por Pedro Mairal
Me están creciendo las tetas. Cuando
me siento, mi panza ya tiene tres pliegues como un Sharpei albino.
Cumplí 41 años. Fui a natación el año pasado y me hizo mucho
bien, pero este año opté por atrofiarme. Y sin embargo nunca las
mujeres me miraron con tanta devoción como ahora. Me agarran
cansado. Las miro de lejos. Cada vez me dan más miedo. Cuanto más
hermosas, más miedo me dan. Son monstruas temibles. Cuanto más
sexuales, más monstruas. Con esa cualidad tentacular de pechos y
glúteos protuberando en direcciones opuestas, los labios rojos, la
melena de león, la boca abierta con dientes y su flor carnívora.
Y lo que hacen con sólo una gota
congelada del varón: se encienden con todas las luces como un cartel
de Las Vegas y empiezan a fabricar en sus vientres a Arnold
Schwarzenegger o a Serena Williams o a Lula da Silva, lo fabrican ahí
dentro, durante nueve meses, y mientras tanto mascan chicle y caminan
y trabajan, como si nada, pasan gradualmente de la cintura de avispa
a la cintura de obispo, se inflan habitadas por un extraterrestre, un
ocupa de rápida multiplicación celular, y finalmente expulsan con
varios pujos al hombre rata, o a Susana Giménez, o a Tyson, o a Ted
Bundy, que sale morado, azul y untado en una pasta blanca y llorando,
atado a la madre por un cordón como una columna retorcida. ¿Hay
algo más temible que eso?
Soy padre de un hijo varón. Después
de separarme, me mudé a un departamento frente a su colegio para
estar cerca de él. Le enseñé a andar en bicicleta, a lavarse los
dientes y a prender fuego. Mis mejores cuentos se los cuento a él
antes de dormir, y después no los escribo. Cada vez creo más en no
escribir. No anotar. Dejar que pase el viento por las ramas de los
árboles sin querer detenerlo con una red de palabras. Estoy bastante
cansado. Como El graduado, quiero quedarme en el fondo de la pileta
de natación con mi traje de buzo y mi arpón. Me acaba de llegar un
mail para ofrecerme 500 dólares por escribir siete mil caracteres
sobre un tema del que no tengo la menor idea. Voy a decir que sí. Ya
no puedo escribir narrativa sin sentirme un impostor.
Perfil, junio de 2012