18 de mayo de 2007

Putas llorando

por Eduardo Halfon


Yo estaba enamorado de Nastassja Kinski. Un amigo la tenía desplegada sobre su cama, semidesnuda y abrazando horizontalmente a una enorme pitón. Recuerdo pensar que había algo de inútil en su pose, algo de ambiguo entre morir en las fauces de la serpiente y al mismo tiempo ser penetrada en un tenebroso e inefable acto sexual. Nastassja Kinski. Yo estaba enamorado hasta de su nombre y, sentado en la orilla de la cama de mi amigo mientras la miraba hacia arriba en todo su erótico esplendor, lo solía pronunciar con mi mejor y más claro acento alemán, despacio, quedito, alargando las sílabas hasta que perdiesen todo significado, como un derviche canta sus plegarias, supongo. Casi toda mi adolescencia estuve perdidamente enamorado de Nastassja Kinski hasta que conocí a Dulcinea y aprendí que el amor no existe.
El prostíbulo se llamaba (quizás se llama, no estoy seguro si aún existe pero me gustaría creer que ya no) El Puente, o por lo menos así le decían, ya que estaba ubicado justo debajo de un puente cerca del Estadio Mateo Flores.
Habíamos ahorrado con Mejía suficiente plata durante casi un mes. No recuerdo mucho de él ni cómo terminamos yendo juntos, quizás fue porque todos los demás ya habían ido o porque vivíamos en el mismo vecindario o simplemente porque así sucedió, vaya uno a saber. Éramos amigos, pero no íntimos. Tres cosas recuerdo muy bien de Mejía. Uno: fue el primero entre todos nosotros en tener que rasurarse el bigote. Dos: tenía un tucán de mascota. Y tres: no discutía, jamás, como si de alguna manera aceptase que nadie, incluyéndolo a él, sabía nada de nada. Algunos le decían Mortadela pero nunca entendí por qué. La cuestión es que decidimos ir juntos y en un tecolote de arcilla echábamos todas las monedas de cinco y diez y veinticinco centavos que nos sobraban del recreo de media mañana, para poder llegar cada uno a la mágica cifra de diez quetzales (un dólar y medio en esos días) que nos había dicho el hermano mayor de Mejía que costaba una vuelta. Esa palabra usó, vuelta, como si se tratara de un carrusel o de una montaña rusa.
―Cinco pesos si quieren sólo una mamada, muchachos, quince pesos si quieren dos vueltas ―nos dijo sentados los tres hasta atrás del bus del colegio y juro que con sólo imaginármelo tuve que poner mis cuadernos sobre el regazo para esconder mi tremenda erección, o bueno, tan tremenda como puede ser a esa edad. Más tarde me explicó Mejía qué era eso de una o dos vueltas.
Al final, rompimos la alcancía y tuve que venderle a no sé qué compañero un par de postales de los futbolistas de la Naranja Mecánica para completar el dinero, con todo y el quetzal de viáticos que necesitaríamos entre los dos.
Era un martes. Decidimos con Mejía que yendo un martes habría menos clientela, pero no recuerdo por qué. Así razonan los niños. Después del colegio tomamos un par de camionetas, él sabía cuáles, hasta que la última nos dejó enfrente del estadio nacional que lleva el nombre (ladinizado, por supuesto, ya que las autoridades de la época consideraron que un nombre indígena no sería muy apropiado para un héroe nacional) del único guatemalteco que ha ganado la maratón de Boston, y quien ahora, a pesar de tener su propio estadio, trabaja de caddie en una cancha de golf. Recuerdo que, al bajarnos, el conductor nos siseó burgueses de mierda o algo por el estilo. Mejía iba enfrente de mí y se detuvo en el último escalón, sin darse vuelta, por supuesto, hasta que yo lo empujé y entonces dio un brinco hacia afuera y comenzó a lanzarle insultos al tipo, pero el ruido de la camioneta era ya escandaloso. Caminamos un par de cuadras medio perdidos, buscando ingenuamente algún rótulo o letrero de bienvenida. Nos tuvimos que detener ante una tienda de esquina para pedirle direcciones a un viejito que al hablar fruncía el ceño y cerraba los ojos, como si tuviese un dolor de cabeza. Mejía entró. Yo esperé afuera, pensando en todo tipo de cosas y viendo cómo el viejo detrás del mostrador le sonreía con travesura a mi amigo, o al menos eso percibí yo.
