“La tarea es imposible: hay cosas que no se pueden narrar”, escribió Mario Levrero en su último libro, una especie de gran cajón de sastre, con diario, novela, reflexión sobre la novela y apuntes sueltos que van formando un todo a lo largo de las 534 páginas que contiene. Levrero es uno de los grandes escritores uruguayos y autor de un título que me pareció siempre genial: “La máquina de pensar en Gladys”. Yo había tenido noticias de este libro porque Elvio Gandolfo me había contado que Levrero había ganado la beca Guggenhein y que mediante ese impulso económico que se puede traducir en tiempo libre, Levrero (que en realidad se llamaba Jorge Varlotta) estaba tratando de poner en papel un relato que se había convertido en una obsesión. Son muchas las anécdotas que se cuentan de Levrero, quien podría haber sido tranquilamente un personaje de Philip Dick. Y Dick podría haber sido un personaje de Levrero. Pero volvamos a lo que no se puede contar y sin embargo me veo impulsado a expulsar de adentro mío, como la mucosidad, la mierda y otros excrementos.
Todo empezó con una mañana espléndida. Con mi viejo y mi hermano teníamos miedo de que nos tocara un día lluvioso y frío. Pero no. La calidad de la luz y la limpidez del aire eran notables. Sin embargo, como en esos films de David Linch (pienso en Blue Velvet) bajo el clima ideal se estaba gestando la metástasis de una pesadilla letal.
Llegamos a la cancha bien temprano y nos sentamos en los primeros asientos de la platea norte baja. Al lado nuestro, unos protobarras se encargaban de atar banderas al alambre de púa mientras se desarrollaba tranquilamente el partido de tercera. Que San Lorenzo terminó ganando 4 a 0. Hasta ahí nada se había salido de lo normal. Entonces en la bandeja de arriba –la platea norte alta- se inició un tumulto que rápidamente captó la atención de los protobarras que estaban sentados al lado nuestro (eran unos cinco o seis vestidos con ropas del club, inmensos y con celular en la cartuchera) quienes rápidamente le empezaron a gritar a un chico que estaba sentado en la platea con un buzo de Boca que “si no te lo sacás te vamos a matar”. Como estaban al lado mío y me miraban pidiendo complicidad, les dije que a mí no me importaba que estuviera con la camiseta de Boca. Que el tipo, para ponérsela en medio de la platea del Ciclón demostraba cierta valentía y que, de última, si ganábamos se iba a tener que aguantar que le gritáramos los goles en la cara. Pero los protobarras no quisieron saber nada y subieron a hostigar al tipo hasta que la policía le hizo un cordón sanitario, lo obligó a sacarse el buzo y, por seguridad, lo cambió de lugar, a un sector de la platea donde no lo reconocieran. De esa manera ingresó en la clandestinidad. Cuando los protobarras bajaron y se pusieron de nuevo al lado mío y de mi hermano, les dije que si estábamos seguros de que íbamos a ganar, no nos tenía que importar que alguien se pusiera la camiseta contraria en nuestro sector. “¿Quién tiene dudas de que vamos a ganar?”, me dijo mirándome por encima de sus ray bans uno de los muchachos pesutis. Ahí me di cuenta de que –más allá de la goleada histórica e histérica- lo que nos impactó a muchos fue que había un pensamiento mágico que flotaba en el ambiente –muy propia del fútbol- de que a Boca le ganábamos con la camiseta. Boca podía ser el Barcelona con todas su figuras pero nada iba a poder hacer en contra de la historia y los colores azulgranas. Ramón (el mozo de un bar donde almuerzo enfrente de mi trabajo y al que todos llamamos Raymond) me decía el viernes antes del partido que tenía miedo de jugar a favor de Boca-su cuadro- una puesta porque con “San Lorenzo pasan cosas raras”. Sin embargo, la historia y los colores azulgranas se defienden en la cancha. Siempre asocié a San lorenzo, en mi mente y en mi corazón, con un equipo que va para adelante, que juega al fútbol y que está más preocupado por el arco contrario que por el propio. Este espíritu es al que podemos sintetizar como “la camiseta”.
