18 de agosto de 2007

"El Ultrabosque" - María del Carril


Presentación de "El ultrabosque"

por Gervasio Landívar

En general, los libros de cuentos llevan por título el de uno de los relatos incluidos: El aleph, Bestiario, Las invitadas. La otra posibilidad es un nombre genérico: Primeras historias, Historias desaforadas, Cuentos crueles, Cuentos de la selva. María del Carril optó por otra vía, que quizá tenga algún antecedente desconocido por mí: inventar para sus libros un nombre sugestivo que no es el de ninguno de sus cuentos. Una estrategia que nos intriga y ya por eso es eficaz.

En el caso de su libro anterior, Humus, el título era quizá demasiado evocador: el humus favorece el crecimiento de casi todo. El ultrabosque, en cambio, conserva la alusión vegetal de Humus indicando, tal vez, un programa creativo, pero es una metáfora más específica y muy adecuada al contenido del libro. El título reverbera también en la acertada ilustración de la tapa, que nos indica que el follaje tupido del ultrabosque se funde con la ciudad. También, en algunos cuentos, se extiende a la orilla del mar y tierra adentro, pero la parte más densa de la espesura es claramente urbana, y la reconocemos fácilmente pero con una sonrisa nerviosa, porque nos incluye.

William Faulkner sostenía que el trabajo de los escritores debía basarse en tres elementos: la observación, la imaginación y la experiencia. No hay duda de que María tiene admirables poderes de observación. Poderes de los que por suerte deja constancia notable en su escritura porque así incluso los que no la conocen personalmente pueden disfrutar de ellos. Pero los que tenemos el privilegio de tenerla como amiga, sabemos también que María sabe convertir esos poderes de observación en relatos orales sumamente vívidos. Yo soy muy curioso, enfermizamente curioso, tal vez, y por eso me atrae la gente que cuenta bien las cosas. Desgraciadamente, algunos amigos, inteligentes y perspicaces, que podrían ser fuente de relatos minuciosos y amenos, empiezan a resoplar cuando uno les pide información y a los cinco minutos se cansan, o uno pide detalles y ellos dicen no recordarlos o que no se fijaron o que se olvidaron. Con María nunca pasa esto, se fija en todo y fija las imágenes para poder recuperarlas y dar así a sus amigos, a sus lectores, versiones de la realidad que sería muy raro que no nos interesaran.

En cuanto a la imaginación, las pruebas son también indiscutibles. Pero la imaginación de María no es la del disparate arbitrario y fácil. La imaginación de María, como la de todo buen artista, parte de su entorno. Parte de una mirada que prefiere mostrar a criticar, una mirada de sobreviviente que perdona pero recuerda y que sigue estando muy atenta a esos infiernos mínimos, esos purgatorios morbosamente fascinantes que, para el ojo advertido, pueden surgir en una madre que administra los juguetes de su hija, en los ocupantes de un banco de iglesia, en una chica a la que le toca dormir con la mucama, en una clase de teatro, en una diva photoshopeada, en una abuela amarga, en la mesa de al lado mientras tomamos un café o almorzamos, en una señora que va de compras.

En cuanto al valor de la experiencia, las opiniones están muy divididas. En una época, los escritores varones creían que sin emular a Hemigway o a Henry Miller no se podía escribir. Hemigway no era idiota pero el que cree que hay que imitar su biografía para escribir bien lo es. Hay grandes escritores que pasaron por experiencias mucho más intensas que Hemingway, como Primo Levi, que estuvo en Auschwitz, y otros que vivieron sin privaciones toda su vida casi sin salir de la casa en que nacieron, como Emily Dickinson. La clave, me parece, la da Borges cuando dice que lo que le ocurre a un hombre le ocurre a todos y que cada uno de nosotros es muchos. La literatura, evidentemente, le da la razón a Borges porque confía en que escritor y lector, aunque los separen siglos, la guerra y la paz, la pobreza y la riqueza, la juventud y la vejez, la crueldad y la compasión, la religión, la lengua, van a poder comulgar en la lectura, por el solo hecho de compartir la conciencia de poseer un fondo común de humanidad. Por eso, porque sé que entiende y comparte lo que dijo Borges, a María también le sobra experiencia.

