por Fabián Casas
Fue una mañana calurosa en extremo –esas mañanas que preanuncian un día completo en el horno de Banchero– cuando sonó el teléfono y me dijeron que había muerto Joaquín Giannuzzi. Llamaba una periodista y quería que le dijera unas palabras sobre el poeta. En ese entonces yo solía levantarme muy tarde, casi al filo del mediodía y –después de un manguerazo en la ducha– salir para mi trabajo. La llamada llegó apenas un rato antes de eso, me encontró groggy y transpirado y después de que corté quedé peor aún. Se había muerto Joaquín. Decían que en Salta. También decían que lo iban a enterrar allí. Me senté frente a la biblioteca, en calzoncillos, y traté de pensar lo que me estaba pasando. Traté de ordenar las sensaciones, los recuerdos. Los días enteros leyendo y releyendo sus libros, las veces en que había estado con él. Su tono de voz. Siempre, de los seres queridos que se van, lo primero que me viene a la mente es su tono de voz. Y esa voz me repetía uno de sus últimos versos geniales, del poema "Cabeza Final", donde dice que "El obrero que respiró en su interior/ ávido de oxígeno y universo continuo/ dejó caer el martillo".
Como no pude asistir al entierro de Joaquín, tampoco pude cerrar el vínculo que nos había unido. En algún lugar recóndito de mi estado de ánimo, él seguía sentado frente al gran ventanal de su departamento, observando el inmenso jardín con la pasión de un entomólogo metafísico. Por eso no me sorprendió que varios meses después, caminando por el barrio de Once, me lo cruzara. Iba caminando despacio, con su campera beige. Apuré el paso y cuando estuve a la par, me di cuenta de que no era él, que era su doble. Recordé que los grandes poetas, si realmente lo son, cuando llegan al final de su vida logran el milagro alquímico de construir un doble. Cuya finalidad es recordarnos que ellos están ahí, dando vueltas en un universo paralelo que, cuando menos lo esperamos, puede irrumpir en nuestro mundo. Poco antes de morir, la editorial Emecé le había editado su obra completa, un libro monumental que hasta el día de hoy se sigue vendiendo de a poco pero con persistencia. Este libro tuvo la particularidad de poner de nuevo en carrera a varios libros de Giannuzzi que estaban agotadísimos. Ahora, ediciones del Dock acaba de publicar Un arte callado, un volumen que recopila sus poemas inéditos y agrega los que nunca antes fueron publicados en un libro. Leer estas poesías produce un efecto conmovedor. No es un rejunte del cajón de sastre de esos que se hacen arañando al vacío. Es un libro contundente en el que los poemas muestran los diferentes tonos que ha tenido Giannuzzi a lo largo de su vida. Desde que apareció casi sobre el final de la elegíaca generación del 40. Hay poemas de amor hiperlíricos, poemas sofisticados, poemas de saque y volea (clásicos de Joaquín) y versos especulativos. Y también están los poemas que intentan hacer un croquis de determinados personajes. Es como si después de haber escuchado un disco hermoso, pasara un largo silencio hasta que irrumpe un bonus track revelador. Es así, fue un gran poeta hasta el final, se dice uno con el libro en las manos.
Exactamente un individuo
¿Qué es un gran poeta? Podríamos pasarnos horas hablando en torno de lo que definiría de manera científica a uno de ellos. Y no llegaríamos nunca a un acuerdo. Prefiero parafrasear a Alberto Girri y decir que a un gran poeta no se lo define, se lo reconoce. Hay una escena capital en una película de Peter Brook basada en el libro de Gurdjief llamado Encuentros con Hombres Notables. En ella, un Gurdjief joven se cruza con un hombre que está sentado a una mesa, tomando café. Gurdieff se acerca movido por una extraña curiosidad y el hombre le dice, sin inmutarse: "¿Querés saber quién soy? ¿No reconocés a un maestro apenas lo ves? Gurdieff asiente: "sí, es usted un maestro", dice. Creo que uno no llega a reconocer a un maestro por la inteligencia, sino por la intuición, que es un sentido más definitivo. Encontrarse con un maestro produce felicidad. Yo la tuve cuando hurgando en una mesa de saldos di con Señales de una causa personal, libro de Giannuzzi de 1977. Primero sentí cierta incomodidad. Para ser un libro de poemas, era demasiado prosaico. Pero enseguida, como cuando uno se acostumbra a la voz de un cantante extravagante, me sentí cautivado. Este poema de ese libro me liquidó, se llama "Basuras al amanecer": "Esta madrugada/ en la calle/ dominado por una especie de /curiosidad sociológica/ hurgué con un palo en el mundo surrealista/de algunos tachos de basura./ Comprobé que las cosas no mueren sino que son asesinadas/ Vi ultrajados papeles, cáscaras de frutas, vidrios/ de color inédito, extraños y atormentados metales, / trapos, huesos, polvo, sustancias inexplicables/ que rechazó la vida/ me llamó la atención / el torso de una muñeca con una mancha oscura, / una especie de muerte en un campo rosado./ Parece que la cultura consiste/ en martirizar a fondo la materia y empujarla/ a lo largo de un instestino implacable./ Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento/ puede ser obligado a abandonar el planeta". Señales de un causa personal es el libro central de J. O. Giannuzzi. Creo que ahí está en todo su esplendor. Y el poema que acabo de citar muestra la idiosincrasia de su poesía. Por lo general, arrancaba con una observación, enumeraba ciertos rasgos del objeto observado que era deglutido por adjetivos perfectos y, casi sobre el final, remataba con una conclusión inesperada. Si bien el tono del poema llevaba irremediablemente a una definición deceptiva, lo que finalmente decía, brillaba como un hallazgo: "ni el mismo excremento puede ser obligado a abandonar el planeta". Los comienzos de los poemas de Giannuzzi también eran increíbles: "Por alguna razón, al anochecer,/ mi corazón late como una ametralladora. El cardiólogo me ha dicho: /Controle su vida emocional". Los versos se dejaban imantar por la música de la especulación. Y la especulación de Giannuzzi seguía los pasos de Pascal: "Puesto que la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza".
