19 de octubre de 2008

El tren de las putas

.
.
por Anna Maria Farinato



Se me hizo tarde, y perdí el rewind de los trabajadores que después de pasarse el día en la metrópoli regresan al conurbano en horas decentes. La vida ya cambió de turno, y hoy me tocó el tren de las putas.
El éxodo cotidiano de las nigerianas, que de Turín van hacia la provincia y hasta Milán, empieza alrededor de las ocho. Siempre van en grupo, hablando fuerte entre ellas o al celular, un inglés incomprensible, monocorde y cantilenante, interrumpido a ratos por estridentes notas agudas, como graznidos.
Llegan a la estación de trenes en bandadas, aves migratorias que se extraviaron de ruta. Jovencísimas y tan coloreadas todas, el pelo de un negro azulado brillante como alas de cuervos, las piernas larguísimas de flamencos, altivas y fornidas como modernas diosas de la fertilidad.
Llevan jeans ajustados, ropa "normal", vestidas como podría andar vestida una, pero casi siempre en chancletas, aún en invierno. Lo invaden todo, se apoderan de un compartimiento como de un camerino de teatro y se van transformando a medida que el tren avanza. Abren sus enormes bolsas, apoyan los pies en los asientos y se maquillan, se cambian de vestuario, visten el uniforme de servicio: musculosas, minifaldas, lentejuelas, lúrex, lycra, zapatos de tacones 12, pendientes llamativos, perfumes muy fuertes. Algunas traen comida. Una lleva una bolsa de McDonald's.
Las observo, casi voyeurisiticamente, desde el pasillo, disimulando, escondiéndome detrás de un libro como un espía amateur o fingiendo leer con interés los avisos - prohibido fumar; es peligroso apoyarse a las puertas; no tiren objetos por las ventanillas; desinfectado el..; cada abuso será punido...
Hay como una frontera no marcada, pero infranqueable, entre nuestros hemisferios. Su mapa todavía lleva escrito Hic sunt leones. Yo no me meto en su mundo, y ellas no se meten en el mío.
Y desde afuera no podríamos parecer más distantes: en el lado de acá, la intelectual, la cuarentona anémica y solitaria, traumatizada por el fracaso de su matrimonio, que no ha vuelto a acostarse con nadie desde hace un buen rato. En el de allá, las veinteañeras que todas las noches se acuestan con decenas de hombres, y de eso viven. Las he visto montones de veces semidesnudas al borde de las calles, en las periferias más abyectas, en las noches de invierno, desde mi auto con calefacción, preguntándome cómo podían bancarse tanto frío y tanta sordidez. Pero nunca hemos estados tan cerca como esta noche. Y sólo esta noche se me ocurre que quizás nuestros mundos no sean tan distantes. Que algo nos unió, en algún momento.
Van bajando, en grupitos, en las estaciones de provincia. Se esparcen por parques y calles secundarias, en zonas industriales o al margen de las autopistas. Son las "pendolares del sexo"
Y a la madrugada, de vuelta. A veces, si por la mañana tomo el tren muy temprano, me topo con algunas, dormidas, las piernas estiradas en el asiento de enfrente, rendidas en fin al sueño, la cabeza apoyada en un bulto de ropa.
Su contra-éxodo se cruza entonces con la transhumancia diaria de los pendolares dignos, que pasan de largo, buscando otro sitio.
En la puerta que separa las carrozas, hay un cartelito de la sociedad de ferrocarriles: "Cuiden de este coche. Mañana van a estar otra vez aquí".

