24 de noviembre de 2009

El monstruo

por Pedro Mairal

El otro día vi un monstruo en el subte. Lo vi cuando ya lo tenía encima. Fue el viernes del diluvio universal que dejó los autos flotando a la deriva. Me refugié del chaparrón en la estación Carranza, me subí corriendo al último vagón y ahí estaba el monstruo sentado. Tenía dos patas tocando el suelo y otras dos patitas flacas colgando hacia un costado, la respiración pesada, una mano que le salía por detrás de la nuca, se escondía y volvía a aparecer por abajo de una axila. Tenía algo de pulpo, con dos cabezas unidas por la boca. Se devoraba a sí mismo con violencia, se mordía hasta hacerse doler y con los múltiples brazos se iba palpando y explorando como si necesitara cerciorarse de que ciertas partes de su cuerpo seguían estando en su lugar.

Impresionaba lo abstraído que estaba en sí mismo, como fuera del tiempo, como soñando despierto una guerra alucinante. Estaba empapado, se ve que lo había agarrado la lluvia y no le importaba nada. El vagón se fue llenando cada vez más, nos aglomeramos alrededor del monstruo, impresionados pero disimulando para no mirarlo tanto. Afuera, arriba, caía medio metro de agua en dos minutos, se desentubaba el Arroyo Maldonado, el Gobierno porteño preparaba los comunicados de disculpas, se iba a acabar el mundo, era el fin, y el monstruo entraba delirando en el Apocalipsis, entre suspiros, susurrándose palabras asesinas y calientes, indiferente a la música del acordeonista ciego, sin percatarse de la nena valiente que le dejó una estampita de San Cayetano en una de sus cuatro rodillas ni de la señora de pelo naranja que lo miraba indignada.

De golpe se paró el subte, se colgó el sistema, los claustrofóbicos dejamos de respirar, empalidecimos, todo el espacio se encogió al mismo tiempo. Sin el zumbido de los vagones en movimiento, se oía cada ruidito: una tos, un diálogo, pero más que nada se oía al monstruo, su lamento regodeado, la actividad chiclosa del molusco de su boca, la lengua bífida como buscando algo al fondo de su doble garganta, acogotándose, hasta que necesitó respirar, cambió de posición, con las patas entrelazadas de otra manera, porque tenía algo de Transformer, parecía poder adquirir diversas formas y posturas. Vi que en uno de sus hombros tenía tatuadas una boca y una lengua. Era un monstruo rollinga. En el vagón no se podía respirar y a alguien se le ocurrió preguntarse en voz alta: “No se inundan los túneles, ¿no?”. Ibamos a morir todos y al monstruo seguía sin importarle, seguía rodeándose, trabado, engorilado, se frotaba los muslos, se rascaba, parecía que se ahogaba en un miedo cavernoso, estaba muy inquieto, como sufriendo por una causa personal, metido en una asfixia más profunda que la asfixia del vagón. Por suerte el subte volvió a arrancar y pudimos respirar.

La señora de pelo naranja no aguantó más y le dijo al monstruo que era muy indecente lo que estaba haciendo, que se fuera a un lugar solo, que no teníamos por qué aguantar semejante espectáculo. Con una voz finita y burlona, el monstruo la carajeó y casi a la vez con un vozarrón pesado se rio. La señora dijo que iba a llamar a un policía. El monstruo se levantó y se bajó en la estación siguiente, y atrás la señora y yo también. La señora llamó a un guardia de Metrovías tratando de retener al monstruo por el brazo. El guardia tardó en entender y ahí el monstruo hizo algo genial: se dividió en dos, sin despedirse, y el guardia no supo a qué mitad perseguir, quedó pagando junto a la señora de pelo naranja que protestaba sacudiendo los brazos.