Cuando el Diario de Poesía, en 1994, le dedicó un dossier consagratorio, D. G. Helder escribía en la nota introductoria: "El presente dossier sobre la obra poética de Joaquín Giannuzzi no pretende paliar la relativa indiferencia que manifiestan, con respecto a ella, la crítica universitaria, la crítica de los medios masivos y la crítica escrita en general". Este párrafo daba cuenta del estado de las cosas. A Giannuzzi, salvo un grupo reducido, no lo leía nadie. Y quizá, involuntariamente, haya sido el propio Giannuzzi el que provocó esto. No fue vanguardista, ni guerrillero heroico, no cayó en el chauvinismo ni en los golpes bajos ni fue un outsider drogadicto o borracho en la veta maldita de la poesía yanqui. No escribió poesía especulativa de autoayuda. No se le conocen escándalos. Fue un hombre, como decía Celine, "sin importancia colectiva, exactamente un individuo". Sus poemas reflejan la mediocridad dramática y a veces hilarante de nuestros días mortales: un trapo tirado en la cocina, un hombre que no sabe si hacerse el nudo de la corbata o ahorcarse, un insecto que cae en la mesa del poeta para fenecer. Y también espléndidas naturalezas muertas sobre las dalias que se inclinan en la tarde o el olor del café y las manzanas después de almorzar.
Poeta de clase media
James Joyce se ufanaba de que con sus libros se podría reconstruir en el futuro el Dublín de su época. Del mismo modo, los poemas de Giannuzzi podrían servirnos como un mapa mental de los terrores y ansiedades del hombre de clase media que habitó Buenos Aires durante buena parte del siglo XX. Una clase media que en nuestro país no tiene épica ni heroicidad, y por lo general es mezquina y salvaje. Se preocupa sólo por su bienestar y mientras sus ahorros estén a resguardo, que te garúe finito. Aunque puede decirse peronista o radical, en realidad está con todos los gobiernos que la dejen tranquila. Joaquín Giannuzzi decribiéndose de manera implacable, la describió como si diseccionara un insecto. Cuando le preguntaban su opinión sobre su poesía, decía: "Soy un poeta menor de todas las antologías, incluso de la mía". También agregaba: "Gelman y Leónidas Lamborghini son grandes poetas, yo hago lo que puedo". Le gustaba bromear: "¿Viniste a ver a tu viejo maestro moribundo?", decía, mientras abría la puerta de calle de su casa. Después rengueaba cuando te acompañaba hacia el ascensor. Uno lo notaba y le preguntaba: "¿Qué le pasa, Joaquín?". "Creo que me tienen que amputar la pierna", remataba. Y se ponía a recitar a Rimbaud: "Las mujeres cuidan a los feroces enfermos que regresan de los países cálidos". También recitaba a menudo el "Segundo Advenimiento", de Yeats. O fragmentos de los "Cuatro Cuartetos" de Eliot, a quien admiraba, junto con Eugenio Montale. Ya en su casa, te acercaba un café –lo estoy viendo– y se sentaba frente a vos, en un inmenso sillón que daba al ventanal y al jardín. Si todavía pudiéramos hablar, me gustaría decirle que los poetas más jóvenes buscan sus libros como se busca una revelación, que hace poco estuve en México y que vi, emocionado, cómo los escritores jóvenes y no tanto del D.F. vaciaban la góndola con los libros de su obra poética que se vendían en la librería Gandhi local. Que ayer agarré Un arte callado y abrí al azar en el poema que le pone título al libro y leí: "Nuestros pies perfeccionan/el arte de entrelazar los dedos./Unidas en la almohada/ nuestras cabezas apuestan/ a una boda perpetua./ Expatriados,/cerradas las puertas y las ventanas,/ abrazados al desnudo oponemos/ una ideología de lo callado/ a la manera en que marcha el mundo/ según la pantalla de la televisión".
foto: p.mairal