31 de diciembre de 2010

La nieve, la electricidad

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por Luis Chaves



La ropa tendida
y esas nubes.


Hay un perro nuevo,
me sigue a todas partes
aquí está debajo de la mesa,

cuando llueve con truenos
se clava al piso y no lo mueve nadie.

La casa está igual
menos la cocina,
la ampliamos botando la pared de atrás.
Ahora es más moderna,
tiene mostrador de granito
como en las revistas que mandaste,
cuando mandabas cosas.


Pusimos piedras blancas en el jardín,
hacen camino hasta la puerta.
Antes de llover
o cuando ya casi oscureció
entra el olor de la albahaca.
Eso tampoco ha cambiado,
todos los días
de todos los años,
esté quién esté,
ese aroma entra apenas
a la parte de la casa
que da al jardín
como siguiendo el camino de piedras.
Entra la albahaca
luego llueve
u oscurece.


Tenemos la misma tele
aunque parezca mentira.
Anoche, por cierto,
mientras pensaba en otra cosa
en un programa pasaban
la imagen de unas torres enormes
clavadas en campos verdes
para sacar electricidad del viento.
Todas en fila, formadas,
las hélices enormes y lentas
giraban a destiempo,
perdían la sincronización.


Entonces dejé la otra cosa
y pensé en eso
un buen rato:
cómo sería ir ahí,
el silencio mecánico talvez
al pie de una torre.
Luego me quedé dormida.


Afuera pasan las nubes
en formación,
las piedras del cielo parecen,
piedras rodantes.


Va a llover
y tengo ropa tendida.
Los truenos son el sonido
de la electricidad.
Pienso esa frase de revista
mientras el perro tiembla,
atornillado al piso.


Puede ser tu lugar
donde están esas torres,
no entendí mucho
era el canal alemán o el francés,
a mí me confunden igual.
Unas praderas extensas,
parches verdes
de gramíneas diferentes
como corrientes de agua
o manchas de diesel
que se juntan
sin mezclarse.


Cómo será tu casa,
la ruta que lleva a la puerta,
la ropa secándose en un balcón.
En la tele veo programas de lugares y viajes
como el de anoche
o uno con gente rodeada de blanco
hundida hasta las rodillas.
Luego el mismo lugar sin gente,
sin otro sonido que el tic tac interno,
el que no viene del televisor.


Daban ganas de estar ahí.
La nieve en la tele,
detrás de la electricidad,
me pregunto cosas,
tu lugar, qué pensarás
antes de que llueva
o anochezca,
cosas así pienso
hasta que me duermo.


Me sigue el perro
pero se queda afuera,
al pie de la puerta.
No entra a este sueño
como de aspas gigantes
en cámara lenta,
la nieve al otro lado
de la electricidad.


Huele a albahaca,
es de noche
o va a llover.


Cuánto pesarán,
me pregunto,
sacando la mano
por el balcón de tu casa,
los copos,
los copos de nieve,
cuánto duran en la mano.


***


http://www.tetrabrik.blogspot.com/
Luis Chaves acaba de publicar en Costa Rica un libro de prosas cortas con el título de "300 páginas", una autobiografía no autorizada.


23 de diciembre de 2010

Sobre "Abejas" de Alejandro Crotto



Tradiciones contradictorias




por Diana Belessi


Pocas veces el primer libro de un poeta joven irrumpe en la escena de Buenos Aires con tal intensidad, y toma mi corazón por completo. Hablo de Abejas, de Alejandro Crotto, publicado por ediciones Bajo la Luna. Leí a este muchacho, por primera vez, meses antes de la aparición del libro, en Diario de Poesía, y fue tal la emoción, el estado de plenitud que me produjo, que no dudé en buscar el blog que tenía anunciado y le envié un mensaje diciéndole que sus poemas eran maravillosos. Gesto raro en mí, me asusté después de haberlo hecho, pero su austera respuesta me tranquilizó, y tardé más de dos años en conocerlo personalmente. Su erudición y su memoria me parecieron inconmensurables. También su candidez. Si ésta prima sobre aquéllas, salvando el corazón y la cabeza, Alejandro Crotto será un gran poeta, como lo es en este pequeño libro que acaba de publicar hace apenas un año.

