Pedro Mairal
Una noche, hace varios años, Cucurto me quiso hacer un tour guiado por Constitución. Pasé a buscarlo por Honduras y Bulnes, y después nos tomamos el 168. Era invierno y hacía un frío horrible. Estábamos los dos con gorro de lana, hablando de cualquier cosa mientras el colectivo cruzaba Once y después Congreso. Cada vez que subía una chica linda, el diálogo se interrumpía por unos segundos.
No sé dónde bajamos, pero me acuerdo que estaba oscuro. Era un viernes a la noche. Empezamos a dar vueltas. Cucurto me decía “crucemos” y cruzábamos a mitad de cuadra en diagonal por las calles vacías, buscando y esquivando no sé qué. Fuimos hasta la cortada donde me había anticipado que estaba el Bronco bailable que aparece en muchas de sus historias. Estaba cerrado. Fuimos a buscar un bar donde se juntaban las dominicanas. Estaba cerrado. Me acuerdo de las persianas de metal bajas, hasta el piso por todos lados.
Seguimos caminando. Cucurto estaba callado, yo no decía nada. Pensé que quería mostrarme un mundo que ya no existía más. Caminábamos por el fin de una época. Pensé en una foto de Marcos López que muestra una esquina desierta repleta de afiches y donde hay un poste con un cartelito que dice: “mudanzas al Paraguay” y un teléfono. Yo pensé que se habían vuelto todos, las paraguayas, las dominicanas, y habían cerrado Constitución.
¿Dónde estaba el calor tropical de la bachata, la música, el ruido, la alegría? Hacía un frío pos-menemista. Se había apagado la matrix. En una cuadra había un travesti boliviano peleando solo y vomitando. Había varios patrulleros dando vueltas. ¿Qué buscaba Cucurto cruzando las calles en diagonal, dos, tres veces? Cruzamos acá, Pedrito, vení, crucemos acá. Cucurto me mostraba los lugares cerrados como si fueran ruinas: acá estaba la peluquería donde se juntaban todas las dominicanas, acá, en estas dos puertas que están ahí ¿ves? estaba el hotelito donde me encamaba todo el día con las negras. Yo miraba. Tirábamos vapor por la boca, se venía el frío de la noche oceánica que Cucurto iba a cruzar en avión un tiempo después para ir a Alemania. Fue el frío negro de Stuttgart que se nos anticipó esa noche.
Muchos meses después, recién cuando Cucurto volvió sano y salvo de Alemania, volvimos a Constitución una tarde, antes de la presentación de un libro. Esta vez llegamos cuando todavía era de día, y Cucurto empezó con el “crucemos acá y crucemos acá” de su agenda secreta. Estaba todo mucho más animado, incluso Cucurto.
Entramos en una feria de ropa en una playa de estacionamiento. Dimos vueltas. Cucurto preguntaba precios, miraba zapatillas para los chicos. Todos los colores de la ropa colgada, un tsunami de ropa moviéndose al viento. Vi una camiseta chiquita de Independiente para mi hijo de cinco años y Cucurto insistió en regalármela (mi hijo no se la sacó durante un mes, dormía con la camiseta, iba al colegio con la camiseta abajo del buzo).
Después de dar vueltas y mirar y cruzar y recruzar calles saludando a las chicas que esperaban clientes en las puertas de los telos, Cucurto y yo terminamos entrando al bar de la esquina de Cochabamba y Salta. Ya se había hecho de noche. Vas a ver lo que es esto, Pedrito, te vas a morir. Había unos billares. Nos sentamos. De golpe entró una negra que nos pasó por al lado en cámara lenta. Fue como una aparición, nos pegó unas pestañadas como aletazos de pájaro biguá, tenía un conjuntito rojo ajustándole un culo de cachas siderales como dos planetas que se querían independizar uno del otro. Cortaba el aliento la negra. En un momento se nos sentó en la mesa. Dijo que se llamaba Coral. Yo quedé paralizado de las cejas para abajo, como una esfinge. Cucurto le hablaba de mí. Ella decía: es silencioso tu amigo. Cuando olfateó que no íbamos a sacar la billetera, se fue. Entraban más negras que lo saludaban a Cucurto, lo llamaban por uno de sus tantos nombres: Santiago. Así me presentó a Idalina y a su hermana. Salían de sus poemas las dominicanas del demonio, caminando con tacos, todas muy reinas aunque vinieran de la calle a calentarse un poco en ese bar después de no conseguir nada de nada.
