5 de febrero de 2010

Cuando calienta el sol

por Pedro Mairal

Acá estamos, en bermudas o shorts o bikinis o grandes mallas enterizas que intentan atajar la fofez, lo mofletudo de uno, el excedente, el tejido adiposo, lo liposuccionable que acarreamos con nosotros. Señoras como del Bosco salidas a la luz, oreando por primera vez al sol toda su carne de sombra, blanqueando su viudez amoratada; unas gallegas descendientes del mantón riguroso, del faldón hasta el suelo, del cuello alto y cerrado, de los puños abrochados, ahora ya en pelotas asándose en la arena. Cuerpos como quien lleva un barril, señores médicos con un embarazo de diez meses, encorvados, las patitas de tero, el sombrerito. Mujeres de pechos chupados, estirados hacia abajo, de la mano del responsable de semejante estrago: nenes en bombachita, como mini levantandores de pesas de medio metro de alto, nenas con la espalda negra, haciendo pozos en la orilla. Escribanos saliendo del agua con sus calvas embadurnadas de protector solar y protector lunar. Mujeres despatarradas en la arena, como caídas desde un tercer piso, boca abajo, el corpiño desabrochado; los límites del bronceado y la blancura invernal, urbana, oficinística. Viejos todavía apolíneos requemados, en slip, mostrándose parados con los brazos en jarra mirando el horizonte. Maridos malhumorados bajo la sombrilla, acurrucados, protegiéndose bajo un paraguas del gran chubasco de sol, del resplandor insoportable de la vida. Ingenieros panzones varados en la arena para siempre. Arquitectos flacos costilludos, con tendones a la vista, clavículas funcionales y rótulas. Adolescentes recién estirados con húmeros, fémures y tibias demasiado largos. Mujeres luchando ya en sus cuarenta con cuerpos cansadores que pasaron por el yoga, el tae-bo, el step, el spinning, pilates. Ninfas paradas inmóviles, esculturales en la orilla, proyectando la sombra movediza de sus personal trainers. Todo el sudor perdido para llegar hasta la gloria dorada de esta pasarela de los cuerpos tan reales, indisimulables, nuevos o vencidos. Las atrofias sinceradas bajo el cielo, la escoleosis, las várices, las manchas de nacimiento, y también la histeria de lo tirante, la bikini que justo, la micro bikini que apenas, la tanga que por un milímetro respeta el límite del tabú del pubis y el pezón. La playa como momento de gloria para los orgullosos poseedores de carnes acordemente distribuidas con los gustos de la época. El gran momento esperado todo el año por la chica narigona, feúcha, pero con linda cola. Y también la playa como momento sufriente para los otros, los acomplejados, los tímidos, los pudorosos, que son su cuerpo, no tienen un cuerpo sino que son fatalmente esa suma de detalles evidentes que asoma en el espejo. La playa como muestrario anatómico, dermatológico, caricaturesco de la bíodiversidad. Industriales de pecho canoso, políticos de pechitos caídos, licenciadas en administración de empresas con cicatrices de cesáreas, profesoras de matemática fumando y odiando todavía a sus alumnos sentadas en la orilla, apergaminadas, pecosas, un poco anaranjadas de tanto bronceador, y las tonalidades del fucsia en los recién venidos que duermen al sol, los ardores color ocaso, los elásticos del corpiño amatambrando la espalda, encarnándose, los pliegues múltiples del jefe de personal, como un sharpei albino, y el frío del mar encogiendo las bolsas escrotales de los bañistas, los surfers, los padres de familia que levantan los brazos con el agua a la cintura y hacen pis sin mirar a la orilla.

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(Perfil, 29 de enero de 2010)