(Publicado en la revista Brando, en mayo de 2010)
.
Pedro Mairal
.
Mala noche
.
La noche antes del viaje daba vueltas en la cama. Me voy a morir, pensaba. Por hacerme el transcultural. Voy a quedar en la ruta señalado con una de esas crucecitas que ponen los familiares al costado de la curva mortal. Estaba todavía a tiempo de cancelar. Además no sabía quién iba a ser el camionero. ¿Qué pasaba si era el camionero prototípico que “chupa como un camionero” y maneja borracho? ¿Cuántos kilómetros iba a soportarlo si manejaba mal? Le había preguntado a mis amigos si les parecía que yo iba a poder ponerme el cinturón de seguridad en el camión y se rieron en mi cara. Me estaba arrepintiendo de haber aceptado la propuesta de la revista: subirme con un tipo que no conocía a un camión con acoplado por las rutas argentinas para escribir un artículo; ellos me conseguían el contacto a través de uno de los redactores que era amigo de alguien que estaba en el tema del transporte y conocía a un camionero. ¿Y si era insoportable el tipo? Empecé a imaginarme dos días con un camionero medio suicida riéndose a carcajadas, puteando con la música a fondo, subiendo travestis en todas las paradas de camiones... Mis amigos me aconsejaron: Hay unos calzones de lata nuevos...
Harina
Harina
.
A la mañana siguiente llego temprano a la planta procesadora de General Rodríguez, en Provincia de Buenos Aires. El camión ya está cargado y me encuentro con un tipo de unos cuarenta años que me da la mano. Javier, me dice, y yo me presento, le digo que vengo de parte de la revista. Ya le avisaron. Le noto un acento entrerriano, se despide simpático del fotógrafo que viajó con él ayer haciendo fotos para la nota y que ahora antes de irse nos saca una foto juntos. El camión ya está cargado con grandes bolsones de harina de pluma de pollo. Mientras hacen el papeleo del Senasa, el organismo que controla la sanidad agropecuaria, doy una vuelta por la planta entre el ruido insoportable y el olor a pelo quemado; las máquinas procesan vísceras y plumas de pollo hasta convertirlas en una especie de polvo marrón que se usa para alimento balanceado de animales. En la balanza del Senasa calculan el peso de la carga descontándole el peso que tenía el camión cuando llegó vacío y chequean que no supere la carga máxima permitida. Ahí empiezo a escuchar sobre toneladas, controles a camiones, a camioneros, exámenes psicofísicos, cursos de capacitación, permisos para manejar cargas peligrosas...
.
La altura
.
Cuando nos dan el libre tránsito, me subo al camión (o me trepo más bien) y salimos rumbo a La Pampa, con el sol alto por el Acceso Oeste. Javier se pone el cinturón de seguridad. ¿Hay que ponerse esto?, digo como si me pareciera extraño. Y sí, me dice, siempre es más seguro. Pensar que se habían reído de mí. Lo primero que se siente arriba del camión es la altura distinta, la perspectiva nueva del camino, una sensación de dominio del espacio, porque se ve más lejos en el horizonte. También se siente el tironeo del acoplado, amortiguado por un elástico de acero. Es un camión Volkswagen de 220 caballos de fuerza que arrastra 17 toneladas sin que se note el esfuerzo del motor. El camión cargado tiene como un envión de tren, no parece fácil de frenar, pero frena. De todas formas se siente una gran desproporción con los autos y todavía más con las motos y los ciclistas, que desde ahí arriba parecen una hoja de papel. Si yo fuera un ciclista de calzas de lycra lo pensaría dos veces antes de salir a la ruta y hacerme afeitar al ras por los camiones.
.
Heavy
.
Javier maneja bien, pero igual tardo un rato en relajarme. Es un camión frontal, sin trompa, nosotros y el parabrisas somos el mascarón de proa de una energía cinética poderosa que se cruza muy cerca con energías similares que vienen en la dirección opuesta. Me pongo a cebar mate tratando de sincronizarme con el tironeo del acoplado para no quemarme. Una vez leí que a los centros del quemado argentinos llegan sobre todo quemaduras en la ingle (y aledaños) por la gente que ceba manejando. Javier me cuenta que es entrerriano y hace 14 años que maneja camiones. Antes fui ambulancista, me dice. Y hablamos un rato largo de ese trabajo, de la ambulancia, de la mafia erótica de los hospitales, de levantar fiambres en los accidentes. Le pregunto si era peligroso y me dice que no. Me señala el camión que estamos pasando y me dice: “Eso es más peligroso”. Miro el camión pero no noto nada raro. “¿Ves la calcomanía esa roja con la llamita? Es de cargas peligrosas, me explica. Llevan agroquímicos. ¿Puede explotar?, pregunto. No, lo afanan, los agroquímicos son carísimos, calculá que se usa un frasquito por hectárea y ahí lleva varias toneladas. Algunos van con custodia. Porque los chorros te paran, y se llevan el camión, lo descargan por ahí y lo dejan tirado. Es la policía siempre. Saben lo que lleva adentro por la calcomanía esa que es obligatoria”. Ahora estamos en la Ruta 7. Los carteles indican que a cuatro kilómetros hay un pueblo llamado Heavy.
