29 de junio de 2013

El equilibrio







Contratapa

Santiago Llach

Iluminaciones en la noche de los countries; la voz de Tinelli, banda de sonido de la argentinidad; la falta de autos en la literatura nacional; la playa, pasarela de las carnes triunfales o vencidas; el taxista invasor de la intimidad; el zoológico como espacio para ejercer el narcisismo familiar; la educación de un hombre entre mujeres superpoderosas con forma de arenga; Maradona, cazador amazónico; los locutorios, zonas de acumulación de microbios y de historias orales; el aburrimiento que le produce a un escritor la cultura libresca; una micropoética de los casos policiales: todo ello es descrito con el ojo preciso y sencillo de Mairal.

El equilibrio es una selección de columnas publicadas en el periódico Perfil. Pedro Mairal inventa con ellas un género, en la justa mitad de camino entre las aguafuertes callejeras de Roberto Arlt y los breves ensayos de laboratorio de Jorge Luis Borges. En conjunto, el libro arma un panorama hecho de epifanías sobre la Argentina de principios del siglo XXI.

Pedro Mairal es para mí un escritor ejemplar. Su virtud más notable es digna de envidia: se las arregla para producir felicidad en el lector. Cada uno de los pequeños tratados que contiene El equilibrio ofrece una perspectiva original sobre un aspecto de la vida contemporánea. No es fácil la empatía para los ensayistas; Mairal la logra, quizás porque lo que vende no es ideología.

El primer texto, homónimo del libro, habla de un padre que le intenta enseñar a su hijo a andar en bici, a hacer equilibrio. Como metáfora soave del futuro que encarna al pasado, de ese pase de postas triste y bello, de una generación a otra, en que consiste la “supervivencia mamífera”, el libro contiene un prólogo del padre de Pedro e ilustraciones de su hijo.

Mairal tiene esa virtud de los verdaderos poetas que es elevarse por encima de las candorosas batallas de la época, sin dejar de ofrecer por ello un retrato supremo de la misma.




16 de junio de 2013

Entrada en la naranja



por Pedro Mairal

Cuando Egon Schiele estuvo preso en Neulengbach por hacer dibujos pornográficos, pintó unas acuarelas de su celda. En una se ve sólo el contorno de la puerta, el catre y, sobre las mantas, una naranja. La inscripción dice: “Esa naranja era la única luz (Die eine Orange war das einzige Licht)”. Es un dibujo a lápiz, están apenas coloreadas las mantas raídas y grises, y brilla el color de la naranja. No estuvo preso mucho tiempo, fueron tres meses y tres días, pero se percibe en esas imágenes una soledad absoluta, casi feliz. En otra de las acuarelas, dice: “Me siento purificado, no castigado”. En ese contexto, la naranja que le dieron, o que le mandaron, irradia su propia luz, es lo único vivo en la celda, como si quien la mira se estuviera volviendo transparente, ausentándose, fugándose del encierro hacia un estado espiritual. Difícil ver la naranja como la vio Schiele, aunque el dibujo logra mostrarnos algo de su experiencia.

Si a uno lo hicieran escribir sobre una naranja debería rodearla por sus infinitos lados y después entrarle hasta el corazón. Primero, quizá podría buscar las asociaciones personales en la infancia, la forma en que le enseñaron a uno a cortar la naranja, a pelarla, el gusto, los botecitos, el primo que se ponía un gajo en la boca como dientes postizos y nos tiraba en el ojo ese spray ácido que sale al apretar la cáscara. La naranja secreta y afectiva.

La naranja con mayúscula se podrá rastrear en Wikipedia, su origen oriental, su viaje hacia el Este rodando en su palabra, del sánscrito al persa, del persa al árabe y de ahí al español, narang, narensh, naranjah, naranja... La historia de la naranja, cuando se llamaba naranja china a la redonda y naranja mandarina a la achatada. Hasta que una quedó naranja (salvo en Puerto Rico, donde ahora la llaman directamente china) y la otra quedó mandarina.

Se puede pensar en la naranja general, pero también en esa naranja en particular. Cuando fue flor en una provincia del Litoral quizá, y el riego de los árboles la convirtió en fruto. La dejaron madurar al sol. Alguien la cosechó, la seleccionaron en la planta procesadora, la lavaron, la encajonaron y la llevaron en un camión hasta un depósito y después a un supermercado donde uno la terminó comprando. El viaje de la naranja individual entre millones iguales. La producción y el consumo reducido a un sólo ejemplar que ahora rueda en nuestras manos.

Y esa faceta industrial podría llevarnos a la desnaturalización de la naranja, o más bien a mirar todo lo mercadotécnico que hay en su naturaleza. Su estrategia de franchising en árboles que tienen el know how codificado y automático y producen frutos idénticos que albergan cápsulas mínimas donde se esconden más futuras plantas sucursales. Su packaging perfecto, esférico, impermeable, no tóxico, biodegradable... Todo su marketing saludable, vitamínico, nutricional. La gran naranja capitalista.

Y lo que sucede al hacerle un corte transversal: descubrimos la rueda, que estaba dibujada ahí desde los siglos de los siglos, delante de los ojos de la humanidad que seguía arrastrando bloques de piedra para construir pirámides. Los planos de la rueda dibujada por Dios para que los hombres –ese experimento mal encarado– echen a rodar la historia y aceleren y se estrellen de una vez por todas contra el final de los tiempos.

