30 de mayo de 2010

Música country

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Pedro Mairal
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Es un otoño privado, pensé cuando entré al country al que me invitaron el fin de semana. Afuera del cerco perimetral no había una estación del año, sólo se había acabado el verano y en un par de meses iba a empezar a hacer frío. Dentro del cerco era otoño, un otoño de postal con árboles amarillos que perdían las hojas, un otoño diseñado por paisajistas, con árboles plantados en grupos cromáticos. Me pasé dos días como metido dentro de un estudio de grabación, imaginando que hacía un documental con todo eso, viendo cómo unos amigos disfrutaban y otros se tragaban los comentarios cáusticos sobre el barrio cerrado, unos tomaban distancia progre y otros se entregaban a la belleza del truco. Cuando una amiga dijo yo tengo mi corazoncito a la izquierda alguien le retrucó, sí, y el paladar a la derecha. Hubo ofensas. Llegando a los cuarenta las posiciones de vida se empiezan a definir aunque no se quiera: están los que hicieron algo de plata y los que, mientras se toman el vino ajeno de 200 pesos, dicen estar orgullosos de su austeridad. Están los que tienen niñera o mucama (“ayuda” se dice ahora) y los que declaran que jamás harían eso pero le encajan el niño a cuanta persona se les cruza por el camino. Etc. En las sobremesas hubo diálogos que atrasaban varias décadas, sobremesas como de película de Aristarain, con frases que empezaban diciendo “porque vos te pensás que la vida...”. Me fui a dormir. A las tres de la mañana, desvelado, quise salir al jardín y sonó una alarma. Me había perdido el momento instructivo. Se despertó todo el mundo. Ahí estábamos en la penumbra del living en pijamas y joggins. La alarma parecía estar avisándonos que entre nosotros algo se terminaba o se empezaba a hundir.

Una pareja alegó que desertaba porque el hijo estaba con un poco de fiebre. Yo me quedé. A la mañana siguiente salí a caminar y vi una escena rara: una grúa sacaba un mini tractor de la pileta del Club House. Pregunté. Unos pendejos, me explicó el guardia. Existe el terrorista de country, que suena un poco como Tarzán de maceta o esquimal de freezer. Son los adolescentes que destruyen todo lo que pueden. Tiran a la pileta el tractorcito de cortar pasto, destruyen las casas en obra, se meten en las casas vacías. La caricatura indica que los padres, para entregarse libremente al golf, a los talleres de cerámica y a la infidelidad, delegan al cerco perimetral y a la guardia privada la tarea de ponerle límites a los hijos. No sé si será tan así, quizá haya otras causas. El vandalismo implica siempre el placer de la destrucción y la transformación. Hay gente que dice que va al country para que no le pase nada a su familia, y después comprueban que efectivamente no les pasa nunca más nada. Quizá la falta de cambio, lo invariable, acumule una violencia silenciosa. Quizá los chicos rompen todo para que algo cambie, para que algo pase. Tiré esta teoría en el auto cuando salíamos del otoño, pero no cuajó mucho. En silencio la pareja de amigos que me traía de vuelta rebotaba al unísono en cada lomo de burro.

Perfil, 9/4/10

27 de mayo de 2010

La gran novela argentina

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"...ahora me preguntan cuándo voy a publicar una novela grande. Nunca pensé en eso ni lo puedo pensar. No tengo que escribir la gran novela argentina. No soy el Premio Herralde; soy el Premio Errale (risas). Es más fácil ganar el Errale. Todos mis libros son una comprobación de que puedo ganar el Errale".

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Horla City y otros, poesía completa de Casas

26 de mayo de 2010

Pasión de multitudes

Pedro Mairal
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Cómo escorchan con la emoción futbolística, la pasión, el pathos de la redonda. Se abrió la temporada de pathos. Soy un amargo: en los mundiales no comparto esa emoción colectiva, la pasión de multitudes, miro los partidos nervioso y de reojo, la paso mal solo, me alegro de los triunfos en silencio, secretamente. Sobre todo ahora que la fiebre albiceleste es tan empresarial, ahora que tantas empresas te auspician la emoción. No sé por qué el festejo colectivo siempre me dio un poco de vergüenza ajena, saltando en la multitud siempre me sentí un infiltrado. Además de amargo, melancólico. Pero empieza la justa deportiva sin igual, el Diego y sus once apóstoles, la publicidad exasperante de hinchas multirraciales, la multitud de extras actuando la emoción con lluvia de papelitos y banderas y plasmas de cincuenta cuotas.
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Nos van a taladrar con el amor global, la unión de los pueblos y las etnias y los continentes, el fútbol como Esperanto, como idioma en común con el que todos podemos entendernos; el africanito, el japonesito, el europeíto, el latinoamericanito, los colores unidos de Benetton, todos abrazados en la tarjeta de crédito. Hasta el ruido del clamor de las hinchadas, la efervescencia popular, se vuelve efervescencia de gaseosa, en el mezclado final del sonido del comercial. La publicidad no imita al hincha, el hincha imita la publicidad, al menos en los mundiales. El hincha mundialista se comporta como lo predisponen las grandes marcas, copia conductas, intenta alcanzar el éxtasis del máximo disfrute deportivo que propone la tele.
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Me gustaría ver los partidos editados, sin sponsors oficiales ocupando el setenta porciento de la pantalla, sin primeros planos de Maradona parado al borde de la cancha como una bomba de tiempo a punto de explotar, sin victorhugomoralismos, sin araujismos, ni fantinismos, ni marianoclossismos. Pero no se puede. Están todos los intermediarios, y además el fútbol no es la cancha, la pelota y los jugadores, sino el medio: las cámaras, los carteles, el debate, el replay con siete logos... La pelota no se mancha, pero se esponsorea.
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(Perfil, 22 de mayo de 2010)

3 de mayo de 2010

La migración

por Fabián Casas
Hace poco un conocido me dijo al pasar que un amigo se había ido de la ciudad. Me lo dijo como quien registra un cambio de clima o consigna distraído lo que dice una gacetilla en un diario. A mí la noticia no me conmocionó de manera ostensible, para afuera, es decir, dije, “ah, sí, ¿se fue?”, pero por dentro algo se activó y empezó a crecer hasta que tuve la necesidad imperiosa de escribir sobre mi amigo y el vínculo que nos unió y explicarme a mí por qué me había afectado tanto que alguien se las tomara a sólo cinco horas de omnibus de donde vivo. Un tranco que se puede también cruzar en auto en tres horas y media. Y sobre todo, ¿por qué me afectaba que mi amigo se hubiera ido si en los últimos años apenas nos veíamos de manera ocasional? [SIGUE ACÁ]

180 familias


"la empresa aún no saldó los sueldos de marzo..."