28 de diciembre de 2007

Coger en castellano

Pedro Mairal
(cuento publicado en la antología "En celo", editorial Mondadori, Bs. As., 2007)

No están desnudas. Pero casi. Algunas sonriendo, o serias en pose hot, o con anteojos de sol, boca abajo en la cama, casi pegándose el culo con los talones, mostrando las marcas del bronceado, o con bombachas de corazones rojos o de estrellitas, en esos cuartos que todavía tienen las cortinas rosas elegidas por la madre. A veces están en el baño, de frente al espejo, o se sacan la foto por sobre el hombro, de espaldas al espejo, mostrando el culo para ver cómo les queda de atrás la bikini nueva. Me gustan todas. Deben tener entre 16 y 19 años, no más. Y así, descalzas en sus casas, tienen una sinceridad, un grado de realidad, que no encuentro a mi alrededor. Están posando, jugando a posar, probando su sensualidad, viendo si son capaces de calentar, como preguntando: ¿Te caliento? Yo susurro, les contesto, a todas, a nadie.
No puedo cerrar con traba la puerta del escritorio. Sería demasiado sospechoso para Sharon. A veces, a pesar de su Alprazolam y su Prozac, se despierta de golpe paranoica preguntando si cerré la puerta del garaje: “Did you close the garage door, Gus?”. Le contesto que sí, que tengo un poco de trabajo atrasado (“paperwork”, le digo) y se vuelve a dormir. Escucho que entra al cuarto de los chicos para ver si están bien tapados y después se vuelve a la cama.
La mesa con la computadora está de frente a la puerta, la pantalla no se ve y me cubre un poco. Es verdad que a veces me quedo hasta tarde preparando un informe, pero siempre termino entrando en la página de fotos. Las mandan ellas mismas para ver si los operadores de la página las cuelgan. Las mandan para probar. Hay un desafío en eso. Algo que me fascina, porque están paradas desnudas, casi desnudas, en medio de esos ambientes decorados, posando en bolas en medio de esa pretensión social de la familia, desnudándose de eso, de esos muebles, de esos adornos. Están como pisoteando todo, sobresaliendo por encima de los cachivaches del orgullo familiar, enrostrando su recién descubierta individualidad, porque se saben únicas y sexys y saben que están fuertes. Así me gustan. En esa pose de “miren en qué me convertí, ahora tengo poder, puedo seducir, tengo esto, soy esto; mamá, papá, ya no soy una nena, ahora tengo tetas, buen culo, y caliento a los hombres, soy superpoderosa y me saco fotos en bolas en medio del living de casa”.
Miro los detalles al fondo de esas habitaciones de chicas porteñas o cordobesas o rosarinas. Están en tanga y musculosa, con una mano en la cintura, la otra en la nuca, revolviéndose el pelo, tan posadas como si estuvieran delante de un fotógrafo profesional, pero posando delante de la cámara con disparador automático en sus propios cuartos, dejando ver detrás esos detalles que me llevan de vuelta: los empapelados descoloridos, la pared con los arreglos sin revocar o sin pintar, las soluciones eléctricas de emergencia que quedan así durante años, cables colgando en diagonal, los estampados del cubrecama, los muebles de imitación caña, las repisas con muñequitos, el elefante arriba de la heladera con un billete atado a la trompa. Puedo volver a través de esos detalles: los peluches, la foto grupal de egresados en la nieve, las paredes de machimbre barnizado, y los patios con mangueras tiradas, las piletas pelopincho en el jardín a media tarde con el agua ya a la sombra de la casa de al lado.
En esos escenarios aparecen, tremendas, levantándose apenas el vestido de algodón, dejando sobresalir los cachetes redondísimos del culo, porque son tan nuevas, tan esféricas. Y parecen tan suaves y ariscas a la vez, que habría que acercárseles despacio para que no se espanten. Pero están solas o con una amiga, o quizá alguna posando delante del novio. Pero casi todas solas como invitándote, mostrando cómo les queda esa mini tan corta o su jean preferido, sin nada más, tapándose las tetas sólo con los brazos, las tetas rebalsando por los antebrazos, esa foto sacada para registrar ese día en que se sienten flacas