Pedro Mairal
(cuento publicado en la antología "En celo", editorial Mondadori, Bs. As., 2007)
No están desnudas. Pero casi. Algunas sonriendo, o serias en pose hot, o con anteojos de sol, boca abajo en la cama, casi pegándose el culo con los talones, mostrando las marcas del bronceado, o con bombachas de corazones rojos o de estrellitas, en esos cuartos que todavía tienen las cortinas rosas elegidas por la madre. A veces están en el baño, de frente al espejo, o se sacan la foto por sobre el hombro, de espaldas al espejo, mostrando el culo para ver cómo les queda de atrás la bikini nueva. Me gustan todas. Deben tener entre 16 y 19 años, no más. Y así, descalzas en sus casas, tienen una sinceridad, un grado de realidad, que no encuentro a mi alrededor. Están posando, jugando a posar, probando su sensualidad, viendo si son capaces de calentar, como preguntando: ¿Te caliento? Yo susurro, les contesto, a todas, a nadie.
No puedo cerrar con traba la puerta del escritorio. Sería demasiado sospechoso para Sharon. A veces, a pesar de su Alprazolam y su Prozac, se despierta de golpe paranoica preguntando si cerré la puerta del garaje: “Did you close the garage door, Gus?”. Le contesto que sí, que tengo un poco de trabajo atrasado (“paperwork”, le digo) y se vuelve a dormir. Escucho que entra al cuarto de los chicos para ver si están bien tapados y después se vuelve a la cama.
La mesa con la computadora está de frente a la puerta, la pantalla no se ve y me cubre un poco. Es verdad que a veces me quedo hasta tarde preparando un informe, pero siempre termino entrando en la página de fotos. Las mandan ellas mismas para ver si los operadores de la página las cuelgan. Las mandan para probar. Hay un desafío en eso. Algo que me fascina, porque están paradas desnudas, casi desnudas, en medio de esos ambientes decorados, posando en bolas en medio de esa pretensión social de la familia, desnudándose de eso, de esos muebles, de esos adornos. Están como pisoteando todo, sobresaliendo por encima de los cachivaches del orgullo familiar, enrostrando su recién descubierta individualidad, porque se saben únicas y sexys y saben que están fuertes. Así me gustan. En esa pose de “miren en qué me convertí, ahora tengo poder, puedo seducir, tengo esto, soy esto; mamá, papá, ya no soy una nena, ahora tengo tetas, buen culo, y caliento a los hombres, soy superpoderosa y me saco fotos en bolas en medio del living de casa”.
Miro los detalles al fondo de esas habitaciones de chicas porteñas o cordobesas o rosarinas. Están en tanga y musculosa, con una mano en la cintura, la otra en la nuca, revolviéndose el pelo, tan posadas como si estuvieran delante de un fotógrafo profesional, pero posando delante de la cámara con disparador automático en sus propios cuartos, dejando ver detrás esos detalles que me llevan de vuelta: los empapelados descoloridos, la pared con los arreglos sin revocar o sin pintar, las soluciones eléctricas de emergencia que quedan así durante años, cables colgando en diagonal, los estampados del cubrecama, los muebles de imitación caña, las repisas con muñequitos, el elefante arriba de la heladera con un billete atado a la trompa. Puedo volver a través de esos detalles: los peluches, la foto grupal de egresados en la nieve, las paredes de machimbre barnizado, y los patios con mangueras tiradas, las piletas pelopincho en el jardín a media tarde con el agua ya a la sombra de la casa de al lado.