Così fan tutti

Son muchas, muchísimas. Siempre me pregunto cómo es posible que haya trabajo para todas.
Las cifras son impresionantes. En Italia, según parece, la nigerianas son alrededor de 10 mil. La mayoría vive en Turín. Por eso acá se ha impuesto la ecuación prostituta=nigeriana (y nigeriana=prostituta). Los clientes, según se calcula, 9 millones (los italianos somos 60 millones, la mitad hombres). Muchos, muchísimos.
Y entonces me digo que necesariamente entre mis conocidos hay frecuentadores de putas. ¿Mis amigos irán con ellas? ¿Mis compañeros de despacho? Mi ex, ¿tu quoque?
Me acuerdo habérselo comentado, alguna vez, en broma. En aquella época él trabajaba en una industria en una periferia escuálida. No tenía carnet de conducir, y para llegar a destinación había que caminar por unos baldíos, entre yuyos y basureros. Las nigerianas se metian allí, bajo un árbol, al borde del camino, con sillitas de plástico, esperando, como de picnic.
- Cuidado con ésas-, le decía burlona, las veces que lo acompañaba en auto, - no te dejes atrapar. Te van a comer.
El se reía, incómodo, ruborizado, con pudor. - Qué va, Ana. Me daría asco.
Ahora ya no está para preguntárselo. Y de todas formas me mentiría, para protegerme. Y protegerse.
Se lo pregunto entonces a mi amigo Francesco; el único quizás con el que puedo hablar, como me dijo él una vez, de hombre a hombre. Y se entrega al reto, sonriendo, sin ahorrarme detalles, "con perdón de las damas".
Me aclara, de entrada, para que se me quiten las ilusiones, que todo el mundo va de putas. To-do, puntualiza. (Siento como una punzada, retroactiva, pero duele igual). A parte los minusvalidos, y "los que nunca han cogido, ni siquiera con señoritas que ejercen otro oficio".
Por Francesco me entero de precios y prestaciones. 30 euros como máximo. "no porque ellas no pidan más, sino porque nadie se los da". El súper hit siempre es la combinación "boca-coño". A medida que va pasando la noche, y cuanto más lejos uno se encuentre del centro de una ciudad, los precios bajan; si te caes por ahí casi a la madrugada, son de rebajas: "y te puedes llevar una chupada por 10 euros". "El culo no te lo dan, porque todo el mundo le tiene miedo a las enfermedades".
Me cuenta que a él le ha pasado unas cuantas veces, aunque, por un millón de razones, trata de contenerse. Sin embargo, admite, casi tiene que "violarse" a sí mismo para no hacerlo, sobre todo si ha tomado mucho. "Y sí, la primera vez me pasó asi. Las ves, son hermosas, uno está borracho - y a lo mejor cabreado... No es que uno se lo piense demasiado".
Los forros son un obsequio de la casa.

Compuertas

¿Cómo se las arreglarán, me pregunto, para aguantar a los pervertidos, a los asquerosos, los sucios, los que apestan a vino, a tabaco barato, a sudor, fritanga, ajo, sopa? ¿Cómo soportarán el contacto con una piel desconocida e indiferente, que sólo busca la descarga?
Y me pregunto más cosas, preguntas nimias, mezquinas, de burguesa higienizada que en la cartera lleva alcohol gel y pañuelos perfumados. ¿Dónde se asean, después? (¿Se asean?). ¿Cómo hacen cuando tienen regla? ¿Trabajan igual? ¿Y si tienen vaginitis? ¿Llagas? ¿Herpes? ¿Ampollas? ¿Jaqueca? ¿Catarro? ¿Dolor de muelas?
Me lo pregunto desde mi status de mujer pseudovirtuosa ("Virtue is insufficient temptation" insinuó alguien, creo que G.B. Shaw), que desde que se casó, hace trece años, nunca ha engañado a su marido. Las compuertas que he levantado desde que nos separamos no dejan filtrar nada. Hasta la fecha, me he sido fiel a mí misma, más que a él. La invisible burbuja que he armado a mi alrededor me protege de la promiscuidad, de las "inyecciones de bacterias". Prolijamente envueltas en film transparente, congeladas, están las sobras de lo que fue una mujer enamorada. Sublimo como puedo la pasión, ahora comprimida e inexpresada, pero el cuerpo tiene razones que la razón no entiende. Me enfermo a menudo. Pequeñeces, pero molestas.

Yo no puedo hacer como Francesco. Tenemos situaciones sentimentales similares y, conociendo muy bien la suya, no lo juzgo si acude a las profesionales del sexo. Incluso lo comprendo. Pero las mujeres reaccionamos de otra forma. O por lo menos yo. Yo no podría irme "de putos". Pagar para que me hagan el amor sin el amor. Al final, siento que la puta sería yo. Y yo no quiero serlo para un mercenario, no me interesa la profesionalidad de ese polvo. No quiero el polvo. Quiero las cenizas. La pasión que quema, la piel hirviendo. Quiero disolverme otra vez en el abrazo, y despedazarme en los besos devoradores. Quiero oír otra vez mi nombre susurrado al oído y los gritos sofocados en la carne. Quiero la risa, el jadeo, la saliva, el sudor. Quiero estrellarme, otra vez, la cama que golpea contra la pared, la almohada mordida, derretirme en el vértigo y la taquicardia, la asfixia y el desmayo. Arrojarme y caer de bruces en la absurda trampa del amor, otra vez. Quiero sacarme de la nevera y descongelarme, ya. Y mientras tanto sueño, y me aguanto.