Salimos. Hicimos un par de cruces más. Entramos al bar frente a la plaza. Yo le hablaba a Cucurto y él no me contestaba. ¿Eh?, me decía. En un rato tenemos que ir para la presentación del libro, Cucu. Ni bola me daba, estaba cruzando miradas con alguien, alguna paraguaya fuera de mi ángulo de visión. Me dijo “ahí vengo”, salió, volvió a entrar, me dijo “Pedrito, tomate una cerveza, en media hora estoy acá, bancame, no te vayás sin mí”.
Yo me quedé ahí sentado en una mesa enclenque. Al lado mío, una negra sentada en una butaca de la barra se hamacaba y su banqueta pegaba contra mi mesa, y se me hamacaba toda la cerveza en el porrón, todo se volvía inestable, se me hamacaba el alma. La negra, metida en unas calzas fosforescentes, hacía un mínimo zigzagueo desde la cabeza y le bajaba como un latigazo por la columna hasta ese culo de negra poderosa que golpeaba en mi mesa, en mi osamenta, en el piso del bar, y empujaba unos milímetros el mundo, lo ponía en marcha, hacía andar Constitución, pum, pum, lo iba impulsando a su ritmo, los toques eran mínimos y los hacía como sin darse cuenta, pero eran golpes en la puerta del infierno, una fuerza imparable que quería entrar en mi vida, y en un momento ella me miró riéndose. Era una negra medio avejentada, linda, altanera. Me soslayó, me siguió cadereando, me pegaba culazos en la mesa, me incitaba pegando con toda su materia sexual en la campana del amor, para ver si despertaba al rubiecito tímido que estaba ahí sentado como un turista entre las dominicanas de nombres bíblicos, los africanos que entraban a vender relojes de oro por las mesas con sus maletines, el mozo al que se le trasparentaba la camiseta musculosa abajo del delantal blanco, el cartelito que decía “toda consumición se abona en el acto”, las putas viejas pintarrajeadas en una mesa del rincón, las putas gordas forzando al máximo la costura del jean, la cumbia en la rocola, los tipos tomando vino…
Pasaron casi dos horas así. Cucurto no apareció. Salí y en un kiosco me compré un Gatorade para bajar la sed, la sed que me daba estar perdido, extraviado para siempre en el desierto. ¿Para adónde iba a ir? Mi guía personal se había entregado al misterio de su agenda y yo, con la camiseta de Independiente para mi hijo en una mano, no sabía para dónde rumbear.
Una noche, hace varios años, Cucurto me quiso hacer un tour guiado por Constitución. Pasé a buscarlo por Honduras y Bulnes, y después nos tomamos el 168. Era invierno y hacía un frío horrible. Estábamos los dos con gorro de lana, hablando de cualquier cosa mientras el colectivo cruzaba Once y después Congreso. Cada vez que subía una chica linda, el diálogo se interrumpía por unos segundos.
No sé dónde bajamos, pero me acuerdo que estaba oscuro. Era un viernes a la noche. Empezamos a dar vueltas. Cucurto me decía “crucemos” y cruzábamos a mitad de cuadra en diagonal por las calles vacías, buscando y esquivando no sé qué. Fuimos hasta la cortada donde me había anticipado que estaba el Bronco bailable que aparece en muchas de sus historias. Estaba cerrado. Fuimos a buscar un bar donde se juntaban las dominicanas. Estaba cerrado. Me acuerdo de las persianas de metal bajas, hasta el piso por todos lados.
Seguimos caminando. Cucurto estaba callado, yo no decía nada. Pensé que quería mostrarme un mundo que ya no existía más. Caminábamos por el fin de una época. Pensé en una foto de Marcos López que muestra una esquina desierta repleta de afiches y donde hay un poste con un cartelito que dice: “mudanzas al Paraguay” y un teléfono. Yo pensé que se habían vuelto todos, las paraguayas, las dominicanas, y habían cerrado Constitución.
¿Dónde estaba el calor tropical de la bachata, la música, el ruido, la alegría? Hacía un frío pos-menemista. Se había apagado la matrix. En una cuadra había un travesti boliviano peleando solo y vomitando. Había varios patrulleros dando vueltas. ¿Qué buscaba Cucurto cruzando las calles en diagonal, dos, tres veces? Cruzamos acá, Pedrito, vení, crucemos acá. Cucurto me mostraba los lugares cerrados como si fueran ruinas: acá estaba la peluquería donde se juntaban todas las dominicanas, acá, en estas dos puertas que están ahí ¿ves? estaba el hotelito donde me encamaba todo el día con las negras. Yo miraba. Tirábamos vapor por la boca, se venía el frío de la noche oceánica que Cucurto iba a cruzar en avión un tiempo después para ir a Alemania. Fue el frío negro de Stuttgart que se nos anticipó esa noche.