.
Infografía
.
.
Me pongo a pensar en la circulación de mercadería, de cosas tan específicas a lo largo del país. Nosotros llevamos un ingrediente proteico que formará parte del alimento balanceado para peces de los criaderos de Bariloche. La historia empieza en el frigorífico donde unos rodillos con púas de goma despluman a los pollos que pasan muertos, colgados de las patas, las plumas se acumulan en tanques, se secan con un proceso que se llama liofilización, se muelen en una harina que es transportada largas distancias hasta un molino que la mezcla con otros ingredientes -como harina de lombriz, harina de sangre, levadura de cerveza- y forma pellets que se embolsan para vender y llevar a los criaderos del sur donde comen y engordan las truchas arcoiris que después son abiertas, evisceradas, desespinadas y congeladas en filetes que se exportan a distintos mercados del mundo. De golpe me veo metido dentro de una gran infografía dinámica, con camioncitos moviéndose por un mapa entre plantas procesadoras, redes viales, porcentajes, datos nutricionales, demandas de proteína animal, biología aplicada, criaderos, puertos, barcos, restaurantes, clientes, estómagos humanos.
.
Una línea
.
El sol está pegando fuerte aunque recién está por llegar la primavera. En Junín tomamos la ruta 188. Se ve mucha maquinaria agrícola parada. No hay movimiento en la tierra, se ven solo rastrojos. Tiene que llover antes de que siembren, me dice Javier. La tierra está seca. Ya se empieza a hacer perfectamente plano el horizonte, como esa línea abstracta que le basta a Fontanarrosa para crear todo el escenario de Inodoro Pereyra. La Pampa empieza antes de La Pampa. Es jueves. Se ven grupos de chicos jugando alrededor de las escuelas en medio del campo. Kilómetros de alambrados y de pronto una liebre corriendo sola. La ruta está medio vacía, no viene nadie de frente y se puede sobrepasar tranquilamente a los más lentos, algo que no es fácil de hacer con un camión de 22 metros de largo. Hay días que quedás en esas chorreras de autos y camiones y capaz que estás horas ahí atrapado en el trencito yendo a 50, me dice. Pasamos por Lincoln y por otro pueblo de nombre raro: Pazos Kanki. Le pregunto a Javier si a veces sueña que maneja. “No, pero la primera noche, cuando vuelvo de un viaje largo no puedo dormir, quedo como apretando pedales”, me dice.
.
Almuerzo
No paramos a almorzar, entramos en la tarde a 80 kilómetros por hora con mate y galletitas. Por suerte Javier habla, cuenta cosas, sin que yo tenga que estar sacándole temas con el tirabuzón de preguntas. Se nota que le gusta su trabajo, él mismo me lo dice. A mí me gusta andar, estar moviéndome, me ponés atrás de un escritorio y no aguanto una semana. Lo más duro de este trabajo son las esperas en los puertos, eso es lo peor. A veces te dejan tres días ahí, haciendo fila hasta que te toca turno. Tenés que calar el cereal, pesar, descargar. Te dan un número y capaz que te llaman por altoparlante a las cuatro de la mañana y si te quedaste dormido perdiste, se te meten delante. Por ahí te tirás a descansar un rato y cada diez minutos te tocan la puerta las putas, te llaman “¡Papiiiiitooo, qué haces ahí adentro solito?”. No te dejan dormir. Hay unas combis que pasan y te llevan a un restorán, por treinta pesos tenés tenedor libre. El tema putas se agota ahí, se vuela por la ventana, y empezamos a hablar de comida. Parece que no habrá travestis en rotondas ruteras. Al final, no tomás, no andás de putas, manejás tranquilo… Me trajeron con el monje camionero, le digo. Se ríe y me dice: “Yo soy así, vos escribí lo que quieras”. Me pongo a cambiar la yerba y en el trámite encuentro unos cds. Elegí alguno, me dice y pongo Los Majestuosos del Chamamé.
.
Banda sonora
.
.
