El jueves pasado cumplí 37 años y la gente que no me conoce me ve y cree que todavía no pasé los 30. Siempre tuve este desfasaje entre mi cuerpo y mi edad. Ahora ya no me molesta, incluso me alegra porque veo a mis amigos quedándose pelados, echando panzas y canas mientras yo sigo como Dorian Gray, escondiendo un cuadro que envejece por mí.
Crecí con ese desfasaje. No me acuerdo de haber sido distinto antes. Siempre me sentí chiquito, más flaco, más petizo que los demás, menos peludo, menos hombre. Era el segundo de la fila; el primer puesto lo tenía un amigo que en ese tiempo todavía no era un futuro coordinador de ongs a lo ancho del planeta sino uno de los pocos tipos a quien yo no tenía que mirar para arriba para hablarle.
Estábamos siempre ahí adelante, mientras se izaba la bandera, en el patio, en esas filas que nos ponían tan en evidencia todas las mañanas. ¿De dónde habrá salido esa costumbre de poner a los chicos en fila por orden de estatura? ¿Era para que quedáramos prolijos? ¿Cómo no se daban cuenta de que era como ponernos por orden de peso, del más flaco al más gordo, o por orden cromático, del más rubio al más morocho, del albino al africano, pasando por todas la gamas. Nadie lo veía mal. Era lo más natural del mundo. Los más petisos íbamos adelante, primeros. Los más altos atrás. Y no se discutía.
Debe ser una cosa militar, medio obsesiva con la prolijidad. Una especie de orden primitivo. Como ordenar los libros en la biblioteca por color. Pero a mí me parecía ideado para humillar a los más bajos. Quizá sería para vernos mejor desde el frente y controlarnos. Yo me vengaba mentalmente ordenando en mi cabeza a los profesores por orden de estatura. El director, el Lic. Chiampiti era el más bajo. Me imaginaba todo el secundario en fila mezclado con los profesores por orden de estatura y el Chiampiti casi con nosotros delante de todo y en seguida la profesora de química y después el de matemáticas al que le decíamos el Pollo. No servía para nada ser el primero de la fila, no ofrecía ningún beneficio. Uno de mis primeros cuentos, que por suerte se perdió, era sobre un tipo traumado que, en la fila del cine o del banco, obligaba a la gente a ponerse por orden de estatura. Un loco que entraba con un arma y en vez de robar los ordenaba a punta de pistola. Hacía eso y se iba para que a los más petisos los atendieran primero.
Es difícil idear formas del orden todavía más humillantes para escolares: quizá ordenarlos por coeficiente intelectual, por ejemplo, o del más rico al más pobre. A eso no se animaron. Ahora que lo pienso, como todo sistema efectivo, el orden de estatura se establecía casi solo. Me suena mucho la frase “señores se ubican acá en una sola fila por orden de estatura”, me parece haberla oído varias veces. Pero creo que ya lo hacíamos automáticamente: los más altos iban empujando hacia delante a los más bajos; en los casos de altura empatada se ponían espalda con espalda y un tercero arbitraba.
Me acuerdo de llegar después de cada verano al primer día de clase y tener la esperanza de estar más alto, la sensación de que había pasado tiempo y que quizá había crecido en esos tres meses; y toparme en el patio con unos tipos medio irreconocibles, mis amigos deformados por las hormonas, con la voz cambiada, huesudos, altos, muy altos, con una seguridad y una fuerza que a mí no me habían sido dadas. Creo que por eso me obsesionaba la serie de televisión “El increíble Hulk”, la veía todas las tardes y soñaba con ser Bill Bixby que le advertía “No soy yo cuando me disgusto” a la gente que lo ponía nervioso; soñaba con pegar el estirón ahí delante de todos en medio de la clase, romper la camisa, los pantalones, con músculos, con mucha fuerza, hacerme hombre de golpe, asustando a todos, inquietando a las chicas, y salir corriendo del colegio ya como el fisicoculturista Lou Ferringo, gruñendo, en cuero, descalzo, pero sin estar pintado de verde.
Siempre tuve que conformarme con este crecimiento imperceptible, esta especie de invariabilidad. Y la altura no fue lo peor. Lo peor fueron los pelos, la ausencia de pelos, los años de lampiño. Esas comparaciones de vestuario, esa preocupación. Mirar a los otros y mirarme. Y preguntarme cuándo, cuándo me iba a tocar a mí, cuándo sería mi turno de ir caminando hacia las duchas desnudo y con aplomo, usando la toalla no para taparme como una nena sino para ir pegándole latigazos en el culo a los distraídos, desfilando mi pelambre, mi sombra de mamífero sexual. Yo me cambiaba apurado, medio sentado, ocultando mi lampiñismo. Cuando volvíamos de un partido, me mojaba la cabeza en los lavamanos para que los profesores creyeran que me había bañado y me ponía los pantalones con las costras de barro en las rodillas. No iba a las duchas, me volvía a casa mugriento pero invicto de las burlas.
Todo era un poco así en el colegio. Cuatro divisiones con 25 alumnos cada una. Cien chicos y chicas por año. Quinientos en todo el secundario. Era sólo cuestión de pasar inadvertido. Me hice campeón en eso. Era como el juego del quemado donde un tipo se paraba en el medio de la cancha de básquet y empezaba a desnucar a los otros a pelotazos y los desnucados pasaban a su bando y se dedicaban a desnucar a más y más gente. Yo me perdía en el tumulto, me hacía invisible. Camus decía que el fútbol le enseñó todo lo que necesitó aprender en la vida. A mí me pasó lo mismo con el quemado. Por ahora vengo zafando. Aunque sé que el pelotazo final algún día me lo van a dar. Soy el último desesperado corriendo en pantalones cortos, en invierno, sabiendo que la pelota de básquet lanzada con saña por esos compañeros sedientos de sangre va a llegar y va a doler como trompada contra la espalda, contra la cara, contra el muslo congelado.
Incluso yo jugaba al rugby así. En mi primer día de rugby a los ocho o nueve años, la pelota voló por el aire, a mí se me ocurrió atajarla y un batallón de hiperactivos con botines de tapones de aluminio se me vino al humo; me chocaron y me aplastaron en el piso. A partir de ese momento, para mí, la regla número uno del rugby pasó a ser: “manténgase lo más lejos posible de la pelota”. El secreto entonces era simular que hacía el esfuerzo, que la buscaba, que me metía. Era una actuación muy fina: todos jugaban al rugby, pero yo en cambio actuaba que jugaba. Era más difícil. En cierta forma tenía más mérito. Era una simulación pero no había que sobreactuar porque se podía notar. Había que encontrar un equilibrio, meterse pero llegar justo tarde, cuando la pelota ya estaba saliendo de la pila de gente. Arrojarse sobre la montonera pero cuando ya no había muchos más jugadores para que te cayeran encima. Estar muy atento, anticipando la jugada para correr hacia el otro costado como esperando un pase que no se daba pero que se podría haber dado. Tenía que adivinar lo que podría haber sido pero no era, moverme en esa orilla. Era un juego secreto, de supervivencia, que yo jugaba dentro del gran juego. Igual que ahora, supongo, ahora que en este juego enorme de la adultez practico este otro juego paralelo, casi invisible, de la literatura, simulando que trabajo, simulando que sí, que soy un hombre con currículum que paga impuestos, pero soy torpe y no me creo nada y sé que están a punto de aplastarme y anticipo, esquivo, hago como que corro con todos, pero siempre me siento al margen, soñando otra cosa, nunca me creo la vida, ese juego tan raro que practican los demás.