17 de mayo de 2015

Prólogo a La Sudestada, de Juan Sáenz Valiente




Prólogo a La Sudestada, de Juan Sáenz Valiente 

Pedro Mairal 



En Buenos Aires, cuando viene la sudestada, no hay nada que la detenga. Los vientos cruzados del sudeste y la creciente del Río de la Plata embravecen la costa, la tormenta puede durar días y cambia el humor de la gente. El agua se desborda. En la ciudad, las olas pegan contra el paredón de la costanera y la pasan por arriba empapando la avenida. Un poco más lejos, en el Delta del Tigre, todo se inunda y quedan las casas aisladas, cada una salvada sobre sus pilotes de madera. 

Al investigador privado Jorge Villafañez se le va a venir la sudestada. Es un personaje cínico, gris, tabacoso, ultra porteño, desamorado, puteador, capaz de cualquier bajeza con tal de conseguir un dato, un sabiondo de sobremesa que siempre está de vuelta, y sin embargo las emociones le van a empezar a soplar desde el sudeste sin que se las vea venir. Cuando le piden investigar a la coreógrafa Elvira Puente, los sueños se le enrarecen y, en el fútbol con los amigos, le empieza a pifiar a la pelota. El detective que se las sabe todas, se queda sin pistas. 

El cerebro creativo de Juan Sáenz Valiente es una cosa muy rara. Tiene una libertad de extraterrestre. Es capaz de tomar las influencias más diversas, de Tintín a Egon Schiele, y asimilarlas para hacerlas entrar en su dibujo de una manera completamente personal. Su estilo puede ir en todas las direcciones y esto lo viene demostrando hace más de diez años. Desde entonces publicó Sarna, con guión de Trillo, las recopilaciones de historietas cortas Sigilo y Matufia, que son un despliegue de humor y genialidad, El hipnotizador, con guión de Pablo De Santis, y la más reciente historieta de aventuras Norton Gutiérrez y el collar de Emma Tzampak. Publicó también fanzines y catálogos de muestras, como aquella titulada Es muy importante apreciar un gran impacto vestido de blanco, que Sáenz Valiente, después de quebrarse la mano derecha saltando con su skate, dibujó enteramente con la mano izquierda. De hecho, parece como si tuviera varias manos distintas, una para cada obra, porque le gusta variar estilos. No se repite. A cada libro le da el tipo de dibujo que más le conviene a esa historia. 

Si El hiptnotizador sucedía en un mundo literario, mágico y misterioso, envuelto en una penumbra antigua, La sudestada sucede en la resolana de una Buenos Aires hiperrealista, berreta, fechada en plena luz del 2015, una ciudad donde se acumularon las décadas y donde conviven la melancolía del viejo club de barrio con la posmodernidad descascarada. Porque sabe mirar, Saenz Valiente vuelve visibles las cosas invisibles. ¿Cómo son realmente esos paisajes urbanos que dejamos de ver porque la vida cotidiana los volvió fondos neutros por donde circulamos y vivimos? El perfil de la ciudad tiene una línea irregular. Junto al galpón del viejo taller mecánico se levantan las torres pretenciosas, junto a las molduras de la casa italiana del 1900 hay un maxi kiosco de lata. Se ven las terrazas con los tanques de agua, las medianeras, los depósitos, las antenas, el campanario de una iglesia… 

Hay como un cariño por los detalles dibujados, pero sin nostalgia y sin ninguna intención de embellecer ni de volver más pintoresco el espacio de la historia: ahí están esas azoteas porteñas que son la espalda de la ciudad, el lugar donde van a parar los proyectos personales inconclusos y se cuelga la ropa, entre cables cruzados, parrillas de cemento, chapas oxidadas, mangueras, caños, chimeneas. La ciudad amontonada, que creció sin planificación urbana, donde cada uno levanta lo que quiere y lo que puede.

Los personajes, con sus cuerpos tan reales, tampoco están idealizados. Nadie dibuja viejos como Sáenz Valiente. Es como un gerontólogo. Los cuerpos vencidos, encorvados, con sus arrugas, sus rollos, pliegues y papadas. Nada más lejos de los personajes sexys, o atractivos, del dibujo erótico. Cada uno está mostrado como es y no hay posibilidad de pose. Y sin embargo, de nuevo, esa mirada no es despiadada o cruel. En la actitud de revelar la intimidad inconfesable de los cuerpos, hay cierta inocencia, y hasta un perdón absoluto, como si el autor dijera “está bien, somos así, no hace falta simular más”. Esa es una de las raíces de la impresionante humanidad de su dibujo. Hasta los personajes más secundarios, esos que aparecen en un solo cuadrito, tienen caras creíbles y a la vez grotescas, que uno cree haber visto hace un rato por la calle. 

Como un alivio contra esa Buenos Aires individualista y escéptica que parece el espacio emocional de Villafáñez, se contrasta el paisaje natural del Tigre con sus islas y canales. Es el paisaje que elige Elvira Puente, la heroína secreta, escondida entre los árboles, con su danza y un despliegue expresivo que paraliza y derrite al canchero de asfalto. Pobre Villafañez, que estaba tan tranquilo tirado en la cama, fumando en calzoncillos, viendo televisión.