Y ya que estamos apocalípticos, pensar también la transformación de la naranja quieta, cuando cambia a escondidas cada vez que no la miramos. Se desinfla intacta en la frutera, se inclina, le crece un moretón grisáceo que le avanza, una ceniza que la cubre hasta quedar como una luna de moho, y se va pinchando, pudriendo, secando, se hace tierra. Un bodegón macabro.

Mirarle el aura a la naranja viva, eso que la vuelve gigante, alrededor, su energía movediza de links y asociaciones, las palabras que le salen si la exprimimos: naranjazo, anaranjado, naranjo, naranjales, su color, su jugo, pulpa, semillas, su tango de naranjo en flor, mi media naranja, no pasa naranja. La pinchamos, la cortamos, la aplastamos, la mordemos, la matamos. La naranja entra en nosotros y entramos en la naranja.


Perfil, 15 de junio de 2013



4 de junio de 2013

Estado de spam

por Fabián Casas

Hace ya muchos años, en un poema hermoso que se llama Zona, Guillaume Apollinaire decía: "Estoy cansado de este mundo nuevo". Lo curioso era que el yo que se quejaba de esa modernidad, lo hacía en un poema absolutamente nuevo. Tanto, que sólo unos pocos pudieron percibir su poder renovador en el momento histórico en el que fue publicado. No siempre somos contemporáneos de los hechos. Yo me incluyo entre los muchos que, de haberse encontrado con un mingitorio en una galería de arte, hubiesen meado adentro. Pero ahora estamos con el resultado puesto y sabemos que ese artefacto de Duchamp fue un objeto de ruptura radical. Lo cierto es que si uno se preocupa por informarse, por leer, por estudiar, puede saber, rápidamente, que Duchamp fue muchísimo más que ese mingitorio. Diríamos, como suelen hacerlo los pintores japoneses, que en el trazo de un artista, por más leve que sea, están concentrados todos sus años de estudio, sus experiencias, su vida misma. Acá hay dos cosas que debemos decir rápidamente: por un lado, que el arte es un sistema elitista, que es para pocos. Ni siquiera Adorno y toda su estructura marxista pudieron redimirlo para las clases populares. De todas formas, hay que decirlo, Adorno buscaba la verdad, la verificación de la alienación como modelo afirmativo de su filosofía. La otra cosa que surge es que en la vida cotidiana, las personas ya no tienen experiencia. Si no se tiene experiencia, no se tiene lenguaje, si no se tiene lenguaje lo único que queda parta refugiarnos es la ideología. Y la ideología es como una alacena: ese lugar que cuando uno lo abre sabe que ahí están ordenados los cuchillos, los platos, los vasos, nunca un mingitorio. La ideología sirve para que no pensemos, para que seamos pensados por los que ostentan el poder. Walter Benjamin decía algo muy hermoso: "Para Marx las revoluciones son las locomotoras de la historia universal. Pero quizá en realidad no sea así. Quizá las revoluciones son el momento en que la raza humana que viaja en ese tren empuña el freno de emergencia". Parece contradictorio que un filósofo marxista escriba algo así ¿no? Pero Benjamin y su amiguito Adorno se preocupaban por no comer comida enlatada, se preocupaban por hostigar al devenir de la historia, le miraban los calzoncillos sucios a Kant, a Luckács y a Heidegger. Y pensaban no en la dirección del status quo, sino a contrapelo de los hechos. El artista crea para sí mismo y en esa libertad individual está su aporte colectivo. Existe el fútbol para todos, pero no el arte para todos. Y el mundo nuevo, que agotó a Apollinaire, nos da, día a día, un menú sofisticado de invenciones: no hay vida en Marte pero hay vida virtual. Hace semanas hubo un hecho que ilustra las líneas antes citadas con la precisión didáctica de Plaza Sésamo. Diego Bianchi fue crucificado en las redes sociales porque al explicar una perfomance que él desarrollaba en Arte Ba, dijo que, más o menos, "las personas no queremos ver a los trapitos, los nigerianos que venden relojes". Bastaba ver el video donde él se explicaba para entender que Bianchi sólo se incluía en el relato de manera ingenua. Que podía haber sido políticamente correcto y decir "la gente no quiere ver a estos seres marginales", pero no lo hizo y rápidamente fue censurado por las buenas conciencias que siempre leen de manera literal, sin las inflexiones de la voz. Rápidamente el video se viralizó y la televisión lo replicó hasta el hartazgo como "Arte discriminador". A nadie se le ocurrió buscar quién era Diego Bianchi, cuál era su obra, en el marco de qué contexto se podía ubicar su trabajo estético y político. Si las personas ya no piensan, la televisión mucho menos. Cuando era chico, mis tíos mayores me solían hacer esta broma, me preguntaban ¿sabés el cuento de la buena pipa? Cuando yo respondía que no, ellos me replicaban: yo te pregunté si sabés el cuento de la buena pipa. Y así una y otra vez. No recuerdo otro juego de palabras cuyo remate sea más alienante que este. Casi como un relato kafkiano insertado en un acertijo infantil.