1 de julio de 2007

El Castrador Oculto


por Fabián Casas


Ah, las viejas series! Tenían capítulos unitarios que empezaban y terminaban en el mismo día, aunque algunas siguieran su trama a lo largo de toda la temporada. Las veíamos por la noche, con toda mi familia tirada sobre la cama matrimonial de mis viejos. En ese entonces, seguíamos El fugitivo. Me acuerdo del último capítulo, en el que el doctor Richard Kimble consigue atrapar al Hombre Manco que había matado a su esposa. Un capítulo doble con final feliz y catártico. Ahora la cosa se perfeccionó, se volvió rizomática. Por ejemplo Lost. No me imagino que pueda tener un final satisfactorio para sus seguidores –dentro de los cuales me encuentro–, a esta altura del partido y con cuatro temporadas en el buche. No, me parece que los guionistas no van a poder suturar a Lost cuando deban converger las tramas y subtramas que se fueron desperdigando dentro y fuera de la isla. Creo que Benjamin Linus no quiere producir satisfacción. Con la obra inédita de J.D. Salinger va a pasar lo mismo. Cuando finalmente ya no esté entre nosotros y, como suele suceder, le abran la caja fuerte donde, dicen, tiene los originales que ha venido escribiendo desde que dejó de publicar, en 1965, sus lectores devotos van a sufrir una desilusión. ¿Por qué? Porque siguiendo Seymour, una introducción, penúltimo relato publicado de la saga de los Glass, uno se encuentra ya no con un texto de ficción, sino con una hagiografía, un manual para santos, algo parecido a la New Age pero con un ruido pertubador de fondo.

Para Salinger, los personajes se volvieron más reales que los lectores. No se puede juzgar a Seymour Glass, porque es un santo que mora en el cerebro del escritor de Cornish. Salinger ha creado una secta para vencer el miedo a la muerte, al deseo, a la vejez y a la ansiedad de la notoriedad. Sus personajes son los primeros que ha reclutado para ese culto. Le tocó comprender muy joven, como soldado en las playas del día D, que la vida es un infierno sin posibilidad de buen final. Tal cual lo intuye el Sargento X, del extraordinario relato Para Esmé, con amor y sordidez, quien –al igual que su creador–no ha podido terminar la guerra con las facultades intactas.

El vagabundo del Karma. Vivimos en una sociedad vanidosa, donde se ha perdido la posibilidad de estar solo. Ya casi no hay vida privada y todo tiende a suceder en las pantallas. De ahí que una persona como Salinger, que simplemente ha decidido no publicar más lo que escribe y mucho menos dar reportajes, sea catalogada por la prensa mundial como “El recluso”. Parece que quien no quiere salir en los medios, es decir, no entrar en el juego de la visibilidad, es un outsider. Antes un recluso era alguien detenido en una cárcel de máxima seguridad (como el joven Robledo Puch, tan parecido a Rimbaud en su juventud); o un ser que decidía clausurarse en vida para dedicar su alma a Dios, como en el relato El padre Sérgii, de León Tolstoi. Salinger, por lo que se puede saber, sigue haciendo una vida normal. Va de compras al supermercado, va de cuerpo en un baño que tiene pegado a su dormitorio (según afirma Joyce Maynard), mira viejas películas con un proyector (es probable que se haya modernizado y vea DVD) y solía asistir a las graduaciones de sus dos hijos (según afirma Margaret Salinger, su hija). Y una cosa más: todas las mañanas se pone un overol, medita, y después entra a un pequeño cuarto donde escribe las historias de la familia Glass.

No se sabe que le haya mostrado estos textos a alguien. Joyce Maynard, quien vivió con él cuando era casi una niña, escribió en Mi verdad, su autobiografía: “Entramos en casa de Jerry desde el sótano, donde tiene un frigorífico lleno de frutos secos y hortalizas de su huerto. A través de la escalera accedemos directamente a la sala de estar. En ella hay un par de sofás tapizados de terciopelo muy gastado relleno de plumas, butacas, mesas cubiertas de libros y de revistas de homeopatía, catálogos, rollos de películas y periódicos. También hay un televisor, un tocadiscos, montones de cartas y números atrasados del New Yorker. La casa es pequeña: cocina, sala de estar y los dormitorios de Jerry y de sus dos hijos, aparte de una habitación atiborrada de libros y periódicos en la que veo la máquina de escribir de Jerry. Además, si bien no me la muestra (ni me la mostrará tampoco en todos los meses que viviré en la casa) hay una caja de caudales de las dimensiones de otra habitación, donde tiene guardados sus manuscritos inéditos”.