Una nota más sobre este tema: el escritor inglés David Lodge dijo con sensatez que no le parecía bien hacer que sus personajes padecieran sufrimientos que excediesen la experiencia vital de su creador. Esto puede parecer un mandato innecesario pero, si leemos bien, vemos que todos los buenos escritores, María del Carril incluida, lo cumplen. Nada peor que un escritor que imposta su vida al escribir y nos quiere vender que es Hemigway cuando todos sabemos que no pasa de chateador veloz.

En cuanto a lo formal, María cumple con la premisa clásica de evitar que el estilo llame la atención sobre sí mismo. Las palabras son precisas, la sintaxis no nos perturba, el léxico se amolda con naturalidad a las edades y condiciones de cada uno de los personajes. María, de todos modos, reserva una carga un poco mayor para los finales, que sí llaman, sin desentonar, la atención sobre sí mismos al acercarse a un uso poético del lenguaje, no porque se vuelvan herméticos sino porque se vuelven musicales, concluyentemente musicales.

Estas elecciones formales se conjugan con un punto de vista que unifica todo el libro. Sin ánimo de ofender, es el punto de vista de una estudiosa de insectos, de una entomóloga. Pero María es una entomóloga sin prejuicios, que encuentra insectos en todas las clases sociales. Cuando se la agarra con Laura Andrea y su mamá Normita, sobre todo con Normita, en “Romper el hielo”, podemos pensar que María es una autora que desde arriba se ensaña con la gente cursi, y aunque eso es cruel por la desigualdad de fuerzas, la perdonamos porque lo hace con humor y sin golpes bajos. Pero basta leer “Condiciones de la existencia” o “Una vuelta a la manzana” para ver que la entomóloga Del Carril puede ser incluso más cruel con dos insectos paquetísimos y usando tanta clarividencia y tanto humor como en el otro caso.

Una prueba de esta ecuanimidad es el uso de la palabra, o de la expresión, más bien, “pobrecitos” o “pobrecita”. La usan en el libro los dos insectos elegantes que ya mencioné, pero también la inolvidable protagonista del cuento “El alba”, Silvia, a la que imaginamos ronca y menemista, una rea con bastante calle que llegó a su departamento de Recoleta en los noventa y que pasa horas y horas en una confitería cara estudiando a los clientes que, a diferencia de ella, en algún momento abandonan el local. También Silvia, más absurda que nadie, se cree con derecho a comentar “pobrecito” cuando ve entrar a uno de los habitués que anda de capa caída. Ya todos sabemos que no hay compasión más falsa que la de aquel o aquella que se conmisera diciendo “Pobre” ante el relato de la desgracia ajena. Cuando decimos “pobre” no paliamos en lo más mínimo el dolor o la condición lamentable del compadecido y encima nos colocamos en una especie de podio moral, llenos de autosatisfacción. María no sólo se da cuenta de esto sino que sabe que hablar de esa manera nos desnuda, deja expuesta nuestra propia inseguridad, las rendijas del miedo. Esta es otra virtud de la visión de María del Carril, aunque no sé si “virtud” es la palabra que corresponde: nos hace notar que toda palabra que pronunciamos nos condena. Cualquier cosa que digamos será usada en nuestra contra. A veces, incluso, cualquier cosa que pensemos.