Ahora tenemos un Peugeot 505, por la cantidad de mediocampistas que suele poner Ruggeri en la cancha, cosa que el ex entrenador, Alfaro, también hacía. ¿Qué fue lo que cambió en el fútbol argentino que lo que antes hacía un solo cinco ahora lo tienen que hacer hasta cuatro jugadores? Yo crecí viendo jugar al Cordero Telch, al Conde Galetto y el San Lorenzo del primer Veira, donde jugaban Quinteros, Rinaldi, Husillos y Navarro tal vez sufría cinco goles pero ganábamos seis a cinco. O perdíamos yendo al ataque, con una dignidad notable. Levantarte para ir a la cancha sabiendo que tu equipo no tiene un mísero 10 y que vas a armar el partido de atrás para adelante es una sensación de impotencia horrible. Puede ser que a algunos equipos les resulte (y hasta haya quienes salgan campeones con un fútbol mezquino) pero San Lorenzo no puede jugar así porque entonces la historia no lo absolverá. No se puede seguir contratando técnicos que en los contratos ponen claúsulas donde sacan porcentajes de los jugadores de inferiores que promueven. Es la obligación de un técnico sacar jugadores del club. Propiciar el recambio y no quedar atado a los refuerzos que ellos traen tal vez para conseguir alguna cometa. La cábala, ese resabio berreta del pensamiento mítico, le sirve a aquellos que saben que no ponen todo lo que tienen que poner y no salen a la cancha a jugar con hidalguía. Me acuerdo cuando me tocó seguir –por mi laburo- al equipo de El Ingeniero en la cancha: el Pipi, Ervitti, Colocini, Romeo. Qué carajo me importaban las cábalas. Uno iba a la cancha con la certeza de que –más allá de una mala tarde- se sabía a qué se jugaba y no se traicionaba la ética del club: ser ofensivos, jugar a ganar, jugar bien.
¿De qué sirvieron las miles de cábalas que se deben haber hecho este domingo para impedir el metegol que armó boca sin piedad en 90 minutos y centavos? Fue un parricidio similar al de los Schoclender.
Cuando terminó el partido los pasillos de el Nuevo Gasómetro se convirtieron en un cabildo abierto, los viejos discutían y se apoyaban contra la pared, para no caerse de espaldas, Cacho Papaso (un hincha mítico del club) rapeaba desde arriba de una escalera como lo hace Robert De Niro en el final de Cabo de Miedo, cuando se está ahogando y habla en muchas lenguas. Yo y mi hermano nos perdimos con mi viejo hasta que lo encontramos hablando en el playón con el Bambino Veira. Todos salíamos caminando como si fuéramos los muertos vivos de la película de George Romero. Mi papá me dijo (yo y mi hermano lo sosteníamos de cada brazo) “Empecé a ir a la cancha a los 8 años, tengo setenta y ocho, hace setenta años que voy a ver partidos y nunca me pasó algo así”. La canción lo dice claro: es un sentimiento. Creo que ni Hegel podría racionalizar un sentimiento. Tengo un montón de amigos que no pueden creer que me tome tan en serio lo que siento por mi club. Supongo que tiene que ver con mi barrio, con la gente que crecí, con la experiencia del mundo en esos primeros momentos cuando todo parece nuevo y prometedor. No me puedo olvidar una tarde de domingo cuando con mi papá entramos a la cancha del Viejo Gasómetro. Acostumbrado a ver el fútbol por la tele, me impresionó el color verde del césped de la cancha contra el cielo celeste, los colores de la camiseta, todo.
Por todas esas cosas levanté los varios vasos de whisky –el psicólogo rubio- que tomé una y otra vez en la lenta madrugada que va del domingo al lunes. No podía dormir. Repasaba cada uno de los momentos del partido, pensaba, si no hubiera pasado esto, si esa pelota hubiera entrado, si Saja la hubiese atajado sin dar rebote. Todo inútil. Tenía en mi cabeza La Máquina de Pensar en Balde.
3 comentarios:
"Cacho Papaso (un hincha mítico del club) rapeaba desde arriba de una escalera como lo hace Robert De Niro en el final de Cabo de Miedo, cuando se está ahogando y habla en muchas lenguas"
pobre cacho, pero no puedo más de la risa, qué descripción! grande casas!
cuervo no te vayas
cuervo vení
quedáte a ver a Boca
te vas a divertir
la poesía, la poesíaaaaa......!!!!
ya lo veo
ya lo veo
al equipo de tinelli
bailando por un sueño
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