Muchos meses después, recién cuando Cucurto volvió sano y salvo de Alemania, volvimos a Constitución una tarde, antes de la presentación de un libro. Esta vez llegamos cuando todavía era de día, y Cucurto empezó con el “crucemos acá y crucemos acá” de su agenda secreta. Estaba todo mucho más animado, incluso Cucurto.
Entramos en una feria de ropa en una playa de estacionamiento. Dimos vueltas. Cucurto preguntaba precios, miraba zapatillas para los chicos. Todos los colores de la ropa colgada, un tsunami de ropa moviéndose al viento. Vi una camiseta chiquita de Independiente para mi hijo de cinco años y Cucurto insistió en regalármela (mi hijo no se la sacó durante un mes, dormía con la camiseta, iba al colegio con la camiseta abajo del buzo).
Después de dar vueltas y mirar y cruzar y recruzar calles saludando a las chicas que esperaban clientes en las puertas de los telos, Cucurto y yo terminamos entrando al bar de la esquina de Cochabamba y Salta. Ya se había hecho de noche. Vas a ver lo que es esto, Pedrito, te vas a morir. Había unos billares. Nos sentamos. De golpe entró una negra que nos pasó por al lado en cámara lenta. Fue como una aparición, nos pegó unas pestañadas como aletazos de pájaro biguá, tenía un conjuntito rojo ajustándole un culo de cachas siderales como dos planetas que se querían independizar uno del otro. Cortaba el aliento la negra. En un momento se nos sentó en la mesa. Dijo que se llamaba Coral. Yo quedé paralizado de las cejas para abajo, como una esfinge. Cucurto le hablaba de mí. Ella decía: es silencioso tu amigo. Cuando olfateó que no íbamos a sacar la billetera, se fue. Entraban más negras que lo saludaban a Cucurto, lo llamaban por uno de sus tantos nombres: Santiago. Así me presentó a Idalina y a su hermana. Salían de sus poemas las dominicanas del demonio, caminando con tacos, todas muy reinas aunque vinieran de la calle a calentarse un poco en ese bar después de no conseguir nada de nada.
Salimos. Hicimos un par de cruces más. Entramos al bar frente a la plaza. Yo le hablaba a Cucurto y él no me contestaba. ¿Eh?, me decía. En un rato tenemos que ir para la presentación del libro, Cucu. Ni bola me daba, estaba cruzando miradas con alguien, alguna paraguaya fuera de mi ángulo de visión. Me dijo “ahí vengo”, salió, volvió a entrar, me dijo “Pedrito, tomate una cerveza, en media hora estoy acá, bancame, no te vayás sin mí”.
Yo me quedé ahí sentado en una mesa enclenque. Al lado mío, una negra sentada en una butaca de la barra se hamacaba y su banqueta pegaba contra mi mesa, y se me hamacaba toda la cerveza en el porrón, todo se volvía inestable, se me hamacaba el alma. La negra, metida en unas calzas fosforescentes, hacía un mínimo zigzagueo desde la cabeza y le bajaba como un latigazo por la columna hasta ese culo de negra poderosa que golpeaba en mi mesa, en mi osamenta, en el piso del bar, y empujaba unos milímetros el mundo, lo ponía en marcha, hacía andar Constitución, pum, pum, lo iba impulsando a su ritmo, los toques eran mínimos y los hacía como sin darse cuenta, pero eran golpes en la puerta del infierno, una fuerza imparable que quería entrar en mi vida, y en un momento ella me miró riéndose. Era una negra medio avejentada, linda, altanera. Me soslayó, me siguió cadereando, me pegaba culazos en la mesa, me incitaba pegando con toda su materia sexual en la campana del amor, para ver si despertaba al rubiecito tímido que estaba ahí sentado como un turista entre las dominicanas de nombres bíblicos, los africanos que entraban a vender relojes de oro por las mesas con sus maletines, el mozo al que se le trasparentaba la camiseta musculosa abajo del delantal blanco, el cartelito que decía “toda consumición se abona en el acto”, las putas viejas pintarrajeadas en una mesa del rincón, las putas gordas forzando al máximo la costura del jean, la cumbia en la rocola, los tipos tomando vino…
Pasaron casi dos horas así. Cucurto no apareció. Salí y en un kiosco me compré un Gatorade para bajar la sed, la sed que me daba estar perdido, extraviado para siempre en el desierto. ¿Para adónde iba a ir? Mi guía personal se había entregado al misterio de su agenda y yo, con la camiseta de Independiente para mi hijo en una mano, no sabía para dónde rumbear.