Lo interesante, también, es que esa especie de condena parece ser realmente universal. Para María, como es natural, los victimarios, los que maltratan y desprecian, son condenables, pero, y esto es lo inquietante, las víctimas no parecen dignas de mejor opinión. La espléndida Eva, en “Una vuelta a la manzana”, es, claramente, fría y egoísta, una mala indudable, pero esas parientas menos espléndidas, más cariñosas, insistidoras en que tienen que verse más seguido, no logran despertar nuestra simpatía y más bien coincidimos con la glacial Eva cuando las considera unas pesadas. En “El cuarto de las abejas”, Rosie, matriarca exigente, asiste con resignación al cumpleaños de una nieta y pasa revista a toda su familia, que la decepciona profundamente. Lo lógico sería ver en ella una vieja odiosa y maledicente pero, otra vez, María logra que estemos de acuerdo, al menos en parte, con el juicio de Rosie. En el cuento “La superficie”, Carmen, partidaria extrema, fanatizada, de la buena educación, aturde con elogios y cumplidos a su anfitriona, sin reconocer jamás que está viéndola, por primera vez, postrada en una silla de ruedas. Sin embargo, nos termina pareciendo más criticable la pasividad de la anfitriona, su incapacidad para “romper el sortilegio”, como ella dice.

Y en ese cuento, un poco antes, usando palabras de Cortázar, el mismo personaje había aludido a un momento tan tenso entre las supuestas amigas que casi dictamina el “final del juego”. Pero el juego no finaliza. En los cuentos de María, el juego siempre tiene que seguir. Estos juegos son por lo general siniestros, pero llevaderos, entretienen tanto al torturador como al torturado, causan daños permanentes pero no letales; esos juegos son los ritos, los hábitos, las frases heredadas e involuntarias que pronunciamos todo el tiempo sólo porque las reglas del juego lo exigen. María es claramente escéptica respecto al margen de libertad que tenemos para cambiar nuestras circunstancias. Pero no es cínica, y ojalá coincida conmigo en que, por ejemplo, Laura Andrea va a poder usar ese margen exiguo para “romper el hielo” con sus muñecas y violar las reglas que le impusieron.

Todos los cuentos de El ultrabosque combinan un clima más bien opresivo, muchas veces al borde de lo intolerable, con una descripción distraídamente malévola. El humor es una elección peligrosa para los escritores y especialmente para los escritores argentinos: se lo suele asociar o a un tipo de escritura menor (el sainete, el grotesco) o, si no, es la expresión objetable de un privilegio de clase, es la actitud irónica de quienes pueden darse el lujo de huir de una realidad siempre trágica. Lo cierto es que una parte muy sustancial de la literatura mundial tiene por fundamento al humor, que no es sólo el poder de hacer reír sino una manera admirablemente pedagógica de ver el mundo. Hay muchas escuelas de excelente humor literario: la inglesa es sin duda la más famosa (Wilde, Shaw, Evelyn Waugh, David Lodge), la rusa y centroeuropea que a veces es tétrica pero tiene mucha fuerza (Gógol, Chéjov, Bábel, Kafka), la francesa del absurdo (Ionesco y Michaux) y en la Argentina, gracias a Dios, tenemos los ejemplos brillantes de Borges, Cortázar, Bioy y Silvina Ocampo. El humor de María se mueve un poco entre Silvina Ocampo y Kafka, un Kafka atenuado por el clima más benigno del ultrabosque porteño y una Silvina Ocampo menos cruel, pero estas atenuaciones no quitan fuerza al humor de María del Carril, que está ligado a su poder de observación y que siempre acierta.

Quiero terminar aclarando algo obvio pero que vale la pena recordar y es que mucho más importante que todo lo que pueda decirse sobre un buen libro es la lectura de ese libro. Lo recuerdo porque las presentaciones de libros se han convertido en rituales necesarios, un poco indefinibles, especies de cumpleaños o bautismos donde el presentador no sé si hace de padrino o de oficiante, pero después de la ceremonia todos, el autor y el oficiante incluidos, empiezan a comer y a beber y a ponerse al día con parientes y amigos, y a contarse chistes y al libro, como al bebe del bautismo, lo mandan a dormir vaya uno a saber adónde. No quedaría bien que les ordenase que empezaran a leerlo ahora, sería incómodo para todos, pero esta noche, en cuanto vuelvan a sus casas, léanlo; suena como una orden, pero les aseguro que me lo van a agradecer.
(miércoles 13 de agosto de 2008)