Es raro lo que hace la música cuando uno está en la ruta. Se vuelve banda sonora de la película sin editar en la que uno va metido. El camino y la música se combinan de maneras extrañas. Entre los sapucays y el acordeón, van pasando hacia atrás los silos, los tambos allá lejos, y en la banquina los altares rojos del Gauchito Gil que en esta última década le ganó mucho protagonismo a la Difunta Correa entre los santos populares. ¿Vos le dejás ofrendas al Gauchito o a la Difunta? “No, yo eso nada, pero respeto, hay gente que para, deja cosas, pide. Yo no”. En unas horas vamos a llegar a General Pico. Hablamos de Victoria, la ciudad entrerriana donde vive con su mujer y una hija chiquita. Me cuenta que tiene otra hija que estudia en Rosario. Yo le cuento de mi hijo y así pasa el paisaje hacia atrás y nos vamos contando la vida, lo que queremos contar, y de vez en cuando nos callamos porque en la ruta uno se deja ir lejos con los ojos y entonces la cabeza se libra de uno mismo, apaga la máquina de pensar en contra, se olvida un poco, se amansa. Javier salió el martes de Victoria, tuvo un viaje a Córdoba y de ahí a General Rodríguez, de donde salimos hoy a la mañana. Ya tiene ganas de volver a su casa, pero todavía hay que descargar el camión en La Pampa.
La Pampa
La Pampa
“Acá en la Petrobrás de Banderaló, dice un amigo que hay una petisa muy bonita. Siempre me dice así: hay una petisa muy bonita”. Javier imita a su amigo y pasamos el limite interprovincial. La Petrobrás aparece de a poco, se agranda de golpe en su perspectiva diseñada, y queda atrás, no paramos, venimos embalados, y la petisa queda para otro día. El disco de Los majestuosos vuelve a empezar y el sol ya casi está tocando el horizonte. Se hace de noche rápido y tomamos curvas larguísimas donde se ven venir de frente las luces de los autos. En Larraudé tomamos la Ruta 1. Falta poco. Me dice que en Pico hay un hotel, él va a dormir al lado del molino, acá adentro del camión; tiene cama y hasta una tele de 12 volts. En las afueras de la ciudad cargamos gasoil, el playero nos habla de accidentes recientes, de los borrachos, de los pendejos en moto que cruzan la ruta sin mirar. Al entrar a la planta del molino hay que pesar de vuelta el camión. El sereno ya lo conoce, se saludan. No hay nadie. La postal del galpón enorme y el camión parado al lado en el playón vacío. Mucha soledad acá. Javier camina a la Shell a comprarse un sándwich de milanesa, yo me voy al hotel. Pico es una ciudad agrícola, trazada con regla sobre la llanura. El hotel está bien y en el restorán de al lado, un grupo de hombres panzones con camisas a cuadros habla un rato largo de escopetas. Mañana empieza otro paro del campo. No se va a poder circular con camiones cargados. De todas formas, no tendríamos que tener problema porque el camión ya va a estar vacío.
.
La descarga
A las ocho de la mañana vuelvo al molino y me encuentro el camión dentro del galpón con el acoplado a medio descargar y un autoelevador, de esos que llaman sampi o clark, sacando los grandes bolsones y llevándolos hacia adentro de la planta donde se mezclan las harinas en el molino. Javier me explica que hay que descargarlo alternando un lado y el otro porque si se descarga todo de un solo lado se desbalancea y se puede volcar. Me dice que durmió bien, que estaba fresco y lindo para dormir, pero ahora el día se está poniendo pesado y caluroso. Levanta y cierra las puertas laterales del acoplado, arma la estructura de fierros que sostiene la lona y lo vuelve a tapar, atando cada una de las sogas con un mismo nudo. Es metódico y prolijo. “A mí me gusta el camión bien presentado”, me dice. “Esa cosa del camionero croto que va con la lona flameando no me gusta. El camionero en general es muy croto”, dice y me cuenta que antes los dejaban bañarse en las estaciones de servicio pero ahora cerraron todas las duchas. “El otro día un playero me dice: Las duchas están cerradas porque ustedes rompen y ensucian todo, y es verdad, tiene razón, pero te da bronca”.
.
El desierto
Después de volver a pesar el camión salimos hacia el norte. Javier quiere llegar antes que anochezca a Entre Ríos. Se nota la diferencia al estar vacío el camión, parece más fácil de frenar y el acoplado ya no pega tirones. La ruta está todavía más vacía que ayer y un viento caliente se empieza a levantar cada vez más fuerte, un viento que le pega casi de frente al camión y lo relenta. “Mirá, lo traigo a fondo y vamos a 60”, me dice, “Si hay viento gasta mucho más gasoil”. Se arman remolinos en la tierra arada, se está cociendo el caldo de la tormenta de Santa Rosa, hay un falso verano. Es un aire de otro lado, aire del norte que abomba y trae calor y zamarrea las arboledas de eucaliptus. En los alambrados flamean tiras de plástico que quedaron enganchadas. Parece niebla la tierra que vuela. El calor se pone tan bravo que en la Petrobrás de Banderaló compramos una botella de agua, pero la petisa muy bonita no está. Hay una morocha grandota bastante simpática. Con las ventanas abiertas y el viento arremolinando el diálogo seguimos viaje, vamos cruzando la planicie seca y pensando en unos sándwiches que según Javier son muy buenos en un pueblo llamado Sancti Spiritu. Pero todavía hay que agarrar la Ruta 33 en Villegas y el viento nos está demorando.
