por Fabián Casas
El nombre de Carlos Castaneda lo escuché por primera vez en un aula de la facultad de Filosofía y Letras. Estaba en un teórico repleto del profesor que daba Introducción a la Antropología. El hombre –bajo, entusiasta, muy buen orador- discurría sobre su tema cuando fue interrumpido por un psicobolche que le preguntó qué opinaba sobre los libros de Castaneda. El profesor pareció perder la postura, hizo silencio y, después, largó una diatriba encendida sobre lo que él consideraba un chiste, una estafa que estaba muy lejos de la ciencia antropológica. Castaneda, nos quedó claro a todos, era un farsante que ponía nervioso a los antropólogos que no comulgaban con sus métodos de trabajo. ¿Pero cuál era su famoso sistema? Yo en ese entonces no sabía nada del aprendiz de brujo.
El nombre de Carlos Castaneda lo escuché por primera vez en un aula de la facultad de Filosofía y Letras. Estaba en un teórico repleto del profesor que daba Introducción a la Antropología. El hombre –bajo, entusiasta, muy buen orador- discurría sobre su tema cuando fue interrumpido por un psicobolche que le preguntó qué opinaba sobre los libros de Castaneda. El profesor pareció perder la postura, hizo silencio y, después, largó una diatriba encendida sobre lo que él consideraba un chiste, una estafa que estaba muy lejos de la ciencia antropológica. Castaneda, nos quedó claro a todos, era un farsante que ponía nervioso a los antropólogos que no comulgaban con sus métodos de trabajo. ¿Pero cuál era su famoso sistema? Yo en ese entonces no sabía nada del aprendiz de brujo.
La segunda vez que escuché hablar de Carlos Castaneda fue en la casa de un matrimonio amigo. Era una pareja joven, de buen pasar económico debido a algún dinero que habían heredado de los padres. Vivían en un piso grande de Palermo y durante los fines de semana vendían artesanías en una feria donde yo también tenía un puesto. Esta gente tenía marcados intereses espirituales. Es decir, no sólo no querían morir –como todo el mundo- sino que querían encontrarle algún sentido a la existencia. Un sentido trascendente. Una tarde, el macho de la pareja –al que llamaré Gustavo- se quedó dormido en un sofá mientras los demás charlábamos y tomábamos café. Su mujer –a la que llamaré Amanda- nos hizo reparar en la posición en la que Gustavo se había quedado dormido. Era una enseñanza de los brujos del desierto de Sonora, era, más específicamente, algo que le había enseñado Don Juan a Carlos Castaneda. Todos nos quedamos mirando el cuerpo de Gustavo. Estaba tirado boca abajo, con los brazos extendidos a los costados, y las manos cerradas, pero sin llegar a convertirse en puños. “Por ahí”, decía Amanda, “por las yemas de los dedos que tocan apenas las palmas de las manos, pasa la energía y él se recarga mientras duerme”.