y divinas. Y se paran delante de la cámara, de espaldas, algunas con pudor, sin mostrar la cara, en su cuarto, con las persianas a medio bajar. Así las veo, las encuentro, las busco, y casi puedo entrar en esas casas en las que siento que estuve alguna vez, puedo sentir los cerámicos grises y frescos bajo los pies, el olor a espiral para los mosquitos, el ruido cuando arrastran una de esas sillas del juego de comedor barato de caño esmaltado en negro y asiento floreado. Puedo estar casi ahí, sintiendo que el azúcar volcada en el mantel de plástico me pincha los brazos después de tomar mate, alguien tose, dos hermanas se pelean, alguien ve televisión en otro cuarto, o no hay nadie en la casa, salieron todos y ella se encierra con la cámara, se siente bien, tiene una ansiedad, una fuerza nueva, quiere verse recién despierta de la siesta, mostrando el culo tembloroso, la cintura arqueada, boca abajo sobre la cama, escondiendo la cara entre las sábanas como esperando a un hombre, levantando el culo duro, toda tirante, y ya respiro mal, y en el pantalón la pija me ocupa espacio hacia un costado, contra la pierna, me la siento por afuera del pantalón, y ésa podría ser, así de espaldas, castaña, me quedo ahí, la nombro, la estoy buscando en todas esas siestas otra vez, es parecida, Chiara en su cuarto en verano con las cigarras afuera que hacían más pesada la tarde al sol, después de la pileta, los dos acostados, yo atrás de ella, en su cama, mordiéndonos, cogiendo sin forro en Caballito, en la calle Yerbal, un sábado sin sus padres que estaban en Lobos porque ella tenía que estudiar. Chiara conmigo, en cucharita, ella agarrándome la pija, frotándose la concha con mi pija. Chiara diciéndome: Tavo qué dura tenés la pija, dándose vuelta un segundo para mirarme de reojo, sin animarse a pedirme que se la meta y yo se la hundía toda de golpe, y me decía: despacio, boludo, y le encantaba. Yo le agarraba un cachete del culo y le daba toda la pija, le buscaba la boca con la mano y ella me chupaba los dedos, me los mordía mientras la cogía así, hasta que se daba vuelta porque queríamos besarnos, yo con la pija mojada hasta el tronco, los pelos mojados, antes de volver a metérsela, y era mucho mejor así de frente, se la hacía sentir adentro y ella me pedía: quedate ahí, quedate ahí, le tocaba con la punta de la pija al fondo, casi no quería que la bombeara, apenas que la empujara ahí, y me mordía, y yo le decía al oído estás toda mojada y no me animaba a decirle qué puta sos Chiara y bajaba un brazo para apretarle el culo, rodeándola, y le tocaba la concha mientras la bombeaba, y Chiara se arqueaba toda sofocada, sofocada, medio fucsia las mejillas con el pelo pegado, cogeme Tavo, cogeme, porque cogíamos en castellano, cojíamos así, con jota, con saliva argentina de pronunciar puteadas y ruegos. Nada de “Oh baby I love that”, ni “Carefull with the condom, Gus”, ni “Im cumming”. Todo en castellano, entre sus muebles, frente al ropero con recortes de revistas del Indio Solari, en castellano y en su cama o sobre el colchón que tenía para las amigas debajo de la cama, entre la ropa tirada, entre el temblequeo de los frascos de colonia y los souvenirs hechos de caracoles. Cogíamos en el calor de diciembre, antes de los exámenes, así, yo debajo de ella que me montaba y quería seguir y seguir y yo no aguantaba más, y me decía: no te vayas Tavo, no te vayas, y yo no sabía si ella estaba llorando o acabando, con las tetitas que le temblaban al lado de mi cara, no te vayas, y yo no sabía si me pedía que no acabara y aguantara más o me pedía que no me fuera, que no me fuera con mi familia, no te vayas Tavo. Pero yo me fui, nos fuimos, me mudé de país, de lengua, de hemisferio, y ahora cojo poco y callado, y me hago pajas tristes a la una de la mañana y, para no manchar la alfombra comprada en cuatro cuotas en Ikea, acabo en una hoja de rollo Paper Towel Extra Absorbent comprado en el Wal-Mart de Baron Drive, mientras afuera cae una nevada mortal como al comienzo de “El Eternauta” y me siento viejo y solo y lejos porque nunca nadie me volvió a abrazar así.

