13 de noviembre de 2006

El cuarto de las abejas


por María del Carril

Fue la última en llegar, la sexta en irse. Llegó acompañada de Baby, su amiga y dama de compañía, su sombra marrón y ronca. Baby saludó estruendosamente desde la puerta, donde se detuvo para que todo se detuviera en honor a Rosie recién llegada. Una vez suscitado el saludo de la multitud indistinta, entraron. Cada paso duró una eternidad, Baby acomodando el suyo siempre al de Rosie, sonriendo a un lado y a otro con orgullo y emoción, como si acompañara a su muñeca a cuerda en una difícil prueba. Rosie caminaba erguida y lenta, mientras un ángel inexistente lanzaba desde lo alto pétalos tornasolados. Todos habían callado al verla llegar, enteramente de blanco, y ahora contemplaban el lánguido y ancestral desfile de Rosie con sus ojos grises cautivados por un fuego invisible.
Eligió el sillón verde frente al gran tapiz de la cacería, con el perro de fauces abiertas en lo alto del monte, y se sentó casi como si no pesara. Sus nietos se acercaron a saludarla en resignada fila. Ella dejó su mejilla derecha al ultraje, al roce de pieles blandas, de pieles batracias, de huesos y carnosidades, de mandíbulas y pómulos, de pelos secos, húmedos y mojados, con olor a shampoo o a colegio. El asco le provocó un finísimo quejido de abeja moribunda que nadie oyó, y tuvo que apretar un poco más la cartera sobre su falda. Después se acercaron sus hijos y sus nueras, y otras personas que entrevió como si fueran manchas de color y voces que se abalanzaban sobre ella, oliendo a vino y a empanadas. A Mari, que la saludó de lejos con un gesto servicial, la vio impecable en su uniforme azul, incomprensiblemente sonriente, como si fuera ella la de la torta de cumpleaños. Pero no la saludó. La dejó pasar con su bandeja de plata y su incomprensible sonrisa, y su cuartito al fondo, detrás del lavadero, con olor a ropa recién planchada.
Cumplido el deber, su forzada corte se disiparía, todos volverían a sus charlas y a sus posiciones. Alguien se quedaría con ella, tras una breve vacilación, con aire desamparado. Ahora vendría su mujer a rescatarlo, a adherirse, a decir pavadas, a impedir el encuentro mineral entre madre e hijo. A Enriquito lo vio crecido, con la voz cambiada, parecido a su padre; lo vio también huir de ella después de pisarle el pie, como si no la conociera. A Fernando lo vio gordo como un sapo, y profetizó para él una vida solitaria en el campo y algún hijo en el pueblo. Alguien andaba por ahí en camisón, no recordaba su nombre, de quién era hija. Parecía un monito. De su nieta mayor se avergonzó; de su vestido de playa, de sus rodillas, de sus brazos y de sus pechos estriados. Cuando se sentó junto a ella, Rosie tuvo que fijar la vista en el perro de fauces abiertas, anticipando la sangre en la creciente oscuridad del monte, hasta hacerla volver al abrazo del marido de apellido impronunciable. Sus nietas menores se habían agrupado al pie de la chimenea. Todas igualitas. Los pelos largos como yeguas, la misma ropa. Hablaban y se reían y fumaban y atendían sus teléfonos plateados. Grandes vulgares flores, tallos vigorosos, brutas y derrochadas, ya verían.
Alguien la observaría de reojo, con miedo a cruzar miradas; alguien esperaría en vano ser visto y comandado; alguien se preguntaría cómo habría llegado a estar tan perfectamente vestida, en virtud de qué sacrificios y contorsiones, con su pelo rubio, su traje inmaculado, sus medias que dejaban entrever el laberinto de venas turquesa, sus zapatos color perla. Alguien la recordaría nadando en el mar a la última hora, cuando ya no quedaba nadie, con su gorra naranja para no mojarse el pelo, nunca del todo sumergida en su nado lento y continuo de pez anfibio. Alguien recordaría el incómodo privilegio de haber sido convidada con algunas almendras, un día muy frío hacía muchos años, en el cuarto del fondo; de recibir en la mano esas tres almendras como si fueran de oro, siendo en ese mismo momento la primera en saber que en el cuarto de su abuela no había panales de abejas, que sus padres y sus tíos lo habían inventado para mantenerlos siempre lejos.
Cuando Rosie sacó el espejito de su cartera, todos sucumbieron a la tentación de espiarla. Con trémula mano, pasó el rouge por sus labios finos como tajos, dejando ver una vez más la completa noche de su boca. Algunos volverían a conjeturar: está rayando en la locura, no tolera un implante porque está demasiado vieja, es un llamado de atención, quizás una forma de crueldad. Sus hijos no aludirían al hecho.
Baby agarró a la cumpleañera, la hizo girar tres veces, la soltó y se quedó en medio del living, aplaudiendo. “¡Viva, viva!” Sabía que si llegaba a tomar un solo vaso de whisky, le cortarían una pierna. Ya se lo había dicho el médico, ya lo había desoído. Las luces del comedor se apagaron. La mujer del hijo menor de Rosie llevaba la torta. La luz de las velitas iluminaba su cara larga y descolorida, sus ojos cansados ya antes de nacer. Baby se quedó con Rosie, pero su cantó se oyó por encima de todos y sólo fue apagado al final por un ataque de tos que ahogó entre arcadas y manotazos de agua en el baño de visitas. Tirón de orejas, tirón de orejas –pensó Rosie estirando el cuello para ver un poco más–, nadie le tira las orejas a esta chica.
Los invitados volvieron a desparramarse, cada cual con su plato de torta. Padre, madre e hija se sacaban una foto para sumar al álbum del tedio y las celebraciones. “¡Foto con la abuela, foto con la abuela!”, gritó Baby al volver del baño. Rosie se enderezó para admitir ante todos el cuerpo de su nieta. Aplaudan, aplaudan nomás. La mano de la cumpleañera fue envuelta por la mano de nutria de su abuela. Por favor que no sonría, pensó alguien, pero el pedido no fue atendido. Baby le llevó a Rosie un pedazo de torta de cumpleaños, que permanecería intacto, y una copa de champagne donde quedarían marcadas dos líneas rosa de rouge y donde flotarían, al final de la noche, algunas cenizas. Alguien se sentó a su lado, le habló de médicos y de sanatorios y de la primera comunión de no sé quién en quince días en una capilla en no sé dónde. Ahí estaban sus cuatro hijos, cuatro pájaros graves, altos, hablando entre ellos y con algunos más, todos menos el quinto, el que había pasado por debajo del alambrado una mañana en que nadie lo vio reptar hacia la pileta y caer.
Se escuchaba la carcajada de Baby en el balcón. Su vozarrón y su tos. Era su momento para sí misma, su descanso y su fiesta, su permiso para fumar un cigarrillo, para tomar un poco de whisky detrás de alguna planta, algo para contarle a Rosie antes de que se durmiera, blanca y rígida en su camisón, habiendo deplorado todo, apoyada en su almohada de cristal, coronada de orquídeas, con la falsa beatitud de una torta de frutillas.

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