Parecía una residencia normal, el burdel. No sé por qué esperaba ver siquiera una bombilla roja o un cartel de neón con mujeres en pelota. Tocamos la puerta (no había timbre) y, tras abrirse una pequeña ventana, apareció el rostro de una señora bajita y regordeta y con una estrella de oro o de plata incrustada en el diente. Apenas llegaba a la ventanilla. Yo me quedé callado. No estaba del todo seguro de cómo proceder, si había que decirle algunas palabras secretas como «ábrete sésamo» o «el tren oriundo de Marburgo está retrasado». Mejía me empujó y, serio, directo, le dijo a la señora:
―Queremos coger.
Me sentí orgulloso de ser su amigo.
Ella se nos quedó viendo con una mirada que más me pareció la de un detective consternado que la de una puta, y debo admitir que brevemente pensé en salir corriendo y no detenerme por nada en el mundo hasta llegar a mi casa y pedirle perdón a mi mamá. Extraño, pero eso pensé.
―Esperen un tantito ―y cerró la ventanilla.
Podíamos escuchar bisbiseos del otro lado del portón, gritos, tacones y de repente, a lo lejos, un poco de música.
―Leo Dan ―me dijo Mejía, pero era evidente que ni él ni yo sabíamos quién diablos era Leo Dan.
―Sólo eso escuchan las putas ―nos había prevenido el hermano mayor de Mejía―. Prepárense, patojos, porque a las putas les fascinan las canciones de ese tipo. Cantarlas, bailarlas y con un poco de suerte hasta las verán llorar con Leo Dan.
Qué imagen, pensé maravillado. Putas llorando.
Algunos carros transitaron y sentí un poco de vergüenza. Le pregunté a Mejía qué haríamos si no nos dejaban entrar, pero él no me escuchó o no quiso contestarme. Se abrió el portón.
―Pásenle, muchachos ―y de inmediato se esfumó toda mi pena.
Era un corto y angosto pasillo con tres puertas del lado derecho. Olía a crema de manos. Cuatro o cinco putas estaban sentadas en unas sillas de plástico verde alineadas contra la pared del lado izquierdo, cuchicheando entre ellas y sonriéndonos sin ganas. Un bufé, le quise susurrar a Mejía pero me quedé callado. Todas eran ya viejas y aguadas y se parecían a las señoras que hacían la limpieza en los baños y pasillos del colegio. Menos una. Recuerdo que me sorprendí al ver que en la última silla estaba sentada una negra, pero negra africana podría decirse, y hoy se me ocurre que tal vez no era una puta o que tal vez ni siquiera estaba allí y sólo me la estoy imaginando. Peculiar, la memoria. Una de ellas me tomó del brazo y estaba pidiéndome que me sentara sobre su regazo. La ignoré. En la pared tenían colgado un póster de una rubia con pechos enormes reclinada sobre un Ferrari, como para incentivarnos un poco, supongo. Una niña de quizás ocho o nueve años, descalza y demasiado flaca, barría con una enorme escoba mientras las putas iban levantando los pies para abrirle paso. Mamita, le decían. De pie, al fondo del pasillo, un tipo chaparro y barrigudo que parecía vaquero nos miraba serio mientras le daba pequeños sorbos a su cerveza. Supuse que era un cliente y que tendríamos que aguardar nuestro turno, pero igual pudo haber sido el dueño o el proxeneta. Jamás supe y jamás nos quitó la mirada de encima. La señora gorda con la estrella incrustada en el diente nos estaba preguntando algo o pidiendo algo, no le entendía, pues entre mi incontrolable excitación sexual y el fuerte impulso que tenía de vomitar, no podía prestarle atención.
Sin dudarlo, Mejía abordó a la que estaba más cerca de nosotros, una morena alta con el pelo teñido de amarillo ocre. Le murmuró no sé qué y luego, tras lanzarme una mirada que pudo haber sido de triunfo o de pavor, depende, desapareció con ella tras una de las puertas.
Yo seguía de pie. Pensé en pedir una cerveza. Pensé en preguntar si la rubia del Ferrari estaba por ahí. Pensé en sentarme en el lugar que había desocupado la morena de Mejía, pero no sabía si esas sillas estaban reservadas sólo para putas. Pensé en seguirle los pasos a mi amigo y escoger a una, en fin, qué remedio, poco importaba cuál. Pensé que en cualquier momento se pondrían a cantar con Leo Dan y yo muy bien gracias con los brazos cruzados y diez pesos entre el bolsillo.