Carlos Castaneda empezó su carrera hacia la fama mundial matriculándose en la UCLA para estudiar antropología. Donde se dedicó a investigar el valor medicinal de determinadas plantas utilizadas por los indios mexicanos. Parece que es verdad que viajó al desierto mexicano varias veces en su trabajo de campo, y que obtuvo información de algunos informantes de las comunidades indígenas de la zona. La tesis de grado que escribió para coronar su licenciatura fue publicada –después de muchas idas y vueltas- por la editorial universitaria de California. Se llamó “The Teachings of Don Juan, a Yaqui Way of Knowledge”. En el libro se narra –mediante charlas socráticas delirantes - la aventura del joven “Carlos”, quien se acerca a un indio yaqui, “Don Juan”, para que lo instruya en el estudio de las plantas psicotrópicas. Lo cierto es que el indio lo tomó como aprendiz y le propuso que se convirtiera en un hombre de conocimiento, en un brujo. A través del aprendizaje de Carlos, los lectores de todo el mundo descubrieron una cultura esotérica que los indios americanos se vieron obligados a esconder cuando fueron sometidos por el invasor español. Convertirse en cuervo y volar, hablar con un coyote luminoso en medio del desierto, desaparecer, crear un doble o estar en muchos lados al mismo tiempo, son algunas de las hazañas que “soporta” el aprendiz de brujo. Siempre oscilando entre el terror y el humor. Ya que su maestro es un hombre que suele matarse de risa cada vez que Carlos es sometido a pruebas –mediante el uso de plantas alucinógenas o no- para expandir su percepción del mundo. Fue el libro de cabecera de los psicodélicos sesenta. Republicado por Simon and Shuster, impactó en toda una generación que estaba en busca del amor libre y las drogas que expandieran las puertas de la imaginación. Mochileros de todo el mundo, droguetas y demás salieron a buscar a los desiertos de México al mítico Don Juan. Castaneda entonces publicó un segundo libro –y otro y otro-, vendió millones, se convirtió en un gurú, construyó un mito en torno suyo ( no se dejaba fotografiar, nadie sabía dónde vivía, había eliminado –como le enseñó el maestro- su historia personal ( se separó de su mujer, abandonó a su hijo adoptivo, dejó de ver a su grupo de amigos) y, lisa y llanamente, desapareció. O casi. Hace poco se supo, después de su muerte, que Castaneda –quien se había autoproclamado el último Nagual- había formado una secta. Según sus enseñanzas, cuando llega la hora, el Nagual arde interiormente y, en vez de morir, pasa a otra dimensión. Pero cuando se le apareció Caronte, el cuerpo pesado de Castaneda no ardió interiormente, sino que crepó en su cama de un cáncer de hígado. Sus discípulas más cercanas –las brujas que él protegía y que formaban la jerarquía principal de la secta- desaparecieron y, se presume, se suicidaron. Un libro de Amy Wallace “Aprendiz de bruja, mi vida con Carlos Castaneda” narra por dentro y de manera cruel el fin del hombre que sólo buscaba, según sus propias palabras “ser un guerrero, un hombre de conocimiento”. Estas cosas le suelen pasar a los tipos que edifican una catedral con sus obsesiones. Pienso en Lacan, ya viejo, rodeado de los juguetes con los cuales construía los nudos borromeos, tratando de encontrarle una vuelta matemática a la eternidad, mientras que los discípulos de sus grupos de estudio se suicidaban.
Pero una cosa es el hombre y lo que éste hace con su vida y otra cosa son los libros que escribe. Y en los primeros cuatro que Castaneda publicó hay gran poesía –como bien lo señaló Octavio Paz en el prólogo a Las enseñanzas de Don Juan- . Así que, tratando de ser un antropólogo, Castaneda se convirtió en un poeta. Veremos por qué.
Como Castaneda inició sus escritos bajo la apariencia de un estudio de campo, la polémica estalló rápidamente. El centro de la discusión se puso en sí era cierto lo que Carlos informaba o si era un fraude. Algo de lo que nadie se animaría a acusar a Dostoievski, por ejemplo. Para mí la cosa es bien clara. Creo que los libros de Carlos Castaneda –si bien recojen parte de la experiencia vital de sus incursiones en el desierto mexicano buscando informantes- son pura ficción. Castaneda es un novelista extraordinario. Como Dostoievski o Conrad, nos transmite su visión del mundo a través de imágenes y palabras que se vuelven inolvidables. No se trata de estar de acuerdo con lo que dice, se trata de percibir la fuerza de lo que se expresa como algo que nos perturba y nos pone en estado de perpetua pregunta. Samuel Beckett se maravillaba –cuando descubrió a Schopenhauer- de poder leer a un filósofo que escribía como un poeta. Detrás de la obra de Beckett o de Kafka, vibra la presión de un postura filosófica no sistemática. Con la de Carlos Castaneda pasa lo mismo. Ahora las historias de los hombres están compartimentadas en géneros que son estudiados por especialistas, pero antes la filosofía, la poesía y los relatos religiosos se mezclaban en una única fuente.