16 de diciembre de 2007

El compositor entrerriano

por Fabián Casas

Mateo es un peluquero joven del barrio de Monserrat. Una de sus obsesiones es poder dar un buen servicio a los clientes y que ese servicio se metabolice en un crecimiento de su negocio. También es fanático de los libros de autoyuda que te estimulan para potenciarte y “no decir sí cuando se quiere decir no”. Tiene mucho sentido del humor y chispa al hablar. Hace poco me dijo: “Todos las noches le pido a Dios que haga nacer pibes con dos cabezas”. Esa frase me hizo reir y después me dejó pensando.

Horacio Binnel fue un compañero del secundario. En ese entonces era un tipo horrible, con cara de rata, casi siempre enfundado en un blazer grueso que le quedaba grande y que le producía un sudor permanente que le mojaba el pelo. Como los jóvenes son crueles, le decían El Bicho y sólo lo tomaban en cuenta para hostigarlo. El, como única defensa para sobrevivir, se expresaba solamente a través de refranes. Conocía millones de ellos y tenía uno para cada ocasión.

Mateo el peluquero me hace acordar a los personajes de Ricardo Zelarayán que suelen se creados por el lenguaje justo en ese momento en que el habla cotidiana sale del lugar común y produce un chispazo eléctrico que nos sacude de la modorra, como la piel sísmica del caballo se mueve para espantar a las moscas. El Bicho Binnel, en cambio, me recuerda la estrategia de escritura de Zelarayán con la que suelen empezar sus relatos, novelas o charlas: con refranes, con frases hechas modificadas, trastocadas. Una estrategia que pone en marcha la gran maquinaria zelarayanesca. Lata Peinada, Variación 2: “¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados! ¡Atención al número cualquiera que puede ganarle a la larga al principal!¡Atención al huevo roto de la docena! ¡Atención al anónimo crecido en el viento negro de la miseria que puede ser el príncipe al final! ¡Ojo con el rengo que se agranda en la adversidad!”

