por Fabián Casas
Hace ya muchos
años, en un poema hermoso que se llama Zona, Guillaume Apollinaire
decía: "Estoy cansado de este mundo nuevo". Lo curioso era
que el yo que se quejaba de esa modernidad, lo hacía en un poema
absolutamente nuevo. Tanto, que sólo unos pocos pudieron percibir su
poder renovador en el momento histórico en el que fue publicado. No
siempre somos contemporáneos de los hechos. Yo me incluyo entre los
muchos que, de haberse encontrado con un mingitorio en una galería
de arte, hubiesen meado adentro. Pero ahora estamos con el resultado
puesto y sabemos que ese artefacto de Duchamp fue un objeto de
ruptura radical. Lo cierto es que si uno se preocupa por informarse,
por leer, por estudiar, puede saber, rápidamente, que Duchamp fue
muchísimo más que ese mingitorio. Diríamos, como suelen hacerlo
los pintores japoneses, que en el trazo de un artista, por más leve
que sea, están concentrados todos sus años de estudio, sus
experiencias, su vida misma. Acá hay dos cosas que debemos decir
rápidamente: por un lado, que el arte es un sistema elitista, que es
para pocos. Ni siquiera Adorno y toda su estructura marxista pudieron
redimirlo para las clases populares. De todas formas, hay que
decirlo, Adorno buscaba la verdad, la verificación de la alienación
como modelo afirmativo de su filosofía. La otra cosa que surge es
que en la vida cotidiana, las personas ya no tienen experiencia. Si
no se tiene experiencia, no se tiene lenguaje, si no se tiene
lenguaje lo único que queda parta refugiarnos es la ideología. Y la
ideología es como una alacena: ese lugar que cuando uno lo abre sabe
que ahí están ordenados los cuchillos, los platos, los vasos, nunca
un mingitorio. La ideología sirve para que no pensemos, para que
seamos pensados por los que ostentan el poder. Walter Benjamin decía
algo muy hermoso: "Para Marx las revoluciones son las
locomotoras de la historia universal. Pero quizá en realidad no sea
así. Quizá las revoluciones son el momento en que la raza humana
que viaja en ese tren empuña el freno de emergencia". Parece
contradictorio que un filósofo marxista escriba algo así ¿no? Pero
Benjamin y su amiguito Adorno se preocupaban por no comer comida
enlatada, se preocupaban por hostigar al devenir de la historia, le
miraban los calzoncillos sucios a Kant, a Luckács y a Heidegger. Y
pensaban no en la dirección del status quo, sino a contrapelo de los
hechos. El artista crea para sí mismo y en esa libertad individual
está su aporte colectivo. Existe el fútbol para todos, pero no el
arte para todos. Y el mundo nuevo, que agotó a Apollinaire, nos da,
día a día, un menú sofisticado de invenciones: no hay vida en
Marte pero hay vida virtual. Hace semanas hubo un hecho que ilustra
las líneas antes citadas con la precisión didáctica de Plaza
Sésamo. Diego Bianchi fue crucificado en las redes sociales porque
al explicar una perfomance que él desarrollaba en Arte Ba, dijo que,
más o menos, "las personas no queremos ver a los trapitos, los
nigerianos que venden relojes". Bastaba ver el video donde él
se explicaba para entender que Bianchi sólo se incluía en el relato
de manera ingenua. Que podía haber sido políticamente correcto y
decir "la gente no quiere ver a estos seres marginales",
pero no lo hizo y rápidamente fue censurado por las buenas
conciencias que siempre leen de manera literal, sin las inflexiones
de la voz. Rápidamente el video se viralizó y la televisión lo
replicó hasta el hartazgo como "Arte discriminador". A
nadie se le ocurrió buscar quién era Diego Bianchi, cuál era su
obra, en el marco de qué contexto se podía ubicar su trabajo
estético y político. Si las personas ya no piensan, la televisión
mucho menos. Cuando era chico, mis tíos mayores me solían hacer
esta broma, me preguntaban ¿sabés el cuento de la buena pipa?
Cuando yo respondía que no, ellos me replicaban: yo te pregunté si
sabés el cuento de la buena pipa. Y así una y otra vez. No recuerdo
otro juego de palabras cuyo remate sea más alienante que este. Casi
como un relato kafkiano insertado en un acertijo infantil.