¿De qué habla la saga de Don Juan? De la trágica y maravillosa cosa que es ser un hombre y la inevitable soledad que a veces implica vivir de manera impecable. Para Don Juan, convertirse en un hombre de conocimiento supone una larga ordalía. Eliminar la historia personal, despojarse de los afectos, volverse inaccesible y aprender a parar el mundo. Detener el diálogo interno para, finalmente, poder “ver”. Un brujo –le explica Don Juan a Carlos- ve que los hombres son huevos luminosos y que de su vientre salen hebras de luz que lo conectan con todas las cosas. En el mundo según Don Juan, nada pasa porque sí. El viento puede ser un aliado, la aparición de un cuervo, un augurio. El planeta se vuelve un lugar oscuro y peligroso, más intenso y vital. Y la muerte es nuestra compañera “siempre a la izquierda, a un brazo de distancia”, lista para tocarnos.
La habilidad narrativa de Castaneda hace que todo este bagaje de conceptos no resulte una estupidez pedagógica de un manual new age. Por el contrario, la lectura se vuelve –a medida que pasan los libros- intensa, adictiva. Don Juan es un personaje notable: se ríe rodando por el suelo, se tira pedos, hace chistes y, de golpe, también puede inspirar terror. Castaneda logra que el lector se indentifique con el personaje de Carlos. Mira a través de sus ojos. Carlos es inocente, medio estúpido, siempre sometiendo todo lo que ve a la bendita razón. Hasta que, superado por los acontecimientos, rompe a llorar o, literalmente, se caga encima. William Burroughs le dijo una vez a un periodista: “¿Por qué Don Juan no me eligió a mí en vez de al idiota de Carlos?”.
De manera que ahí están esas gloriosas escenas del aprendiz de brujo fabricándose un trampa para “cazar poder” en medio del desierto o luchando contra el doble de Don Juan, quien trata de engañarlo para matarlo. O la magnificencia de Don Genaro, el otro hechicero que aparece como contrapartida de Don Juan, una especie de Patoruzú condenado a la soledad de estar siempre “viajando hacia Ixtlán”.
Los dos primeros libros de la saga “Las enseñanzas de Don Juan y Una realidad aparte”, narran –entre otras cosas- la práctica de ingerir plantas alucinógenas para desprenderse del mundo glosado según los patrones occidentales. Don Juan derriba las estructuras mentales de Castaneda para introducirlo en una nueva forma de estar en el mundo. Para eso, le dice, es necesario que logre “detener el diálogo interno, lo que hace que el mundo sea lo que es para nosotros”. Escuchen:
-Durante años he tratado de vivir de acuerdo a sus enseñanzas –dije- por lo visto no he sabido hacerlo. ¿Cómo puedo mejorar ahora?
-Piensas y hablas demasiado . Debes dejar de hablar contigo mismo.
-¿Qué quiere usted decir, Don Juan?
- Hablas demasiado contigo mismo. No eres único en eso. Cada uno de nosotros lo hace. Sostenemos una conversación interna. Piensa en eso. ¿Qué es lo que siempre haces cuando estás solo?
-Hablo conmigo mismo.
-¿De qué te hablas?
-No sé, de cualquier cosa, supongo.
- Te voy a decir de qué nos hablamos. Nos hablamos de nuestro mundo. Es más, mantenemos nuestro mundo con nuestra conversación interna. Cuando terminamos de hablar con nosotros mismos el mundo siempre es como debería ser. Lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos con nuestras conversación interna. No sólo eso, sino que también escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De allí que repetimos las mismas preferencias una y otra vez, porque seguimos repitiendo la misma conversación interna una y otra vez hasta el día en que morimos. Un guerrero se da cuenta de esto y lucha para parar su habladuría. Este es el último punto que necesitas saber si quieres vivir como un guerrero.
Otra de las pericias narrativas de Castaneda está dada por la manera en que relata su conversión. Nunca le es fácil. Abandona, retoma, vuelve a probar. Es humillado por Don Juan y Don Genaro, pero a pesar de esto también le despiertan un profundo afecto. Les tiene miedo, pero sabe que sólo en medio del terror a veces está la salvación. Y por sobre todas las cosas, aprende a no ser un hombre grave, serio, importante. Ni autoindulgente. Sentirse importante lo hace a uno pesado, rudo y vanidoso. Para combatir esto hay que aplicar el “desatino controlado” del brujo: “Primero tenemos que saber que nuestros actos son inútiles. Y luego proceder como si no lo supiéramos”.