Está bueno lo de la máquina de escribir para alguien que no va a dar a reproducir más sus textos por el mundo. Es como imprimir al instante. David Viñas me dijo una vez que en los libros de algunos escritores se podía sentir el ruido de fondo de la computadora. Salinger, en cambio, le pega a la máquina. Me imagino el ruido de las letras metálicas al golpear sobre la hoja, en la inmensidad del bosque donde vive. Una especie de mensaje en clave morse del Sargento Salinger, ex miembro del servicio de contrainteligencia de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.

Grandes montañas de cuerpos. Mark David Chapman, el Anticristo del pop, estaba obsesionado con The Catcher in the Rye, sobre todo con una escena que muchos de los que disfrutamos ese libro conocemos de memoria. No es una escena principal, simplemente es una escena puesta en estado de pregunta, con toda la potencia de la poesía. Holden Caufield está dentro de un taxi y empieza a hablar con el conductor, que se llama Horowitz:

—Oiga, Horwitz ¿pasó alguna vez cerca de la laguna del Central Park?
—¿Cerca de dónde?
—De la laguna. Del lago pequeño que hay allí. Donde están los patos ¿No recuerda?
—Sí. ¿Qué tiene?
—Sin duda, habrá visto a los patos que nadan en ella en primavera. ¿No sabe, por casualidad, adónde van en invierno?
—¿Adónde van quiénes?
—Los patos. ¿No lo sabe, por casualidad? Digo: ¿viene alguien con un camión para llevárselos o vuelan ellos… hacia el Sur o algo por el estilo?
Horowitz se dio vuelta en el asiento. Era un tipo impaciente. Sin embargo, no era malo.
—¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo puedo saber una estupidez como ésa?
—Bueno, no se enoje –le dije. Parecía que la cosa no le había gustado.

En los relatos de Salinger anteriores a su conversión al “glasismo”, este tipo de incertidumbre propia de la mente infantil es muy común. Sus héroes parecen estar atrapados en el mundo de los adultos y desde ahí dan pelea, pero no con certezas, sino con extravagancias: como Seymour en Un día perfecto para el pez banana, donde ayuda a la nenita Sybil a entrar en el mar besándole la planta de su pie de una manera sugerente, o el joven perturbado que en otro cuento memorable vaticina que se viene la guerra contra los esquimales.

Muchos de los cuentos anteriores de Salinger –no publicados en libros pero sí en revistas–, que le sirvieron para calentar motores antes de empezar con su obra central, versaban de soldados en su día de franco o soldados que se preparaban para ir a la guerra. Leídos ahora, resultan pedagógicos. Pero ya estaba de fondo la lucha por mantenerse joven y no caer en el mundo mediocre de los adultos. No se suele ubicar a Salinger como un escritor de guerra, pero la guerra fue la que modeló su carácter para siempre. El escritor estuvo en el 12º Regimiento de Infantería de la Cuarta División cuando éste puso su pie en la playa de Utha. Fue una carnicería atroz. Se sabe que, previamente al día D, Salinger estaba terminando varios capítulos de The Catcher…, con la portátil que se había llevado a la trinchera. Y que mientras avanzaban para cercar a los alemanes, como miembro del CCI, se encargaba de interrogar a los prisioneros. Como el Sargento X de Esmé, Salinger terminó con un colapso mental. Muchos años después, en el jardín de su casa de Cornish, su hija Margaret solía ver a su padre extático y poseído: “Un día estaba de pie al lado de mi padre, tendría yo unos siete años, y estuvo durante una eternidad con la mirada perdida puesta sobre las espaldas de los jóvenes albañiles que construían una nueva parte de la casa, iban sin camiseta y el sudor brillaba sobre sus músculos bajo el sol. Cuando volvió a la vida, me dijo: ‘Todos estos chicos, tan fuertes, siempre estaban en las primeras filas, siempre eran los primeros en caer, uno tras otro’, dijo, haciendo un gesto con las manos como si apartase grandes montañas de cuerpos”.

El gurú de la contrainteligencia. Así que en algún momento de la Segunda Guerra Mundial J.D. Salinger perdió la cabeza. Otra vez, como la describe en el relato de Esmé, se podría decir que su mente se bamboleaba como un bulto mal asegurado en el portaequipaje de un tren.
De manera que por un lado tenemos un Salinger joven, emprendedor y entusiasta que empieza a escribir para las revistas satinadas y con la mira puesta en ser publicado en el consagratorio New Yorker. De pronto viene la guerra y con su red metálica le deja la vida partida como una cancha de tenis. A partir de ahí va a ser un soldado, aun cuando hayan pasado muchos años del fin de las hostilidades. Esto lo describe muy bien su hija Margaret –citada varias veces más arriba– en su libro El gardián de los sueños: “La guerra, como algo inacabado, siempre estuvo presente en su cabeza durante los años que viví en casa. Incluso de adolescente, cuando llegaba a casa y empezaba a darme la lata con algo, como hacen los padres con los adolescentes. Le decía: ‘Papá ¡dejá de interrogarme, ya!’. Y él contestaba: ‘No puedo evitarlo, es lo que soy’. No usaba el pasado sino el presente, como si todavía estuviera interrogando a los prisioneros. ‘Es lo que soy.’ Da un poco de miedo”.