Consoladores

Los taxi boys o "putos" heterosexuales para mujeres también existen, aunque nunca te encontrarás a uno en descampado, medio en cueros delante de una hoguera, desplegando su mercancía. Son putos discretos, elegantes, más bien consoladores de amas de casa frustradas y deprimidas. Se les contacta a través de anuncios en periódicos especializados o el passaparola. Una vez leí la historia de uno de esos galanes, bastante sorprendente, por cierto. La idea se le había ocurrido viendo un programa en la tele. No tenía problemas de dinero, al contrario, Por el día gestionaba una pequeña empresa, y por la noche acompañaba, en la máxima discreción, a las damas. Nadie en su ambiente sabía de su doble vida.
Lo contactaban por teléfono. Muchas veces las mujeres que llamaban disimulaban, decían que no era por ellas sino por unas amigas que no se animaban... Al final quedaban en verse en algún sitio. Contaba que las mujeres lo que más deseaban era hablar, narrarle algo de sí mismas, desahogarse por fin: de la indiferencia de los maridos, de las preocupaciones con lo hijos, del temor a envejecer, cosas así, El sexo se quedaba en segunda plana, y a veces ni lo hacían. Pero igual todas se íban contentas, y él también, porque las veía felices. Les había devuelto la risa.

Desechos

Pero esa es la cara bonita de la prostitución, si así se puede decir.
Las nigerianas, en cambio, son las de la calle, ya las únicas que ponen la cara (y todo el resto) a la intemperie, las que realmente hacen el trabajo sucio, entre baldíos y descampados, basura y cascotes. Las demás etnías trabajan en casa, o en los centros de masajes (y ese tampoco es el paraíso, claro). No son las escorts berlusconianas, las putas por elección, de alto standing.
En las zonas industriales, donde de día se construye el pib de la nación, de noche, sobre la piel de las nigerianas, se alimenta al tercer mercado mundial, después de las armas y las drogas.
A la mayoría de sus clientes, probablemente, le importa un carajo estar teniendo sexo con una mujer que no escogió esa profesión, y que tiene que hacerlo porque forzada. Que no es una prostituta sino, más correctamente, una prostituida, en manos de organizaciones despiadadas.
Porque su país es el país en el mundo con la peor calidad de vida. Porque salió de ese país con el engaño, después de que su familia firmara un contrato con "mediadores", empeñando todos sus escasos bienes, para que ella tuviera esa posibilidad y ahora tiene que pagar la deuda que contrajo con esa gente. Y es una deuda enorme, 50-60 mil euros. Y por más que trabaje, muy difícilmente lo va a alcanzar. Tampoco saben, ni les importa, de lo ritos vudu a los que estas mujeres están sometidas, los ju-ju, ritos ancestrales, como de cuentos de brujas, con pelos y sangre menstrual y fórmulas exotéricas, para someter su voluntad y obligarlas a cumplir las promesas, so pena de enfermedades, maldiciones, tragedias para ellas y sus familias. No saben de los terribles trastornos psicológicos que sufren, del desdoblamiento que se manifiesta para poder sobrevivir a tanta asquerosidad, del aislamiento en que viven, del rechazo social que padecen una vez que regresen a su patria. De las muchas que desaparecen o mueren asesinadas por clientes psicópatas, atracadas y golpeadas para sacarle el dinero, o atropelladas como perros en medio de la calle.
A la mañana los baldíos ennegrecidos por las hogueras son un cementerio de colillas y condones. Los despojos de billones de potenciales hijos de puta que perdieron su única posibilidad.

.
.
.
octubre de 2009
(Anna Maria Farinato es redactora en una revista de arte y traductora. Vive y trabaja en Turín)