Ricardo Zelarayán publicó muy pocos libros. Los poemas de La Obsesión del espacio, cuando ya tenía 40 años, La Piel de caballo –una novelita finita-, Roña Criolla –poemas repetitivos en clave musical- , un breve artículo crítico sobre Erik Satie, un librito de cuentos para chicos llamado Traveseando y ahora acaba de aparecer la mítica novela perdida y encontrada que según Zelarayán “se le había ido de las manos”: Lata Peinada. Desde las contratapas de los libros –escritas por él bajo el nombre de Odrazir Nayarales- Zelarayán preparó su mito: escribe mucho, pierde casi todo en sus incontables mudanzas por las pensiones y sólo logra publicar lo citado antes arriba. Dice que es entrerriano de nacimiento y salteño- tucumano por tradición. Se describe como un provinciano resentido exiliado en la capital, rodeado de porteños. También aclara que es sordo y músico frustrado. Lo de músico frutrado habría que reverlo. Porque lo primero que deja en claro la lectura de cualquier verso –ya sea bajo al respiración del poema o de la prosa- de Zelarayán, es que es un músico genial. Su intrumento, un pequeño aparatito que suele sacar del estuche para ponerse en la oreja: el audífono. Con él se convierte en “escuchón” y pasa al papel la música que produce la gente cuando se cruza en un bar o en las mateadas de amigos, los relatos orales que circulan de boca en boca y que se van enriqueciendo de acuerdo al talento del narrador de turno.
Zelarayán, como Joyce o César Vallejo , es difícil de traducir, con lo cual uno agradece haber nacido en su lengua. Sus relatos nos dicen dos cosas: que los géneros son convenciones tranquilizadoras que no sirven para nada y que un narrador que no lee poesía es un semianalfabeto. La Gran Salina, el poema que como un río atraviesa La Obsesión del espacio, el libro de poemas del 72, tiene sobre muchos de los buenos poetas jóvenes argentinos una influencia capital. La prosa de Zelarayán –siempre poesía- está hecha con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo, pero no del campo idílico sino de la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido.
En la época de Dante, escribió T.S Elliot, los hombres todavía tenían visiones. Los relatos de Zelarayán también las tienen: un hombre perdido en medio de un arenal, unos policías en lancha surcando el Riachuelo tanteando el cuerpo de un muerto, o una pelea memorable entre dos tipos que apenas se ven por la oscuridad de la pieza de adobe donde tratan de matarse a palazos. Leer algunos tramos de Lata Peinada es similar a escuchar los grandes temas de Frank Zappa, sobre todo en esos momentos en los cuales el compositor bigotudo alterna disonancias molestas que preparan la irrupción de un fragmento lírico que pone la piel de gallina. Zelarayán en Lata Peinada describe a unas gordas que paren hijos al tuntún y que están bajo la protección de un puntero local, hasta que éste, de pronto, muere. Zelarayán arremete: “Los votos de las gordas se venden caro…hasta que un día los perros cimarrones empiezan a atacar, a perseguir a muerte a las gordas sueltas despavoridas (…) ahora los hijos de las gordas sueltas vuelven rapados del servicio militar y arrasan con todo como langostas . Y las gordas que se salvaron de los perros cimarrones tratan de cazarlos entre las piernas”.
Zelarayán solía acusar a Borges de “distanciador”. El prefería montar el caballo en pelo, sin la montura. Por eso se indignaba cuando se decía que La Metamorfosis de Kafka era literatura fantástica. Para comprender La Metamorfosis de manera cabal, Zelarayán proponía leerla como un relato realista. Desde este enclave, los niños de dos cabezas que pide el peluquero Mateo, son con dos cabezas de verdad. Pero esta postura vital no debería dejar de lado algo esencial: que para el compositor entrerriano los Cahiers de Paul Valery eran obras maestras de la literatura. En ellos, Valery no escribe poemas o prosa sino que reflexiona incansablemente sobre los mecanismos de la creación. Zelarayán contaba que sus amigos porteños lo llamaban , gastándolo, “el franchute”. Lo cierto es que este descendiente de indios analfabetos por el lado paterno habla inglés y francés a la perfección –de hecho se ganó la vida traduciendo- y, como el autor de El Cementerio Marino, gusta de reflexionar sobre los engranajes de sus textos. El posfacio de La Obsesión del espacio es claro: “En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie espere una explicación de este libro. Simplemente quiero agradecer y de paso…Pero por´ ai, y ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado como el prólogo de esto, es decir que éste es el fondo de la cosa”. Lata Peinada también tiene violentas interrupciones donde el autor escribe dos o tres veces el mismo fragmento y le va aplicando pequeñas variaciones. También hay apuntes donde se bocetan posibles lineas argumentales y reflexiones sobre los personajes y sus destinos.

A Ricardo Zelarayán le gusta contar historias. Quienes lo tratamos cotidianamente en algún momento de nuestras vidas, conocemos la anécdota repetitiva sobre una pelea a piñas de Haroldo Conti con un tipo del que, después de los golpes, se hizo amigo. Le encantaba particularmente este combate donde los dos hombres primero se mataban a palos y después se curaban mutuamente las heridas y se perdonaban. La solía contar con variaciones, como lo hace en sus relatos. En una había un perro de Conti en el medio de la trifulca “¡Era el perro de Haroldo!”, gritaba debido a su sordera. En otra los hombres peleaban en un balcón y había un loro que los arengaba. Todas las versiones eran extraordinarias. Ahora llevo en mi memoria esa maravillosa música, la voz de Ricardo Zelarayán.

