por Pedro Mairal
Vi al chico de McDonald’s olvidarse mi pedido por la mitad. Siempre les tengo paciencia. Estar todo el día con esa gorrita sonriendo... Me acuerdo de los cuentos de mi amigo Lucas, que trabajó en el McDonald’s de Núñez cuando estábamos en la facultad. Así que, en general, me aguanto. Los espero. Lo vi empezar mi pedido: metió los dos vasos en la máquina de gaseosas, y por puro taylorismo –porque les enseñan que ya que vas a la cocina podés llevar las bandejas sucias, etc.– quiso aprovechar los diez segundos que tardan los vasos en llenarse y se dio vuelta, miró otra bandeja vacía con el ticket en espera y se distrajo. Se metió en otro pedido. Y mi McNífica ya estaba lista ahí. Pero aguanté. Le mostré a mi hijo que salía filmado en la cámara de seguridad y me puse a mirar los cartelitos. Crew del mes. Ya no es más empleado del mes. Ahora es crew. Un término náutico, supongo. Esos monosílabos inventados hace siglos por vikingos que tenían mucho frío y apenas podían abrir la boca y decían snow, wind, whale, storm, death. Crew. Tripulación. También debe significar personal. Pero evitaron empleado. La manera en que McDonald’s avanza en el habla popular. Teorías paranoico-lingüísticas, la sospecha de que la palabra sorbete la metieron ellos. ¿Quiere un sorbete? El miedo a decir pajita. Esa pequeña masturbación. Allá tiene los sorbetes, señor. Y ahora dicen sorbete hasta los quiosqueros peronistas. Hay que ver qué pasa con crew. Ahí está el cartelito con la cara de un adolescente. Empleado del mes les suena feo. Seguro que quieren evitar empleada del mes. Les debe sonar a mucama. Como mis amigos más solventes que trabajan en bancos y no son ni banqueros ni bancarios, entonces dicen trabajo en banking. Y yo les digo que el colectivero trabaja en bonding, y el tachero en taxing.
El pibito seguía facturando pedidos y alineando bandejas vacías con tickets y yo ya había pasado hacía rato de la fila de los que esperan ser atendidos a la fila de ¿puede ubicarse por este costado por favor?, y estaba a punto de pasar a la tercera fila límbica de los que piden algo fuera de catálogo como un huevo frito en medio de la hamburguesa, y quedan flotando fuera de sistema en una espera atemporal. Mi hijo ya había ido a buscar sorbetes y servilletas obedeciendo a la ansiedad taylorista de su padre. Y salían los otros pedidos, circulaban las familias felices con bandejas rebosantes. Y ya casi no aguanté más. Me pregunté si, al traer para acá los Starbuck’s y los Dunking Donuts, nos traen también al loquito detonado que en esos locales ametralla a quince. Un día de furia importada. Pero no me detoné, me puse a pensar estas cosas, las intuí al mirarme como de lejos, como visto por la cámara de seguridad. Mi hijo y yo esperando. Y todo me pareció escribible. Todo. Hasta los pliegues más insignificantes, íntimos y ridículos de mi destino sudamericano. No exploté. O exploté para adentro en una especie de felicidad secreta. La literatura. La venganza de los losers. Esto lo voy a escribir. Y entonces le dije con bastante buen tono: ¿No me armás este pedido que ya estoy esperando hace un rato? Y me lo armó. Y pude tratar bien a este futuro crew del mes, que al fin y al cabo es mi amigo Lucas, profesor de Griego y de Latín, cuando trabajaba en el local de Núñez. Pero qué sería de mí sin la descarga verbal, sin las ráfagas de constelaciones sintácticas. ¿Qué veneno se me iría acumulando en la sangre si no fuera por este lento Tai Chi que voy haciendo con la lengua?
(Diario Perfil, 29 de noviembre de 2008)