.
Una teoría
Viene uno como dormido cuando vuelve del desierto, dice Martín Fierro en la vuelta, y así vengo en el asiento, aplastado, medio sordo por el viento en los oídos, saliendo del desierto de a poco; unos parches verdes empiezan a aparecer y semi dormido pienso que otra vez no paramos a almorzar, y lo bien que está eso porque en general no me gusta comer frente a frente, prefiero evitar esa especie de confrontación un poco intimidante de la mesa, mejor comer unos sandwiches mirando la ruta, conversar así en movimiento, mirando para adelante, quizá porque esa es la manera en que me gusta escribir, mostrando, sin ponerme delante, aunque hay autores que confrontan al lector y lo hacen bien, yo prefiero ir desplegando las escenas delante de los ojos a la par del lector, sin obstruir el paisaje, prefiero hacerme a un lado, quedar hombro con hombro, escribir como quien va manejando un camión y lleva al lector de acompañante. Así yo voy quizá leyendo este viaje y al volante Javier lo va escribiendo.
.
Piquete familiar
Cuando ya estamos entrando por el sur a Santa Fe, me saca del sopor una camioneta 4x4 que se nos pone a la par. “¿Y este?”, dice Javier. El tipo saca la cabeza por la ventana, nos señala la carga y hace montoncito con la mano. ¿Qué llevan?, pregunta. “¡Qué le importa!”, dice Javier y ni lo mira. El tipo después se aburre y nos pasa. Como el camión está tapado con las lonas no se nota que está vacío. En Chabás vemos unos silos gigantes abollados como latas de cerveza vacías por un tornado que pasó en el 2003. Sigue el calor pero ya el aire es otro, menos terroso, más húmedo. En Casilda, nos cruzan delante unas banderas Argentinas. Se ponen en medio del camino una señora mayor con los nietos, un hombre de unos cincuenta años. Nos frenan, preguntan qué llevamos en la carga. Javier les dice que va vacío, que descargó en General Pico y nos dejan seguir. Esto es todo lo que se ve del paro del campo que ya parece gastado, un simulacro de algo que sucedió hace tiempo, aunque sólo haya pasado un año desde los grandes cortes de ruta que paralizaron al país.
.
La sombra del lapacho
Ya cerca de Rosario, me dice que está cansado, pero se lo ve contento de estar menos lejos de su casa. Me pregunta qué impresión me llevo de todo esto y le digo la verdad, que tenía miedo de que fuera un camionero insoportable, que me alegra que me haya tocado viajar con él, también le cuento que me gustó ver un eslabón de toda una cadena de producción industrial. Bordeamos la ciudad y cruzamos el río Paraná por el puente interprovincial hacia el lado de Victoria. El agua lleva el diálogo hacia el lado de la pesca y los consejos para asar el pescado sin que se pegue poniéndolo cuando la parrilla está todavía fría, y cómo era el viaje en lancha hasta Rosario cuando todavía no estaba el puente, y qué lugares son buenos para pescar. Ya estamos en Entre Ríos y se nota. Javier me cuenta de la huerta que hicieron con su mujer, de los tomates, de la diferencia entre el agua de la canilla y el agua de lluvia. Quiere llegar, bañarse y tomar mate a la sombra de un lapacho blanco que trajo del norte y plantó hace varios años en su patio.
.
El hijo de la maestra
.
Se ve de lejos Victoria, ahora el terreno es más amable, ya no es el páramo seco sino un lugar verde con lomadas. Javier me señala todo, allá está el casino, allá el gran hotel, allá hay unos barrios nuevos que están construyendo. Entramos en la ciudad. Me propone desenganchar el acoplado para poder maniobrar en el centro y llevarme a la terminal donde me voy a tomar el colectivo. Le digo que no hace falta pero insiste. En un playón dejamos el acoplado y entramos por las calles de casas bajas. De vez en cuando saluda a algún conocido; está en sus pagos y se le nota en la actitud física, en el entusiasmo orgulloso de estar de vuelta ahí. En la esquina de la plaza me muestra la casa donde nació. Mi vieja era maestra, me dice y llegamos a la terminal. Le agradezco por todo y me bajo. Él tiene que ir hasta el tinglado de su patrón donde se guardan los camiones. Ojalá pueda algún día comprarse el Scania que quiere tener. Ese es su sueño: tener su propio camión. Ahora levanta el brazo, me saluda y lo veo doblar y perderse en la esquina. Se llama Javier Gareis.