por Pedro Mairal
Cuando Egon Schiele estuvo preso en
Neulengbach por hacer dibujos pornográficos, pintó unas acuarelas
de su celda. En una se ve sólo el contorno de la puerta, el catre y,
sobre las mantas, una naranja. La inscripción dice: “Esa naranja
era la única luz (Die eine Orange war das einzige Licht)”. Es un
dibujo a lápiz, están apenas coloreadas las mantas raídas y
grises, y brilla el color de la naranja. No estuvo preso mucho
tiempo, fueron tres meses y tres días, pero se percibe en esas
imágenes una soledad absoluta, casi feliz. En otra de las acuarelas,
dice: “Me siento purificado, no castigado”. En ese contexto, la
naranja que le dieron, o que le mandaron, irradia su propia luz, es
lo único vivo en la celda, como si quien la mira se estuviera
volviendo transparente, ausentándose, fugándose del encierro hacia
un estado espiritual. Difícil ver la naranja como la vio Schiele,
aunque el dibujo logra mostrarnos algo de su experiencia.
Si a uno lo hicieran escribir sobre una
naranja debería rodearla por sus infinitos lados y después entrarle
hasta el corazón. Primero, quizá podría buscar las asociaciones
personales en la infancia, la forma en que le enseñaron a uno a
cortar la naranja, a pelarla, el gusto, los botecitos, el primo que
se ponía un gajo en la boca como dientes postizos y nos tiraba en el
ojo ese spray ácido que sale al apretar la cáscara. La naranja
secreta y afectiva.
La naranja con mayúscula se podrá
rastrear en Wikipedia, su origen oriental, su viaje hacia el Este
rodando en su palabra, del sánscrito al persa, del persa al árabe y
de ahí al español, narang, narensh, naranjah, naranja... La
historia de la naranja, cuando se llamaba naranja china a la redonda
y naranja mandarina a la achatada. Hasta que una quedó naranja
(salvo en Puerto Rico, donde ahora la llaman directamente china) y la
otra quedó mandarina.
Se puede pensar en la naranja general,
pero también en esa naranja en particular. Cuando fue flor en una
provincia del Litoral quizá, y el riego de los árboles la convirtió
en fruto. La dejaron madurar al sol. Alguien la cosechó, la
seleccionaron en la planta procesadora, la lavaron, la encajonaron y
la llevaron en un camión hasta un depósito y después a un
supermercado donde uno la terminó comprando. El viaje de la naranja
individual entre millones iguales. La producción y el consumo
reducido a un sólo ejemplar que ahora rueda en nuestras manos.
Y esa faceta industrial podría
llevarnos a la desnaturalización de la naranja, o más bien a mirar
todo lo mercadotécnico que hay en su naturaleza. Su estrategia de
franchising en árboles que tienen el know how codificado y
automático y producen frutos idénticos que albergan cápsulas
mínimas donde se esconden más futuras plantas sucursales. Su
packaging perfecto, esférico, impermeable, no tóxico,
biodegradable... Todo su marketing saludable, vitamínico,
nutricional. La gran naranja capitalista.
Y lo que sucede al hacerle un corte
transversal: descubrimos la rueda, que estaba dibujada ahí desde los
siglos de los siglos, delante de los ojos de la humanidad que seguía
arrastrando bloques de piedra para construir pirámides. Los planos
de la rueda dibujada por Dios para que los hombres –ese experimento
mal encarado– echen a rodar la historia y aceleren y se estrellen
de una vez por todas contra el final de los tiempos.
Y ya que estamos apocalípticos, pensar
también la transformación de la naranja quieta, cuando cambia a
escondidas cada vez que no la miramos. Se desinfla intacta en la
frutera, se inclina, le crece un moretón grisáceo que le avanza,
una ceniza que la cubre hasta quedar como una luna de moho, y se va
pinchando, pudriendo, secando, se hace tierra. Un bodegón macabro.
Mirarle el aura a la naranja viva, eso
que la vuelve gigante, alrededor, su energía movediza de links y
asociaciones, las palabras que le salen si la exprimimos: naranjazo,
anaranjado, naranjo, naranjales, su color, su jugo, pulpa, semillas,
su tango de naranjo en flor, mi media naranja, no pasa naranja. La
pinchamos, la cortamos, la aplastamos, la mordemos, la matamos. La
naranja entra en nosotros y entramos en la naranja.
Perfil, 15 de junio de 2013