8 de diciembre de 2007

La austeridad

por Adriana Battu
Mi amiga M. conoció a un alemán. Es como un monje, me dijo, pero coge a lo loco. Gasta guita en forros, comida y hoteles. No tiene valija. Sólo una mochilita. Tiene una sola muda de ropa. La lava cuando se baña y la deja secando. Y está impecable siempre. Con una remera blanca y un jean. Es un chongazo. Guarda sus archivos en servers de internet, y su música también. No lleva libros, ni laptop, nada, tiene todo on line. Me contó que en europa no tiene casa, que alquila cuartos. Llega a dar la presentación con un pendrive y nada más. Y es millonario.

Mi amiga está en Recursos Humanos y se está comiendo a este recurso humano ario. El ario no usa traje ni corbata y a todo el ambiente empresarial le parece re cool su neo-austeridad. Va dando conferencias por el mundo de no sé qué cuestión estrambótica y técnica y apunta sus hormonas hacia cuanta profesional de tailleur le da su tarjetita. Las llama, las cita en el hotel… Mi amiga cayó chocha en la volteada.

A mí, más que los detalles de cómo el ario le hizo ver las estrellas, me interesó esa clase de persona, me dieron ganas de ser así, no necesitar nada, viajar con una muda. Pero después en Pueyrredón y Peña me compro unas sandalias que me tenían queinchi y eso me lleva a entrar en Farmacity a comprar separadores de deditos para pintarme las uñas de los pies, y entonces veo que la austeridad monacal va a tener que esperar un rato.

Llach se alejó un poco...

...y de lejos vio the big picture en "Kirchnerismo y literatura".

Domingo

LECTURA DE NARRADORES DE LA NUEVA NARRATIVA ARGENTINA
¿qué escriben los que nacieron después de 1960?
JUAN DIEGO INCARDONA
NATALIA MORET
Y bonus track intergeneracional:
ANIBAL JARKOWSKI Y CLAUDIA PIÑEIRO
Coordina ELSA DRUCAROFF
Domingo 9 de diciembre, 18 hs en
CasaBrandon - Luis Maria Drago 236
(a dos cuadras de Canning y Corrientes)
Parque Centenario

7 de diciembre de 2007

Guadalajara



monumento del milenio todavía inconcluso medio mcdonaldiano



samanta schweblin leyendo un cuento que dejó a todos sin aire


piñas gigantes del agave para hacer tequila


el sol pega fuerte por las rutas de jalisco

las riñas de gallos son legales en méxico

todo lo que quiere un hombre



en la prepa regional de san martín de hidalgo

el cuentista eduardo halfon metido en este cuento largo


perro de panteón

5 de diciembre de 2007

IV)

por Ana Laura Rivara

Las luces de la casa se apagan de a una
Siguen un orden:

-living
-cocina
-comedor
El patio nunca se apaga

En la cocina quedan dos platos rotos
(es difícil reconstruir el motivo floreado
casi tanto como conservar los errores)
¿Y dónde quedaron las pretensiones
de integridad?

Los dos perros se disputan un hueso dulce
muestran los colmillos
los paladares negros

Alguna Biblia abierta
es la guía telefónica
Al camboyanito que cargamos

El cuadro negro de la vida
tambalea ante nuestras caras
Por favor, ocupate de las cuentas


*

(fragmento de Bache)
blog: Lengua nada crol

3 de diciembre de 2007

La canilla

El otro día vi toda la infancia en una canilla. Una canilla de jardín rodeada de bombitas explotadas, el pico de la canilla repleto de gomitas de colores de las bombitas que explotaron antes de tiempo mientras los chicos las llenaban de agua. Y pedazos de bombitas naranjas, amarillas, azules, rojas, en el piso mojado. Ya todos los pendejitos se habían ido a joder a otra parte y ahí quedó la canilla repleta de colores y salpicaduras contra la pared. Una foto de carnaval.
Quiero describir cosas así sin que sean funcionales a nada. Estoy cansado de que las imágenes o las escenas tengan que encontrar un lugar en una novela alguna vez, que tengan que formar parte de una trama para existir. Por eso escribo poesía quizá. Porque no le encuentro un hilo narrativo a la vida. No sé qué quiere decir toda esta sucesión de imágenes y sueños, este desorden repleto de caras y palabras. De hecho no creo que quiera decir nada más que lo que es.
p. mairal