Cuando trato de ver cómo lo logra, veo en primer lugar la masa musical que despliega cada poema, especialmente los largos, como “Las palomas”, o “En el haras Vadarkablar”. Cuenta, sin afeites, una anécdota, con un casi infaltable acento sobre la sexta, o la cuarta y la octava, mostrando en su base rítmica que no le es ajena la versificación en lengua castellana, desde el Renacimiento hasta el Modernismo, y dejando al poema ser libre en su tradición de ruptura, buscando en los quiebres melódicos el sentido que lo llevó a escribirlo. Abejas reúne tradiciones que parecen contradictorias, o al menos suele vérselas así en la arena arena local de la poesía. El ejercicio de la traducción, esa enorme escuela, retumba al mismo tiempo.

Cuenta, a la manera de la poesía, historias mínimas que se vuelven, en su envés, inmensas: caza, desplume de palomas; el apareamiento de una yegua; el instante previo a comer unos tallarines; las abejas que mueren de sed sobre una palangana de agua; etc. Y en la vibrante evocación de una imagen natural, los sentidos se agigantan.

Esto sostiene también la magia de los poemas breves, como “Hilo”, donde interrumpe la sintaxis con una larga frase comparativa, para rematar al final, con dos verbos, aquello que empezó diciendo allá atrás: “vaya salándome en su toque eso que en mí […], titila, quiere”. O de ese otro, ricamente aliterativo, cuyo final parece marcar la poética de este libro: “De lo que abunda / el corazón hable la boca”. Es fácil decir de un libro de poemas que es bueno y hermoso; es difícil explicar por qué. Ojalá estas líneas inviten a leerlo sin preguntarse nada, en la eucaristía del lector con el poema.
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Revista Ñ, 18 de diciembre de 2010

13 de diciembre de 2010

El hombre polar regresa a Stuttgart


Contratapa de El hombre polar regresa a Stuttgart

por Silvio Mattoni

Si fuera un lector real, atolondrado, diría: “El hombre polar es el mejor libro de Cucurto”. Y como sí soy un lector, también esa impresión del libro es verdad. Aquí el lenguaje tropical ha retrocedido un poco, porque han llevado a nuestro héroe al corazón de Europa, donde el sol no calienta. Pero el viaje le templa la voz y hace más fuerte la sinceridad, esa ilusión de decir algo que hace vivir un poema. En este caso, muchos: cada uno memorable. Chocan al principio entre sí las imágenes del mundo embellecido, a la vez antiguo y superdesarrollado, de una Alemania boscosa y urbana, contra lo que trae adentro un joven escritor sudamericano. La poesía le dice: “sacá todo, no dejés nada sin observar, ganá lo que puedas y multiplícate, agarrá la ocasión de los pelos…” Aunque a veces la melancolía, como una contradictoria niebla que abruma al bosque desconocido, llega hasta el ánimo del que escribe. Pero sigue escribiendo; los versos son su estufa inmanente, interior. La memoria le dicta las historias familiares, las interrogaciones al padre, el amor a los hijos. Un poema sobrevive porque llega a transmitir esa ilusión de que la vida continúa. Hay quiebres y catástrofes, pero la vida sigue. La poesía también. Cucurto, más todavía. Incluso nos canta un homoerotismo reinventado que sacude toda la historia de la vieja literatura, desde los griegos hasta los futbolistas atildados, pasando por los niños de barrio en su infinita variedad. El regreso de Cucurto, como un ataque nuevo, otro asedio a la ciudad cualquiera, celebra con mil efectos de ternura y tragedia, de plagio amoroso y destrucción, la supervivencia de un poeta auténtico en un mundo clasificatorio, al que en el fondo redime, poniéndole otro polo. A partir de entonces, el trabajo revela su inutilidad en última instancia, y se destacan los lujos, los adornos, o sea la poesía, como lo único necesario para sostenerse vivo. Si estamos muertos, ¿para qué querríamos una heladera llena? Si un hijo se enferma, ¿de qué nos sirven las palabras? Preguntas a la confusión de lo real, núcleo activo y movedizo de estos poemas, que vale más que todo orden de lenguaje.


4 de diciembre de 2010

Grabando en Entre Ríos

Con el historietista Juan Sáenz Valiente
Foto: Angel S. González

Boliche Díaz Hnos.


