(de la novela El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati)
Dos años después, Giovanni Drogo dormía una noche en su habitación de la Fortaleza. Habían pasado veintidós meses sin traer nada nuevo y él se había quedado inmóvil, esperando, como si la vida debiera tener con él una especial indulgencia. Y, sin embargo, veintidós meses son largos y pueden suceder muchas cosas: hay tiempo para que se formen nuevas familias, nazcan niños y empiecen a hablar, para que se alce una gran casa donde antes sólo había un prado, para que una hermosa mujer envejezca y ya nadie la desee, para que una enfermedad, incluso de las más largas, se prepare (y mientras tanto el hombre sigue viviendo despreocupado), consuma lentamente el cuerpo, se retire en breves apariencias de curación, se reanude desde más hondo, sorbiendo las últimas esperanzas; queda aún tiempo para que el muerto sea enterrado y olvidado, para que el hijo sea de nuevo capaz de reír y por la noche acompañe a las muchachas por las avenidas, inconsciente, a lo largo de las verjas del cementerio.
La existencia de Drogo, en cambio, estaba como detenida. La misma jornada, con idénticas cosas, se había repetido centenares de veces sin dar un solo paso adelante.