Ya no tendría que resultar paradójico que uno de los héroes de la contracultura juvenil, un ícono para muchos de la rebeldía de los jóvenes contra los mayores, sea en el fondo un militar con una clara orientación de derecha. Witold Gombrowicz –el defensor de la juventud y la inmadurez– tampocó comulgó con los muchachos revoltosos del Mayo Francés. Salinger también –siempre según su hija– era poco afecto a los negros, los indios y los hispanos. Una vez que ella sacó un diez en Español, su padre le gritó: “¡Genial, ahora estudiás el idioma de los ignorantes!”. Para el Catcher sólo existián los chinos y los nobles hindúes. Desde que salió de la guerra, J.D. Salinger ha incursionado en muchos cultos: el budismo zen, el hinduismo vedanta, la ciencia cristiana, la dianética de Ron Hubbard, y se entregó a muchas prácticas extravagantes como beber orina, hablar en lenguas desconocidas y sentarse en un acumulador de orgone de Reich. Según Joyce Maynard, comiendo macrobiótica y meditando, pretende vivir hasta los doscientos años. Ahora bien, lo cierto es que, más allá de sus obsesiones personales, este escritor dejó, por lo menos, tres libros notables: los Nueve cuentos, The Catcher in the Rye (traducido como El cazador oculto o El guardián entre el centeno) y Levantad carpinteros la viga del tejado. La mayoría de los personajes de estos relatos son niños extraordinarios, sabios y casi casi la encarnación de la Divinidad. Leyéndolos, uno puede sentir lo que se siente cuando percibimos en una persona inquietante los síntomas futuros de la locura. Aunque están puestos por el autor para luchar contra el mundo adulto, para celebrar la posibilidad de ser for ever young, uno siente que, en realidad, son adultos demasiado rápido. No sé, siempre me desagradaron los niños genios, esos que escriben libros geniales y dicen cosas geniales. Me gustan los chicos normales, los tarados como yo que conocí en mi infancia en la escuela Martina Silva de Gurruchaga.

¿Entonces, por qué fascina Salinger? Sencillamente porque a veces escribe muy bien. El cuento Esmé es una proeza narrativa concretada en pocas páginas. Y tiene un solo truco: en el comienzo, hay un narrador en primera persona. En la segunda parte del relato, se pasa a una tercera sin mucha explicación. Pero de golpe. Como si las frases se mimetizaran con la somnolencia mental que sufre el perturbado Sargento X. Algo pasó en el medio, pero de eso no se habla. Eso que está elidido y que Salinger prefiere no narrar es lo que no se puede nombrar porque el lenguaje no está preparado para transcribir esas cosas. No es la técnica del témpano de Hemingway, es la técnica del fuego del Diablo, el otro gran demiurgo.

Otro cuento clave de Salinger es en el que se narra el suicidio de Seymour, Un día perfecto para el pez banana. El héroe de la familia Glass empieza su representación en la saga tomándose el palo. Se pega un tiro inesperado en el hotel donde está con su esposa pasando las vacaciones. En el comienzo del relato, la esposa y su suegra tienen una conversación telefónica que nos hace presagiar que algo anda mal, pero en la suegra, no en Seymour. Uno tiende a pensar: una vieja conservadora que no entiende a los jóvenes brillantes. Es realmente exquisita la manera en que Salinger relata el cuento. Son como breves escenas de teatro que van dando cuenta de una tragedia. La charla telefónica, Seymour y Sybil en la playa, y Seymour ya de vuelta en el hotel, a un costado de la cama gemela donde duerme su mujer y con una pistola automática Ortigies, calibre 7.65 en la mano para volarse la sien. ¿Pero qué pasó? Se sacude el lector. ¿Estaba loco en serio? ¿Tenía razón la vieja que le limaba la cabeza a la hija pidiéndole que se cuidara de su marido? Con el correr de los libros vamos a tener una respuesta: Seymour Glass, como el Nazareno, se suicidó por nosotros. Porque estaba escrito, pero esta vez por Salinger. Y como Cristo, también, les besó los pies a sus apóstoles, los niños, esta vez encarnados en la pequeña Sybil Carpenter.

En su hermoso libro El nacimiento de la literatura argentina, Carlos Gamerro dice que Salinger dejó de publicar no porque le molestara la crítica adversa, sino porque le molestaba que criticaran a sus personajes. Tiene razón. Bajó la persiana. Pero dice su hija que conserva un archivo donde, con una marca roja, explica que ese texto, en caso de que muera, debe corregirse antes de publicar. Y con una marca azul, que está corregido y listo. Los colores de las dos pastillas que Morfeo le ofrece a Neo.

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