Juan Sáenz Valiente dibujando en el boliche. Foto: Angel S. González


Pedro Mairal

El boliche de los hermanos Díaz está lejos de todo, en medio del campo, a veinte kilómetros de General Galarza, al sur de la provincia de Entre Ríos. Saer o Briante lo hubieran mostrado bien. Está sobre el tramo de ripio que llega a la comisaría y un poco más allá donde se corta y donde se acaba el mundo cuando llueve fuerte, porque se hace un barro arcilloso que ahora empantana las camionetas y antes reventaba los caballos. Es un almacén pero lo llaman el boliche de los Díaz, como si en el fondo dijeran el boliche de los días porque está clavado ahí desde 1960, sin cambiar. Hay un ombú al costado del camino para hacer sombra a los autos que paran, apenas una abertura en el alambrado para que pase la gente, y la construcción de material y chapa. Cuando el recién llegado entra, tiene que acostumbrar la vista a la penumbra. Los Díaz son plurales, están siempre de a dos, aunque son cuatro, dos hermanos y dos hermanas, pero ellas casi no atienden el mostrador, salvo urgencias que no suceden nunca. Uno está parado y el otro sentado. Uno de anteojos, bigote y boina con visera, achispado para las respuestas y los números, y el otro un poco más joven, más ancho, de cara roja y ojos claros y menos luces para el presente pero más sabio para los tiempos largos, para callarse y seguir tirando. Envejecieron así como están, entre almanaques de jineteadas y propagandas de cerveza. Medio siglo de historia política argentina los atravesó como esas filmaciones en cámara rápida de cielos cambiantes. Ahí siguen detrás del mostrador.

Ahora hay un hombre joven de gorra tomándose un taco de wisky a las diez de la mañana; va llevando unos postes que asoman de la caja de su camioneta estacionada. Hablan del camino, de Vialidad que no pasa hace rato a emparejar con las máquinas y se está haciendo un huellón de barro seco que rompe la dirección y las puntas de eje. Silencios largos entre temas y subtemas. Pasan cosechadoras lentas por el camino y camiones apurados levantando tierra. La maquinaria agrícola que avanza tiene un aire extraterrestre, como grandes naves de alas plegadas y ruedas gigantes. Es el Imperio de la Soja. Los Díaz tuvieron un pedazo de campo chico hasta los ochentas, después vendieron. En esa época se empezó a ir la gente. Antes había chacras en la zona, estaba más parcelada la tierra. Había tambos, huertas, gallineros. No eran tiempos felices, ni más fáciles, pero había más movimiento, más comunidad. En los tiempos del finado papá, dicen los Díaz. Empiezan así varias frases. Estarán los cuatro hermanos entre los 65 y los 75 años, todos solteros. Al lado de una estampa de Ceferino Namuncurá hay unas fotos viejas: el finado papá en blanco y negro, bastante reforzado, vestido de botas y pantalón y saco y corbata y sombrero de ala corta, impecable y ajustado, como un alemán redondo, teniendo de la rienda un caballo ensillado y también muy ajustado. La pata más gringa de una gauchesca que nunca existió. Y otra foto de gente trabajando en una cosecha. Son del año treinta más o menos, dice el Díaz sentado, porque el finado papá estaba vestido así para ir a ver a la madre de ellos que en ese tiempo todavía era la novia.

Parecen haber armado entre los cuatro hermanos una sociedad cerrada en la que cualquier pareja era la intrusa o el intruso. Debe haber habido novias, novios, relaciones fallidas, peleas. O quizá no. Quizá ninguno dudó de la hermandad blindada. No cabe duda que les funcionó para atravesar el tiempo. Ahora para un Renault 18, con parches de distintos colores. Bajan dos hombres y queda una mujer en el asiento de atrás. Suenan las puertas de las heladeras viejas. Cerveza fría. Compran galleta, caramelos para los chicos. La balanza tiene una especie de espejo retrovisor muy misterioso. El boliche está surtido: alpargatas, encendedores, tanquecitos de Flit, carne, pan y leche fraccionada en botellas de Pepsi de dos litros. El hombre de los postes se fue. Llega una maestra de guardapolvo en un Duna, viene a comprar una lata de tomates porque están haciendo unas pizzetas para los chicos en la Escuela 12. Llega un Falcon celeste, baja un hombre y las dos mujeres se quedan, una en el asiento del acompañante y otra en el asiento de atrás. Se saludan con la mujer que estaba en el Renault. Se conocen. Las mujeres sólo entran al boliche para comprar algo del almacén pero no se quedan a tomar un trago. Ahora adentro hablan de la lluvia que no llega y de una nena de diez años que encontraron muerta en Gualeguay.

(Perfil, 26-11-10)