“Viaje a Ixtlán” y “Relatos de Poder”, los libros que cierran la pentalogía inicial, son extraordinarios. En ellos Castaneda alcanza el súmmun de su habilidad narrativa. En el primero, cada enseñanza está apoyada por imágenes que parecen sacadas de una obra de teatro existencialista montada en el desierto. En el último, el recurso de hacer aparecer a Don Juan con traje en una barriada populosa de la ciudad de México –llevarlo del desierto a la ciudad- tiñe a todo el relato de un tinte onírico perturbador. La escena en que Don Juan, en una fonda de mala muerte, sirviéndose de un mantel y de los utensilios que están sobre la mesa, le enseña a Carlos la relación entre el tonal y el nahual –un punto central en su filosofía, llamado “la explicación de los brujos”-, es memorable.
Castaneda está llegando al fin de su enseñanza. Se está por convertir en brujo. Don Juan y Don Genaro vienen a despedirse porque, una vez que Carlos se convierta en hombre de conocimiento, no los va a ver más. El lector, emocionado, acompaña a todos los personajes de la saga mientras Carlos se prepara para la última prueba. Una proeza que consiste en arrojarse desde la cima de una montaña para volar hacia otro mundo convertido en energía. Entonces, en medio del valle, se escucha el ladrido de un perro: “El ladrido de ese perro es la voz nocturna de un hombre –dijo Don Juan-. Viene de una casa en ese valle, hacia el sur. Un hombre grita a través de su perro, pues ambos son esclavos compañeros de por vida, su tristeza, su aburrimiento. Está rogando a su muerte que venga y lo libre de las torpes y sombrías cadenas de su vida. Ese ladrido, y la soledad que crea, hablan de los sentimientos de los hombres –prosiguió-. Hombres para los que toda la vida fue como una tarde de domingo, una tarde que no fue del todo mala, pero sí calurosa y aburrida y pesada. Sudaron y se fastidiaron más de la medida. No sabían a dónde ir ni qué hacer. Esa tarde les dejó solamente el recuerdo del tedio y de pequeñas molestias, y de pronto se acabó; de pronto ya era de noche”.
6 comentarios:
Castaneda entre nosotros. Hace cuánto que no aparecía. Sí seguían apareciendo licenciados, doctores, fellows, positivistas de toda laya y pelaje, gente seria denostando sus "enseñanzas", pura ficción, acuerdo total con Casas: ficción de la mejor, un Wittgenstein del desierto, atravesado por Conrad o por Jack London, y pertrechado de haikus. Dejo el final para Jacques Lacan, un Castaneda conjetural que además de dinero y envidia, conmovió todo el saber occidental, recuperó esas matemáticas incomprensibles para muchos de nosotros (o para todos) y que al contrario de lo que piensa F. no manipulaba nudos borromeos mientras se suicidaba la gente alrededor. A Lacan la gente "no se le suicidaba": se suicidaban, los pocos suicidas que se analizaron con Lacan, a pesar de Lacan. El suicida es un hombre decidido (impecable en ese sentido), por mucho que tiempo que tarde en suicidarse -incluso hasta se impone restricciones, de tiempo- porque, creo, ya sabe cuál será su destino. Al contrario que los discípulos de Don Juan, que no conocen destino, ni idea de destino, están abiertos al infinito.
Acabo de terminar las enseñanzas de Don Juan, y debo confesar que me pareció adictiva, y que, como dijeron Paz y Casas, es pura poesía.
ficcion o realidad, coincido en que pensar que el mundo es solo como uno lo ve, es idiota.
son altos libros...
BAUDELAIREEEEEEEEEE!!!!!
,ese ultimo parrafo no esta nada mal eh
,el chileno raul ruiz en una pelicula cuyo nombre no recuerdo crea un personaje antropologo q le repite a lo largo de la pelicula a una mina "por favor, Las enseñanzas de Don Juan no"
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