(Perfil, 21 de noviembre de 2009)


22 de noviembre de 2009

Una vez por año - 2

"No quiero hacer trampa. Durante todo este intervalo entre noviembres estuve tentado: pasaban cosas y yo las iba anotando mentalmente, suponiendo que tenían el peso o lo que sea necesario como para formar parte del capítulo anual".
[acá el relato de Federico Levín de cosas contadas una vez por año]

10 de noviembre de 2009

Entrar en librerías

por Pedro Mairal


Entrar en librerías, últimamente, me da mucha ansiedad. Trato ahora de entender las causas y noto que son varias y algo difusas. Para empezar, mi casa ya está llena de libros, muchos no leídos, o leídos por la mitad, libros en los estantes y también apilados en el piso contra las paredes, divididos en torres de las distintas literaturas –argentina, inglesa, latinoamericana, española, francesa–, torres que se derrumban cada tanto y tengo que volver a levantar. No hay más lugar para los libros, pero siempre se agrega alguno. Por eso entro en las librerías ya saturado y aplastado por el peso de lo no leído, el peso de las lecturas pendientes y los anillados intactos de mis amigos, juntando polvo sobre mi escritorio. Entro con una culpa original, una sensación de “no debo estar acá”, pero me lanzo sobre las mesas de novedades y casi en seguida me arrepiento, me da taquicardia. Todas esas tapas, ese diseño gráfico cultural rozándome las cuerdas, el marketing trabajando sobre mi persona, haciéndome calcular cuánta plata tengo en el bolsillo. Algo me aturde. Cómo escribe la gente, pienso, cómo publican, parecen todos César Aira, y yo sin escribir, sin publicar, sin tener siquiera un libro en el alma, como dice Pasolini. Qué bien funciona el mundo sin uno (el mundo editorial y el mundo entero). Qué paliza para el ego literario.

Suceden demasiadas cosas a la vez en esas mesas de novedades. Sobre todo en las novedades locales, uno puede ver las fuerzas chocando entre sí: los inventos editoriales, los intentos por reinstalar un autor, la timidez sobrepuesta de algún colega que al fin se animó, las apuestas a la calidad (esa palabra de la industria láctea como dice Cucurto), el buen ojo de un editor, las esperanzas de bestsellerismo, los premios, las poses no posadas en las solapas, las contratapas elogiosas escritas por el autor mismo, todo lo que el viento se llevó y se llevará. Ahí está la guerra visible de la que los narradores argentinos forman parte, los grupos editoriales, la incidencia oblicua del campo intelectual, un recorte extraño de lo que se escribe hoy día. Uno conoce las internas que conllevó esa antología, las amistades que se rompieron en el proceso de edición, los entramados hormonales de la lista definitiva, y el lobby de esa otra colección, los cafecitos secreteados, los chismes, la extorsión emocional. Cada libro es la punta del iceberg de un intento de operación cultural. Los títulos entre sí se sacan chispas. Como en todas las épocas.

Y está también la ansiedad cuando acabo de sacar un libro, porque me busco de reojo y expectante, me detecto, por un instante me hago upa a mí mismo, disimulo entre las mesas. Después, con las semanas, el libro se va saliendo de foco, se va a los estantes para alejarse finalmente hacia los saldos y los galpones de stock. El director de la librería Hernández, Ezequiel Leder Kremer, contó en una mesa redonda que una plaga de las librerías son los autores de incógnito en busca de su propio libro. Llegan, buscan, preguntan por un libro, hacen ir al empleado hasta el sótano a buscarlo y después lo dejan en un lugar visible. Dan trabajo y no compran nada. Y hay historias tristes. La de Fitzgerald, por ejemplo, cuando en sus últimos años de guionista en Hollywood quiso mostrarle a su nueva secretaria que él era un escritor importante y la fue llevando por las distintas librerías de la ciudad buscando sus novelas sin poder encontrar un solo título.

La ansiedad de las librerías puede aniquilarte. Cuanto más grande la librería, más ansiedad. Uno de los pocos lugares donde estoy tranquilo es la sección de poesía (en general, el tamaño de la sección de poesía es inversamente proporcional al tamaño de la librería). Ahí puedo quedarme hasta provocarme una tortícolis aguda leyendo títulos verticales en los lomos finitos. Me quedo en ese rincón (porque casi siempre la poesía está en un rincón) y busco sin apuro entre los libros de poemas, publicados fuera de la histeria narrativa, fuera de la novedad, fuera del podio de la revista cultural. Madariaga, Giannuzzi, Juanele, Viel Temperley. Ahí le pido a Alejandro Magno que no me tape el sol y me refugio con los poetas que trabajaron en silencio sus libros lanzados al mundo con esa lentitud implacable que le gana a la liebre. Libros de poemas que concentran toda la literatura. Si uno diluye un buen poema en un litro de agua consigue un cuento regular. Si uno diluye ese cuento en diez litros de agua, consigue una novela innecesaria.


Perfil, 7 de noviembre de 2009


8 de noviembre de 2009