A los pocos minutos, que quizás debido al escrutinio del vaquero a mí más me parecieron horas, salió de otro de los cuartos una jovencita, o por lo menos no tan vieja como las que seguían sentadas. Tenía el pelo negro negrísimo, las piernas tostadas y un ligero bigotillo sobre el labio superior. Quisiera recordar su rostro. No sabía balancearse muy bien en tacones y estaba haciendo todo lo posible por disimular sus pechitos. Me sonrió. Me recordó a la sirvienta de mi abuela. La tenía justo enfrente y no sé cómo logré balbucearle:
―Quiero una vuelta con usted.
―¿Y qué chingados es eso de una vuelta, mi rey? ―dijo aún sonriendo, pero no entendí si con soberbia o ironía.
―Una vuelta, de diez pesos.
Las otras putas se rieron. El vaquero no. Ella abrió de nuevo la misma puerta por donde recién había salido y me franqueó el paso.
―Órale, canche ―y aún no sé por qué me dijo canche.
Una bombilla colgaba del techo. Había un pequeño catre con sobrefunda rosada, una mesita para colocar encima mi ropa, un rollo de papel higiénico, una palangana de plástico llena de agua y quizás un metro cuadrado de alfombra en donde pararnos. Las paredes estaban adornadas con recortes y afiches, pero no recuerdo de qué.
Ella se desvistió como si estuviera sola. Eso me gustó. Me pidió el dinero. Se lo traté de dar pero me explicó que tenía que dejarlo sobre la mesa y que ella lo guardaría más tarde. Le pregunté su nombre. Me dijo que le podía decir Dulcinea, pero no entendí si ese era su nombre o su apodo de oficio, puesto que el hermano de Mejía nos había dicho que todas adoptan un nombre de puta, un alias de puta, como Orquídea o Gálaxy. Ella me empezó a hablar de no sé qué cosas, pero yo estaba distraído viéndole su copete negro de vellos púbicos y un par de enormes pezones redondos que me parecieron demasiado morados. Me preguntó si tenía novia y le describí a Natassja Kinski, con todo y pitón. No se quitó los tacones. Tambaleándose, se me acercó y sentí de pronto un fuerte olor que me hizo pensar en un tipo medio janano que nos solía bajar los cocos de las palmeras cuando vacacionábamos en la casa del puerto, pero quien, hacía unos años, se había ahogado en el mar. Buen tipo.
―¿Querés que yo te desvista, mi rey? ―pero ya estaba arrodillada y bajándome los pantalones y quitándome de un solo la playera.
No sé por qué en ese momento, aún en calzoncillos, le dije con voz trémula que me gustaba la música de Leo Dan. Ella no dijo nada, sólo me bajó los calzoncillos y soltó un suspiro, o tal vez no. Puso la palangana por mis pies y tomó el rollo de papel higiénico que yacía sobre la cama.
―Tengo que revisarte la chenquita ―y la dejé, pese a que no estaba del todo seguro qué andaba buscando.
Le dio al menos quince vueltas al papel higiénico alrededor de su mano, agarró mi pene erguido y, con su otra mano hecha un pequeño guacal, recogió agua de la palangana y me salpicó y sobó y pulió con brusquedad y juro que para mí ese goce hubiera sido ya suficiente.
―Bien limpiecito, mi rey.
Se puso de pie y me empujó hacia la cama. Sentado en el borde, me quité los zapatos y pantalones pero me dio no sé qué quedarme descalzo y decidí dejarme bien puestos los calcetines.
―Ahoritita estoy contigo ―me dijo y yo pensé que algo monumental estaba a punto de suceder, pero no sucedió nada, sólo tiró el papel higiénico al basurero, se acostó con sus tacones al aire, me jaló hacia ella y soltó un medio gemido―. Por allí no, mi rey. Tranquilo. No te alterés. Dámela, yo te enseño dónde.
Recuerdo su respiración con olor a tabaco. Recuerdo sus lamentos de placer, fingido o no. Recuerdo que no duró mucho ni me complació tanto, como un trozo de chocolate muy desabrido pero que de igual forma es un trozo de chocolate. Hay recuerdos que no duelen tanto.


***


(cuento perteneciente al volumen "Siete minutos de desasosiego", Editorial Panamericana)