En esos escenarios aparecen, tremendas, levantándose apenas el vestido de algodón, dejando sobresalir los cachetes redondísimos del culo, porque son tan nuevas, tan esféricas. Y parecen tan suaves y ariscas a la vez, que habría que acercárseles despacio para que no se espanten. Pero están solas o con una amiga, o quizá alguna posando delante del novio. Pero casi todas solas como invitándote, mostrando cómo les queda esa mini tan corta o su jean preferido, sin nada más, tapándose las tetas sólo con los brazos, las tetas rebalsando por los antebrazos, esa foto sacada para registrar ese día en que se sienten flacas y divinas. Y se paran delante de la cámara, de espaldas, algunas con pudor, sin mostrar la cara, en su cuarto, con las persianas a medio bajar. Así las veo, las encuentro, las busco, y casi puedo entrar en esas casas en las que siento que estuve alguna vez, puedo sentir los cerámicos grises y frescos bajo los pies, el olor a espiral para los mosquitos, el ruido cuando arrastran una de esas sillas del juego de comedor barato de caño esmaltado en negro y asiento floreado. Puedo estar casi ahí, sintiendo que el azúcar volcada en el mantel de plástico me pincha los brazos después de tomar mate, alguien tose, dos hermanas se pelean, alguien ve televisión en otro cuarto, o no hay nadie en la casa, salieron todos y ella se encierra con la cámara, se siente bien, tiene una ansiedad, una fuerza nueva, quiere verse recién despierta de la siesta, mostrando el culo tembloroso, la cintura arqueada, boca abajo sobre la cama, escondiendo la cara entre las sábanas como esperando a un hombre, levantando el culo duro, toda tirante, y ya respiro mal, y en el pantalón la pija me ocupa espacio hacia un costado, contra la pierna, me la siento por afuera del pantalón, y ésa podría ser, así de espaldas, castaña, me quedo ahí, la nombro, la estoy buscando en todas esas siestas otra vez, es parecida, Chiara en su cuarto en verano con las cigarras afuera que hacían más pesada la tarde al sol, después de la pileta, los dos acostados, yo atrás de ella, en su cama, mordiéndonos, cogiendo sin forro en Caballito, en la calle Yerbal, un sábado sin sus padres que estaban en Lobos porque ella tenía que estudiar. Chiara conmigo, en cucharita, ella agarrándome la pija, frotándose la concha con mi pija. Chiara diciéndome: Tavo qué dura tenés la pija, dándose vuelta un segundo para mirarme de reojo, sin animarse a pedirme que se la meta y yo se la hundía toda de golpe, y me decía: despacio, boludo, y le encantaba. Yo le agarraba un cachete del culo y le daba toda la pija, le buscaba la boca con la mano y ella me chupaba los dedos, me los mordía mientras la cogía así, hasta que se daba vuelta porque queríamos besarnos, yo con la pija mojada hasta el tronco, los pelos mojados, antes de volver a metérsela, y era mucho mejor así de frente, se la hacía sentir adentro y ella me pedía: quedate ahí, quedate ahí, le tocaba con la punta de la pija al fondo, casi no quería que la bombeara, apenas que la empujara ahí, y me mordía, y yo le decía al oído estás toda mojada y no me animaba a decirle qué puta sos Chiara y bajaba un brazo para apretarle el culo, rodeándola, y le tocaba la concha mientras la bombeaba, y Chiara se arqueaba toda sofocada, sofocada, medio fucsia las mejillas con el pelo pegado, cogeme Tavo, cogeme, porque cogíamos en castellano, cojíamos así, con jota, con saliva argentina de pronunciar puteadas y ruegos. Nada de “Oh baby I love that”, ni “Carefull with the condom, Gus”, ni “Im cumming”. Todo en castellano, entre sus muebles, frente al ropero con recortes de revistas del Indio Solari, en castellano y en su cama o sobre el colchón que tenía para las amigas debajo de la cama, entre la ropa tirada, entre el temblequeo de los frascos de colonia y los souvenirs hechos de caracoles. Cogíamos en el calor de diciembre, antes de los exámenes, así, yo debajo de ella que me montaba y quería seguir y seguir y yo no aguantaba más, y me decía: no te vayas Tavo, no te vayas, y yo no sabía si ella estaba llorando o acabando, con las tetitas que le temblaban al lado de mi cara, no te vayas, y yo no sabía si me pedía que no acabara y aguantara más o me pedía que no me fuera, que no me fuera con mi familia, no te vayas Tavo. Pero yo me fui, nos fuimos, me mudé de país, de lengua, de hemisferio, y ahora cojo poco y callado, y me hago pajas tristes a la una de la mañana y, para no manchar la alfombra comprada en cuatro cuotas en Ikea, acabo en una hoja de rollo Paper Towel Extra Absorbent comprado en el Wal-Mart de Baron Drive, mientras afuera cae una nevada mortal como al comienzo de “El Eternauta” y me siento viejo y solo y lejos porque nunca nadie me volvió a abrazar así.