismísimo Kemp buscando favores entre la gente que nos cae simpática y recibiendo a cambio una patada en el culo. Por eso nos mimetizamos con su destino –Larkin trabaja con maestría esta sección del relato–, esperando que algo o alguien le cambie la cara y el rumbo a ese loser abominable. Entonces aparece Jill. La chica que él había inventado sale de su mente y se pasea por la calle. Es de carne y hueso. Y peor aún, Jill es la prima de la novia del compañero de habitación de Kemp. El encuentro es inevitable. Kemp la aborda en un colectivo. Titubea, se ruboriza, no puede soltar palabra.
Paremos acá. Quiero contar algo que me pasó cuando iba leyendo este pasaje central del relato. Me acordé de Délfor Medina, un actor amigo de mi viejo que terminó teniendo una heladería por Congreso y presentando bandas de garage. Hace muchos años, él pasó una temporada en la costa con mi familia, de vacaciones. Délfor era un hombre alto y musculoso, tanto que en el ambiente le decían “el grandote”. Ese verano –yo tenía doce años– solíamos ir todos a playas alejadas. Y fue en una de esas tardes cuando el grandote se decidió a aleccionarme sobre las mujeres. Me dijo que la pinta era lo de menos. Que, textual, “si uno tiraba un buen bocadillo, caía la princesa de Mónaco”. Me acuerdo perfecto de esa frase que se volvió como un axioma. Cuando lo vi a mi hermano más chico le conté lo que me había dicho Délfor: que no había que preocuparse por la pinta, que un buen bocadillo podía con todo. Rápidamente entre mis amigos del barrio empezó a circular la buena nueva de “el bocadillo de Délfor”. En una escena clave de Belleza americana, la película de Sam Mendes, un freak que persigue a una chica está mirando un video que él mismo filmó y donde una bolsa de papel posesionada por el viento se mueve de un lado a otro y él, en estado hipnótico, le dice a la muchacha lo que reamente ve en esa imagen: la soledad del mundo, la belleza abandonada de la vida, etc, etc, todos bocadillos de Délfor que se clavan en el corazón de la niña quien, impresionada, sólo atina a agarrar la mano del chico que hasta segundos atrás le parecía un pelmazo. Larkin también debe haber tenido la redención del bocadillo de Délfor. De hecho, su segundo libro de poemas –The Less Deceived– está dedicado a Mónica Jones, una mujer de hermosura demoledora que fue su pareja y que aparece en una foto de su biografía que alguna vez vi en una mesa de saldos en Londres. ¿Habrá podido Kemp con Jill? ¿Largó al final el bocadillo de Délfor? La respuesta, amigos, está soplando en el viento.
(Publicado en Perfil, Cultura, domingo 13 de abril.)